Las desventuras del escritor seco
Después de que The New Yorker lo definiera como "la nueva estrella de la literatura latinoamericana", el autor chileno se aleja de los motes consagratorios y habla de su obra literaria. “En el comienzo siempre hay alguna clase de traición”
SANTIAGO, CHILE
Al final de esta historia, el chico que va en la micro se va a vivir a Nueva York para escribir un libro sobre cementerios. Gana una beca y se muda de Chile a Norteamérica, donde le darán una oficina en algún lugar de Manhattan. Antes, sin embargo, el chico que va en la micro se sienta en la fuente de soda Las Cabras, en el barrio de Providencia, Santiago de Chile, y contesta preguntas frente a un grabador al que llama "esta huevada", o más bien: "esta weá". Mira amablemente y piensa. Hay frases que le salen redondas y otras que tiene que buscar. Y al final, cuando escucha que su entrevistador se va en subterráneo para el barrio de Las Condes, le advierte que el transporte público a esas horas es algo parecido al infierno. "Pero no creo que tengas problemas –dice–. Supongo que estás a favor del roce." Y sonríe, como si en la micro de pronto se liberara un asiento y él ya no tuviera que viajar parado.
"Yo no sé cuál es la belleza de Santiago. Hay quienes dicen que lo mejor que tiene es que queda cerca de Valparaíso", dice Alejandro Zambra desde el otro lado de la mesa. Acaban de dejar una leche asada, algo así como un budín de pan, y su cara expresa la misma satisfacción que unos segundos antes. Su felicidad, cuando se trata de lo evidente, se manifiesta de manera suave, sin gestos ni palabras grandilocuentes. Separa un bocado, lo lleva a su boca. El escritor come un postre mientras piensa qué le gusta de su ciudad. "Hay una belleza que no te va a tocar, que es la del día después de la lluvia. Es muy lindo, serán cinco días en el año. Ver todo el tiempo el smog y la sensación de estancamiento… y de pronto la lluvia lo barre."
Nació en septiembre de 1975. Es hijo de un padre informático y de una madre que estudió programación. Por estos días, va mucho menos en la micro y bastante más en el metro. Da clases de literatura en la Universidad Diego Portales. En 2007, a los 32, fue parte de Bogotá 39, un encuentro que reunió a los 39 escritores menores de 39 años más prometedores de América Latina. Él entró en el grupo por un librito de pocas páginas que escribió a los 28 y que de pronto llamó la atención en el mundo literario. Al final de esa historia Emilia moría y Julio seguía vivo, pero entre medio pasaban un montón de cosas minúsculas y luminosas, como que el protagonista se ponía a criar un bonsái y dejaba de lado la literatura. Hoy muchos creen que porque Bonsái era así de breve y perfecto, a él sólo le gustan los libros cortos. Otros creen que porque fue poeta antes de novelista, a él sólo le gustan los libros cortos. Y hay otros que creen que porque después de Bonsái escribió otro libro igual de breve y luminoso llamado La vida privada de los árboles, a él sólo le gustan los libros cortos. Pero no es así. Sucede que, como dice el epígrafe de esa primera novela, "el dolor se talla y se detalla".
"Tengo Bonsái siempre al lado de mi cama", dice de pronto Juan Pablo Mellado, dueño del restaurante Las Cabras y amigo de Alejandro, que se sienta con nosotros y hace un chiste sobre la manera de hablar de argentinos y chilenos. "Una de las principales diferencias es que acá el quiosco se llama minimarket, y allá se llama maxiquiosco’", dice entre risas, a la vez que explica que seco o medio ("un escritor seco", por caso), en Chile son formas del elogio. Zambra se entusiasma y se suma: "¿Ya te conté el chiste de argentinos? Está un tipo tirado en su casa todo moretoneado, se le acerca la mujer y le dice ¿qué te pasó? Es que iba por la calle, me confundieron con un argentino y comenzaron a pegarme, dice. ¿Y por qué no te defendiste?, pregunta la mujer. Es que me encanta que le peguen a esos huevones". Y ríe. Y reímos. A todos nos gusta burlarnos de algo.
Cuando publicaste Bonsái venías de publicar Bahía Inútil (1998) y Mudanza (2003), dos libros de poemas. Se suele hablar de la distancia entre poesía y prosa, o entre poetas y novelistas, pero en tu caso, como en el de Bolaño, pareciera que se alimentan mutuamente.
Yo sentía que con Mudanza el vaso se había derramado y ahí estaba la prosa. Bueno, y ése es como el tema de Bonsái. Esta paradoja de fijar, de querer contener, pero también de aferrarse a algo. Y también estaba el juego, el humor, que para mí también es muy importante, aunque me he dado cuenta de que mucha gente no lo nota tanto. Pero en el fondo esa ironía 0.1, que luego puede virar a la parodia o al sarcasmo como punto máximo, es el 0.1 que te permite hablar sin empantanarse en la seriedad. Porque en el fondo estaba la seriedad ahí, y había que huir y no sabíamos cómo. Reírse de uno mismo era una forma. Pero reírse de uno mismo, honestamente, es bien difícil. Implica mirarse mucho y aceptar un montón de cosas que no son fáciles de aceptar.
