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Cuando cumplió 17 años, Melissa Rollhauser se fue de su casa en Santa Cruz para estudiar en Buenos Aires. Desde chica le gustaba la pastelería: en el jardín de infantes incluso se disfrazaba con gorro de cocina y delantal blanco y a los once años ganó un concurso de decoración de tortas, donde todos los demás competidores eran mujeres adultas. Pero nunca había imaginado convertir esta pasión en una carrera profesional. “Estudiar pastelería no era algo común, tenías que anotarte para ser chef y a mí lo salado no me interesaba… Así que me decidí por abogacía”, cuenta. Más allá de una primera ayuda de sus padres para pagar el alquiler, Melissa precisaba trabajar para mantenerse: primero entró como meritoria en un juzgado, y un par de años más tarde, en 2006, la contrató una de las principales empresas petroleras del país, donde creció y armó una carrera exitosa. Realizó posgrados en petróleo y gas y se especializó en temas como contratos, cotización en bolsa y obligaciones negociables. Con quien hoy es el padre de sus hijos (y actual socio) construyó una historia exitosa de clase media, con departamento en Caballito y casa de fin de semana.
El tercer hijo y la necesidad de un cambio
“Joaquín nació en 2012. A los dos meses de haber nacido, yo estaba de vuelta trabajando. Al año siguiente vino Camila, y también me tomé una licencia muy corta. Cuando nació Sofía, en 2016, me di cuenta de que no podía más, que ya no quería seguir con ese ritmo”, dice Melissa. “Quería trabajar desde casa dos días a la semana, pero hasta que sucedió esto de la pandemia algo así no era bien visto. Yo llegaba a 8 de la mañana y me iba a las 5 de la tarde, no dejaba el escritorio siquiera para ir a comer. Mi jefe venía a las 10, luego se iba a almorzar dos horas, volvía y se quedaba hasta las 8. Y cuando era la hora de irme, a la tarde, me miraban mal, como si trabajara de menos. Siendo madre, además, ya no me veían como una posible gerenta, no importaba si me rompía el lomo, el puesto era para varones. Entonces pedí una reducción horaria para poder estar más tiempo en casa con mis hijos. Trabajaba menos horas, a la vez cobraba menos, y aun así me trataban como si yo estuviese en deuda con ellos”, admite.
Once años trabajó Melissa en la petrolera. El trabajo le gustaba y ganaba bien. Dejarlo no fue una decisión fácil. “Desde los 17 años gané mi propia plata, ahorraba y cuidaba el dinero para pagar mis gastos. La decisión de renunciar no se basó en aspectos económicos, sino en lo que sentía que era lo mejor para mi familia. Hablé con mi pareja, en 2017 renuncié y empecé a estudiar pastelería”.
En esos años Melissa armó un taller sobre su departamento en Caballito, para vender tortas a pedido. Tenía buenos clientes pero el trabajo era muy intenso, con muy poco margen de ganancia. Luego recuperó una receta de su abuela paterna, Catalina, de unos alfajores de maicena. Catalina falleció hace unos quince años; era una inmigrante rusa alemana que vivía en Darregueira, la colonia alemana ubicada en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires. Era una gran cocinera pero nunca permitía que la vieran preparando los platos. “Cuando éramos chicos y la visitábamos, yo la espiaba sin que se diera cuenta. Ella era terrible, era muy celosa de sus recetas. Con lo que aprendía a escondidas, empecé a hacer sus alfajores de maicena, a prueba y error, hasta que logré el mismo sabor”.
Una receta familiar secreta
Poco antes de que empiece la pandemia, Melissa comenzó a vender esos alfajores de maicena a amigos y por Instagram, mientras ensayaba recetas de los clásicos alfajores marplatenses. “La base es siempre la misma, lo importante siempre es encontrar un sabor propio, algo que te diferencie. Quería que al morderlos sientas el mismo sabor que tenían los alfajores 30 o 40 años atrás. Para eso trabajé en los ingredientes de las tapas, también en el dulce de leche del relleno. Soy como mi abuela, la receta es secreta, no te la puedo decir”, cuenta.
