El periodista Armando Vidal impidió que el usurpador de una banca -que votó la privatización de Gas del Estado- lograse escapar de la Cámara de Diputados
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Hace exactamente 30 años, el jueves 26 de marzo de 1992, Armando Vidal (79) fue protagonista de uno de los episodios más bochornosos en la historia del Congreso de la Nación. Reveló una trampa que, por lo burda y descarada, trascendió el ámbito parlamentario y se presentó a la opinión pública con nombre propio: el simpático acrónimo “diputrucho”.
Primero, un poco de contexto. El presidente Carlos Menem, con el apoyo de todo el arco peronista, había comenzado con la privatización de las empresas estatales. “Las joyas de la abuela”, les llamaban. Aquella tarde de 1992, la Cámara de Diputados votaría la ley que permitiría la privatización de Gas del Estado. La sesión venía de “cuarto intermedio”: el día anterior se había completado el debate pero, viendo que no lograban la cantidad de votos necesaria para aprobar la ley, el oficialismo pidió continuar con el proceso al día siguiente. Es decir que solo faltaba votar.
Armando Vidal, cronista parlamentario acreditado por el diario Clarín, se ubicó en el palco de prensa. Llegó temprano y observó cómo, muy de a poco, se fue poblando el recinto de diputados. No tenía grandes expectativas con la sesión: sabía que todo se limitaba a completar el quórum (la presencia mínima requerida para votar, en aquél entonces, 130 diputados) y levantar la mano cuando el presidente recitase la fórmula que antecede cada votación: “Queda en consideración el debate en cuestión, sírvanse a levantar la mano…”, recita Vidal de memoria. No imaginaba que minutos más tarde iba dejar su posición de contemplación para pasar a la acción y convertirse en un actor necesario –imprescindible- de esta historia.
Dos detalles insalvables. Se votaba a mano alzada, no en forma digital, como ahora. Y los diputados marcaban su presencia con solo sentarse en su banca: los butacones tenían un sensor que se activaba con el peso y marcaba la asistencia en lo que hoy consideraríamos “un precario tablero electrónico”.
Ahora sí, sobre una mesa de los 36 billares, a trescientos metros del Congreso de la Nación, Armando Vidal revive aquél episodio.
-¿Cómo se dio cuenta de que había un falso diputado en la cámara, Armando?
-Había pocos legisladores en la cámara. No estaba la oposición: el bloque radical decidió no participar, estaba reunido afuera. Pero yo hubiera seguido la sesión sin darme cuenta de que iban a votar truchos si no me lo hubiese advertido Diego Mandelman, que entonces era un pibe que trabajaba para LV3, Radio Córdoba. “Ese señor que está ahí, en esa punta, no es diputado”, me dijo.
-¿Y Mandelmam cómo lo reconoció?
-Lo había visto entrar en el despacho del diputado Julio Manuel Samid. Era un empleado del justicialista Samid. ‘¿Estás seguro?’, le pregunté. Me respondió ‘Sí’. De repente, cuando notaron que lo estábamos observando, comenzaron a taparlo. Lo hacían a propósito. Ahí ya no tuve dudas. Salí corriendo con una indignación y una fuerza propias de un tipo que está en combate. Ni siquiera llegué a ver si votó la ley o no… Salí del palco, bajé la escalera que desemboca en la sala de periodistas y, cuando me vieron pasar corriendo, los colegas salieron disparados atrás mío. No sabían qué pasaba pero tampoco se la iban a perder. Llegué al hemiciclo, el pasillo que rodea la cámara, en el preciso instante que sacaban al infiltrado.
-Finalmente, estuvo “cara a cara” con el usurpador.
-Lo encaré: ‘¿Usted es diputado?’. ‘No, no’, me respondió y se tiró en un sillón. Volví a la carga, enojado: ‘¿Y qué hacía sentado en una banca?’. Y el tipo me dice: ‘No, me dijeron que me sentase ahí porque me sentía descompuesto…’. Así comenzó la trama, en esa escena de nervios, con un hombre asustado, que luego supimos que tenía 74 años, frente a un periodista que lo acosaba, empleados del bloque justicialista que intentaban cubrirlo…
-¿Cómo salió el “diputrucho” de esa situación?
