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Rosario López Seco vive en pleno campo bonaerense, a unos diez kilómetros de la ciudad de Brandsen. Desde hace diez años tiene allí su casa, unos perros que saludan felices a los visitantes, un nuevo gallinero, el tambo y una flamante fábrica de quesos. Esa fábrica se llama El Abascay y, con menos de un año de vida, ya les vende productos a algunos de los mejores restaurantes de Buenos Aires.
Mario, el padre de Rosario, fue quien comenzó con los tambos a mediados de siglo XX. “Llegó a tener su propia fábrica de leche en polvo, crema y dulce de leche. Pero la Argentina es complicada y se fundió. En 1969 cerró la fábrica, remató las maquinarias y con lo que sacó empezó de nuevo, levantando varios tambos pequeños y vendiéndole la leche a Gándara y a La Serenísima”, cuenta Rosario.
La leche en Argentina y sus grandes crisis
La historia de El Abascay es la de una familia, pero también es la historia de la leche en Argentina y la de sus grandes crisis económicas. En el año 2000, a punto de volver a fundirse, entre los diez hijos de Mario se distribuyeron las tierras familiares. Rosario, que había estudiado veterinaria (pero que embarazada de mellizas tuvo que dejar la facultad) se quedó con una parte. A lo largo de las últimas dos décadas varias veces debió vender terrenos, alquilar otros, asociarse con sus hermanos o separarse para sobrevivir. Hoy posee 160 hectáreas de campo, le alquila otras 190 a un hermano, y con eso alimenta a 160 vacas de las razas Holando y Jersey. Fueron años de inversiones, de riesgos, éxitos y fracasos. “En un momento con mis hermanos pusimos una fábrica de leche pero nos fue muy mal. La gran industria siempre te pisa la cabeza: los vendedores iban a los comercios y si veían que tenían nuestra leche (la marca era Cañada Chica), entonces no les bajaban el resto de los productos. Nosotros eramos muy chicos, no podíamos defendernos”.
Una familia de mujeres
Rosario tiene tres hijas: Consuelo, Lucía y Josefina. La primera en acercarse al tambo fue Consuelo. Ella vivía en Buenos Aires, había estudiado Recursos Humanos, trabajado en una editorial y también en gastronomía. “Precisaba un cambio y en 2018 me vine para acá”, cuenta.
“Al principio todo era difícil. Con mamá compartíamos un solo vehículo entre las dos, yo vivía en Brandsen, ella acá, el camino se inundaba”. Fue Consuelo la que, junto con Rosario, comenzaron a darle forma a la fábrica de quesos. La idea arrancó por una propuesta de una de las principales empresas lácteas del país, que buscaba leche orgánica para un nuevo producto. Entusiasmadas comenzaron el proceso de reconvertir el campo en orgánico, investigando y capacitándose en el INTI, modificando rindes y evitando agroquímicos. Tras varios meses, cuando debían empezar a vender esa nueva leche agroecológica (la certificación demora dos años y todavía está en proceso), la empresa canceló el proyecto. “Nos querían pagar la leche al mismo precio que la común. Ahí decidimos independizarnos. Es también algo filosófico: cuando tu único comprador es la industria, pasás a ser un simple proveedor de leche: ellos vienen, la levantan, se la llevan, te dicen cuánto y cómo te pagan. Vos no decidís nada”, cuentan. Luego se sumó Lucía, con un proyecto de huevos frescos: junto con su pareja reconvirtieron un galpón en un amplio gallinero, donde cada noche duermen más de 500 gallinas coloradas, las mismas que durante el día caminan libremente por el campo. Finalmente se sumó Josefina: ella es nutricionista y se encarga de certificar legalmente la fábrica de quesos, además de colaborar en el armado de los pedidos.
Un cambio orgánico
Una vez más, como tantas veces lo hizo Rosario en su vida, era comenzar de cero. Con el tambo en plena crisis económica, vendió sus “ahorros”, un par de vacas negras que guardaba para emergencias, y con eso pagó deudas. Con un crédito bancario compraron una camioneta, con otro arrancaron la pequeña fábrica. “No sabíamos qué tipo de queso íbamos a hacer, no teníamos un plan armado, sino que lo fuimos descubriendo a medida que avanzábamos. Fue un proceso de prueba y error”. Ser orgánicos se convirtió en un desafío pero también una oportunidad de crecimiento más personal, más allá de lo económico. “No soy una fundamentalista, hace un par de años incluso usaba glisofato si lo precisaba, pero siempre intenté no abusar. Ahora estoy en un grupo de aprendices de agroecología y el desafío es fantástico, me divierte y me obliga a aggiornarme todo el tiempo”, dice Rosario.
Armarse de acuerdo a las necesidades
Donde había una oficina, pusieron el laboratorio. En una habitación están armando una mini fábrica de dulce de leche. Hay una segunda cámara de maduración en construcción, donde los quesos se guardarán desde unos pocos días a varios meses según la variedad, siempre entre los 11° y los 13° grados y con 85% de humedad. La actual sala de maduración se convertirá en el espacio de envase. “Al principio éramos nosotras dos para todo, elaborábamos, envasábamos y de ahí me iba a hacer las entregas. Era un delirio”, recuerda Consuelo. No son recuerdos lejanos: era así hace unos pocos meses atrás. Ahora trabajan allí 15 personas, entre el tambo, la quesería, el campo, el gallinero. Cada día obtienen 3500 litros de leche, que enseguida pasan a la fábrica donde Ángel, el maestro quesero, arranca el proceso de convertir todo ese líquido en quesos.
Gouda, sbrinz, sardo, tybo. También, una muy buena ricota, un halloumi perfecto para hacer a la plancha, un queso cremoso, los saborizados y el campeche (un queso semiduro que preparan en honor a un tío). Y la manteca, perfecta y cremosa, hecha tan sólo batiendo la nata de la leche recién pasteurizada. Esa es la oferta de El Abascay, a la que se suman los huevos de campo y una miel floral y dorada, también de la misma zona. Todo esto se puede comprar en la tienda online, con entrega a domicilio en Buenos Aires, pero también encontró un camino gastronómico en restaurantes muy reconocidos, como Anafe, Julia o Anchoíta. En La Plata, La Mantequería recibe huevos y leche cada semana, lo mismo Villa, una excelente panadería de Villa Pueyrredón.
Son mujeres al mando de un proyecto familiar. “Cuando empecé, siendo todavía joven, ser mujer lo hacía todo un poco más difícil. El campo es un mundo masculino, a muchos no les gustaba nada que una chica de veintipico de años les diga qué hacer. Hoy veo que a Consuelo le pasa parecido. Por suerte, como a mí, a ella tampoco le falta carácter. Además, no es que venimos de la oficina a ver qué están haciendo, sino que acá todos trabajamos a la par: yo soy siempre la primera en llegar a la fábrica”, dice Rosario, con esa seguridad de quien sabe que el campo no es fácil, pero que a la vez es lo que más ama en el mundo.
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