Con el aislamiento obligatorio, la demanda creció de golpe. Encerrada en sus casas, la gente tenía necesidad de conseguir cosas ricas que ayuden a calmar los miedos y la ansiedad. En ese contexto, los alfajores resultaron el producto perfecto, mezcla entre comfort food, capricho dulce y golosina familiar. Lo que comenzó como una prueba, elaborando unas pocas unidades a mano, se convirtió en un negocio. “El padre de mis hijos fue el primero en creer en los alfajores. El año pasado, en el día de la madre, le dije que iba a invertir mis ahorros en comprar una dosificadora, para poder rellenar más rápido las tapas. Él me apoyó y me regaló la bañadora, para mejorar la parte del baño de chocolate. Luego vimos que era necesario también un túnel de enfriamiento. Y como es túnel medía como diez metros, el taller de Caballito ya nos quedaba chico. Entonces empezamos a armar en conjunto la fábrica en Luján”, cuenta.
A Melissa le gustan los idiomas y juega a buscar traducciones de distintas palabras que la seducen. Así encontró el nombre para su proyecto, Ghaniun, que significa rico en árabe. Para construir la fábrica invirtieron sus ahorros, logrando inaugurarla a mediados de este año. “Lo más difícil fue replicar el mismo alfajor casero de siempre, pero ahora con más tecnología, con un horno más grande y en cantidades mayores. Regalé miles de tapas a comedores sociales, porque no lograba el punto que quería.”, explica Melissa. “Ahora falta el último empujoncito, el packaging final. Lo tengo diseñado y espero poder lanzarlo antes de fin de año. Parece algo simple, pero todo implica inversiones importantes para una empresa pequeña como esta. Comprar e imprimir el packaging sale medio millón de pesos…”.
El gran protagonista de Ghaniun son los alfajores: son de tamaño generoso, pesan unos 90 gramos cada uno (contra los 60 gramos típicos de los de kiosco). Sus tapas son húmedas y sabrosas, e incluyen rellenos varios. El más vendido es el clásico (de dulce de leche bañado en chocolate semiamargo), le sigue el cubierto de merengue azucarado y ahí nomás está uno de los mejores, el de chocolate blanco con tapa de nuez y relleno de dulce de leche con licor. Hay también de maní y chocolate con ganache de chocolate y el de crema Bariloche al ron, entre otros.
Melissa tiene fanáticos incondicionales. Uno de ellos era su otra abuela, Olga, que falleció en 2020. “Ella era amante de mis dulces. Esperaba mis mentitas caseras bañadas o alfajores cuando la visitaba. Ya no veía, pero con un chocolate era la más feliz del mundo y me hacía sentir especial. Se fue mientras le cantaba su canción sosteniendo mi mano y la de su hija, mi mamá”, escribió Melissa a modo de homenaje en su cuenta de Instagram. También sus hijos aman sus alfajores, en especial el mayor. “Si un día me voy a repartir a Buenos Aires y no dejo ninguno en casa, me escribe por teléfono enojadísimo. Es mi fan número uno”.
De unos cien alfajores a la semana, ahora fabrican entre 1000 y 2000, depende de la demanda. “Muchas veces le pedí ayuda a mi mamá porque no dábamos abasto”. Hoy, con todo habilitado, ya con el Registro Nacional de Productos Alimenticios (RNPA) y el Registro Nacional de Establecimientos (RNE) asignados, la idea de Ghaniun es crecer llegando a distribuidores más grandes, tiendas e incluso algún supermercado en el interior. “A veces duermo tres o cuatro horas en un día, es mucho el esfuerzo. Mi sueño es tener algún día una cafetería con la marca Ghaniun”, dice Melissa. El sueño de una abogada que dejó los contratos y el horario de oficina para convertirse en pastelera.
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