-Llegó Julio Manuel Samid en su rescate. ‘¿Qué le pasó, don Juan? Venga conmigo’, le dijo. Y lo levantó. Tomó a Julio Abraham Kenan -tal era el nombre del diputrucho- del brazo izquierdo y trató de sacarlo de escena. Yo lo agarré del brazo derecho convencido de que no iba a soltarlo por nada del mundo. Samid era un hombre grandote, fuerte, temible.
-Al estilo de su hermano, Alberto Samid, quien hoy cumple prisión domiciliaria.
-Peor, más grande todavía. Pero merece un reconocimiento: ese tipo nunca cantó. Nunca me contó la verdad. Se lo reconocí cuando murió, muy joven, a los 52 años. Se bancó todo lo que le hice y nunca se quejó. No me dijo nada. Nunca me contradijo, tampoco. Hay un detalle que lo pinta de pies a cabeza. Ese grandote malo que llegó a la Cámara de Diputados el 13 de diciembre de 1991, en la primera reunión de bloque se sentó al lado de Felipe Solá y le encajó un cachetazo que lo desparramó. Sin decir agua va... ¿Por qué? Solá venía de la Secretaría de Agricultura y tenía cortito a los Samid con temas de la carne.
-Iban los tres juntos, abroquelados, como una primera línea de rugby...
-Caminamos así hasta la presidencia de la cámara que está en un extremo del hemiciclo. El viejo iba en el aire. Samid deja a Kenan en un sillón del gran despacho de Alberto Pierri, que seguía presidiendo la sesión, y se va. Empiezan a aparecer otros diputados. Llegan los radicales para ver qué pasaba. Vino el ex gobernador Alejandro Armendáriz, que era médico, y revisó a Kenan, que seguía haciéndose el enfermo. Yo salí de ahí y me fui a buscarle una explicación a todo esto. Siempre tuve mis contactos. Enseguida me contaron todo, me pasaron todos los nombres. El presidente de la cámara era Pierri. El presidente del bloque justicialista era Matzkin. Y su segundo en el bloque era un riojano al que yo le tenía gran consideración porque era médico pediatra: Carlos Romero. Él, Carlos Romero, fue quien urdió todo esto.
-¿Cómo supo que Carlos Romero fue el responsable?
-Me lo contaron dentro del Congreso ese mismo día. Lo dije en todos lados y él nunca lo desmintió. Lo escribí mil veces. Yo no sé quién lo aconsejó porque no era un hombre de esta naturaleza.
-¿Sabe cómo llegó Kenan a la banca?
-Caminando. En esa época los asesores aún podían caminar por la cámara sin problemas.
-¿Por qué eligieron a Abraham Kenan para hacerse pasar por diputado?
-Una razón muy simple: era un hombre de saco y corbata. Un señor. Pero no llevaba ese aspecto, tan formal, por casualidad. Esa mañana, 26 de marzo de 1992, la entonces presidenta de Nicaragua, Victoria Chamorro, dio un discurso en la Cámara. Era costumbre en aquella época recibir a ciertos invitados “a sala llena”. Es decir que, en ciertas ocasiones, más bien protocolares, era una práctica habitual sentar falsos diputados en las bancas. Y Kenan, con saco y corbata, daba el physique du rol.
-¿Cómo siguió el caso? ¿Cuál fue la suerte de Kenan en la presidencia de Diputados?
-Primero llegó la policía, que desde 1973 tenía su propio asiento en el Congreso “por razones de seguridad”. Acepté declarar como testigo, ese mismo día, en una comisaría en la calle Venezuela. Kenan estuvo detenido muy pocas horas. Para ese entonces, la radio y la televisión ya hablaban del caso. La noticia explotó al instante, a través de los colegas que me vieron correr y me siguieron. Esa noche debutaba Mariano Grondona en ATC. Me invitaron para contar el caso, pero no fui porque me quedé escribiendo mi nota. La mandé al diario y me fui para casa. Pero a mitad del trayecto decido pasar por Clarín: quería saber cómo se iba a publicar lo mío. Llegué al taller y los gráficos, que siempre fueron grandes amigos, me recibieron agitados: ‘Armando, qué quilombo armaste’, decían. Me dieron las páginas y me sorprendí con la noticia de que un editor me había cambiado el primer párrafo: “Un intruso habría votado”, puso. ¡En potencial! Volví a corregir todo, lo reescribí como era la versión original, y lo mandé. Al día siguiente nadie me dijo nada.