El chico tiene entre once y doce años. Va en el colectivo, en la micro. Hace pocos minutos, en una clase de filosofía, o en una lectura en un recreo, o en una epifanía adolescente, el chico descubrió que lo habían engañado. Durante años se fue a dormir pensando que Dios miraba todo lo que hacía, lo vigilaba, lo premiaba, lo castigaba. De pronto, Dios dejó de existir, o él dejó de creer en su existencia, en la religión, y todo su mundo cambió de forma. Entonces va en la micro y mira a las personas en los otros asientos, y piensa que cada una tiene una vida distinta. Es inconquistable: todo ese universo a su alrededor y ningún Dios. Y se le ocurre, aunque no lo piensa en estos términos, que él mismo puede ocupar su lugar. Y se pone a imaginar esas vidas de los otros. Y descubre, al poco tiempo, que hay un montón de otras personas imaginando las vidas de un montón de otras personas. Se llaman escritores, descubre, o más bien redescubre. Y así como el comunismo en Rusia reemplaza las iglesias con las sedes del partido, él las reemplaza con literatura. "Miraba la gente e imaginaba sus vidas: ¿volverán a sus casas?, ¿van a cenar o no?, a lo mejor están peleados, a lo mejor están felices, van a ver tele. Me pareció abrumadora y a la vez muy atractiva esa idea de que cada uno tenía una vida. Algo muy obvio, pero creo que literalmente así termina Formas de volver a casa, así o con una imagen muy parecida. Una idea que tengo constantemente. Suena mal, porque es como ponerse en el lugar del otro, que es algo bueno. No estoy diciendo exactamente eso, sino algo un poco más ligado a la curiosidad. Más ligado a la disidencia de uno mismo, que es algo que siempre me interesó."
Tu literatura, sin embargo, no parece tan disidente de tu persona. Uno, al leerla, tiene la sensación de estar leyendo relatos muy verdaderos.
Es que la ficción no se opone a la verdad. Y como vengo de la poesía, no estoy tan relacionado con esas cuestiones. No sé si a un poeta le suelen preguntar tanto eso, si su obra es autorreferencial o no. De todas formas, la autobiografía es el género más sospechoso de todos. A mí me aburre cuando el narrador le está hablando a La Literatura. Me interesa la idea del narratario. Siempre le estás hablando a alguien, alguien que existe o no existe, da lo mismo.
¿Cómo era aquel tiempo en el que sólo eras poeta?
Era todo muy intenso y nos peleábamos mucho por cualquier cosa, por un adjetivo tal vez. Recuerdo una vez una larga discusión hasta las seis de la mañana. El tema de la pelea era en qué momento una palabra nueva podía entrar a un poema, empezar a ser usada. Por ejemplo computador, que en ese momento, comienzos de los noventa, era una palabra nuevísima, sospechosa de modernidad.
La edición del 22 de junio de 2015 de la revista The New Yorker incluye una larguísima nota sobre él. Bajo el título Story of my life, y el subtítulo Alejandro Zambra: Latin America’s New Literary Star, el periodista James Wood hace un profundo recorrido por su obra. Habla primero de su último libro de cuentos, Mis documentos, y luego analiza sus tres novelas: Bonsái, La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa.
Además de cierto matiz consagratorio, del que Zambra descree (y se muestra incómodo ante la sola sugerencia de tal cosa), la publicación de su nombre en la prensa estadounidense no sólo acompaña a las traducciones de sus libros sino a una beca que el escritor acaba de recibir. Como parte de un trabajo que está realizando, en 2016 se irá a vivir a Nueva York a seguir investigando y escribiendo. El libro se llamará Cementerios personales y hablará, por supuesto, de las bibliotecas.
¿Cuál es la pérdida inicial que puede a uno derivarlo a la literatura?
Creo que uno pierde la inocencia. Y en el fondo habría que tratar de recuperarla, sin olvidar que la perdiste. Esa es la sensación. Inocencia en el sentido de creer en las cosas en las que estaría bueno creer, como el amor, o confiar mucho en la gente que te rodea. Yo creo que en el comienzo de la literatura siempre hay alguna clase de traición.
¿En tu vida han sido lo mismo la literatura y la escritura?
No. La literatura te proporciona esa ilusión de salvación, de fundamento, que es falsa pero sirve por un tiempo. La escritura en cambio para mí es un rato en la mañana, algo un poco pedestre, un momento que no le importa a nadie. Eso para mí es escribir.
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