-Imagino su satisfacción.
-Yo siempre trabajé para informar y hacer, desde mi lugar, un Congreso mejor. Pero había agarrado a uno y se me escaparon cuatro… A los otros cuatro los conté, con nombre y apellido, al año.
-¿Cuándo supo que había otros “diputruchos”, además de Abraham Kenan?
-Yo me enteré ese mismo día, pero primero tenía que chequear. Además, no iba a resultar demasiado creíble decir que había cinco pero cuatro se escaparon… En principio, con un “diputrucho” alcanzaba.
-¿Nadie lo amenazó? ¿Tampoco quisieron comprar su silencio?
-Lo intentaron, la misma tarde del 26 de marzo, antes de declarar en al policía. Me convocaron a un despacho y fui. No voy a hacer nombres. Tampoco quiero aparecer como “el muchachito de la película”, pero todo esto sucedió. Había poca gente y me preguntaron ‘¿Cómo arreglamos esto?’. Yo les mostré una medalla de mi viejo que llevaba siempre encima, de mi viejo, de la “lealtad peronista”. Les pregunté: ‘¿Cómo lo traiciono a este?’. Y me pidieron que me vaya.
-¿Cómo siguió el caso en Diputados?
-Se creó una comisión investigadora. La comisión “de la pura sanata”.
-Como esa frase atribuida a Perón (que en realidad era de Napoleón): “Para que algo no funcione, nada mejor que formar una comisión”.
-La armaron rápido, para cuidar las apariencias. Yo declaré también ahí. Ellos sabían como era la cosa, no me atacaban, todos querían que terminara pronto.
-¿Por qué no participaron los radicales, siendo oposición, de esa comisión investigadora?
-El presidente del bloque radical era Fernando De la Rúa, “un santo inútil”. Podía hablar de la Constitución y de lo que sea, pero del barro de la política, del cuerpo a cuerpo, no sabía nada. Ya habían designado un representante radical en la comisión, pero él no quiso que se incorporase. Tendría que haberse puesto al frente de todo esto, pero eligió ser cómplice.
-En 1995, la Justicia sentenció a Samid a 8 meses de prisión en suspenso por su responsabilidad política en el caso, aunque no le impidió terminar su mandato. Y a Juan Abraham Kenan lo condenaron a dos meses de prisión en suspenso por usurpación de títulos y honores, un delito menor. Finalmente, ¿alguien fue preso por el caso del “diputrucho”?
-Ni Kenan ni los otros cuatro “diputruchos”. En el primer aniversario del caso, el 26 de marzo de 1993, publiqué una nota en la que nombré a todos los “diputruchos”. (En su crónica, Vidal identifica como “diputruchos” a Luis Balaguer, Daniel Locaso, Fernando Ocampo y Francisco Ayán, todos ellos colaboradores de diputados justicialistas. Y aclara que el único diputado que reaccionó airado, ¿fingiendo asombro?, y echó al empleado “desleal” fue el diputado Felipe Solá, que se sacó de encima a su secretario, Ocampo). Nunca nadie me desmintió. Tampoco hubo causas con ellos. La comisión emitió un dictamen intrascendente y se diluyó.
La semana siguiente al episodio del “diputrucho” todo se corrigió: se volvió a votar la privatización de Gas del Estado como correspondía. Participaron todos en el oficialismo y la ley fue aprobada. Como se dijo, nadie fue preso. Armando Vidal no recuerda quién escribió por primera vez el acrónimo “diputrucho”, pero le parece que el término está muy bien logrado.
Tras la entrevista, Vidal -decano de los periodistas parlamentarios- se reconoce satisfecho: “Misión cumplida, el diputrucho tiene quien lo recuerde”, dice.
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