Puedes imaginar que vuelas, puedes imaginar que galopas. La leyenda de la Asociación Argentina de Calesiteros y afines es toda una declaración de principios. Acaso esa máxima sea la piedra basamento que guió la pasión de Luis Rodríguez a lo largo de décadas. Don Luis, como lo llamaban todos, no fue un calesitero más. Hizo de su oficio, una forma de vida. Como tantos. Ofrendó su vida a esa fantasía giratoria de caballos, avioncitos y autitos multicolores. Pero, sobre todo, dio todo por los niños. Quizás, porque nunca se casó ni tuvo hijos, allí, en su amada calesita, encontraba la razón de su existir. Don Luis, como lo llamaban todos, vivió 93 años. Y tal era su pasión por su calesita que no dudó en montarla sobre el propio jardín de su casa en Liniers, justo en el límite con Villa Luro. Allí, en la esquina de Ramón Falcón y Miralla, aún da vueltas desafiando el paso del tiempo gracias al entusiasmo heredado por José Luis Rodríguez, ahijado de Don Luis. "Lo mejor de este trabajo es ver feliz a los chicos, por eso lo hacemos. A esta calesita ahora llegan abuelos y bisabuelos que venían cuando eran niños. Por acá pasaron cuatro generaciones", explica Rodríguez quien se dedica, de lunes a viernes, a otros menesteres, pero espera ansioso el fin de semana para levantar la lona verde y hacer girar la ilusionada maquinaria.
Don Luis Rodríguez nació un 4 de noviembre. Es por esa razón que, en esa fecha, se celebra el día del calesitero. Falleció en 2013, un 28 de junio, víctima de una neumonía. Hasta poco antes de morir, estuvo allí. Firme. "Abría de lunes a lunes, aunque no hubiese nadie. Se ponía a charlar con los vecinos que pasaban por la puerta o a hacer el mantenimiento de la calesita. Le gustaba que estuviese impecable. Jamás lo vi de mal humor ni enojado. Siempre sonriente. Cuando llegaban los chicos, se volvía loco", explica su ahijado.
Vivir en la calesita
Casi el sueño del pibe. ¿Quién no soñó con quedarse por siempre allí dentro? Día y noche. No hay niño que no haya fantaseado con hacer de la calesita su guarida eterna. Don Luis lo logró. Él vivió con la calesita dentro de su casa. Y la calesita vivió en él. Pero no siempre fue así. "La calesita original la compró usada el padre de Don Luis en el año 1920. O sea que esta calesita tiene más de cien años", confirma su actual propietario.
Originalmente, cuando aún vivía el padre de Don Luis, salían de gira por las kermeses de los pueblos. Iban seguido a 25 de Mayo y Saladillo. Desarmaban la calesita y la subían al tren. "Con los años, tuvo algunas modificaciones. De hecho, el techo original era de lona y no de chapa como el actual. Estuvo en Floresta, frente a la estación. Y, también, en la avenida Álvarez Jonte y Baigorria. Pero, una vez le robaron la lona así que decidió llevársela a su casa para tener mayor seguridad. Este era el jardín de la vivienda. Cuando la trajo, tuvo que achicarle el diámetro para que pudiese entrar. Desde 1965 que arrancó acá, nunca más paró".
La casa de Don Luis es sumamente bella. Y conservada en perfecto estado. "El nació en 1919 y llegó a esta casa en 1924. En ese entonces, esto era un baldío, no había luz, y los alrededores eran puro campo. Enfrente había un mirador desde el que se podía ver hasta la estación Once. En lugar de gente, había vacas y sembradíos", explica Rodríguez. Paredes de principios de siglo pasado, pisos de madera lustrosos, celosías, y la inconfundible disposición de cuartos ventaneando hacia el patio permiten imaginar la vida de Don Luis junto a su madre: "Ella estaba muy enferma y el la cuidaba mientras atendía la calesita. Pero no dejaba que nadie lo ayude. A mí me decía que tenía que salir a pasear con mi mujer y mis hijas. No quería que yo me pasase los fines de semana acá. Hasta seis meses antes de morir, él mismo se encargaba de todo", explica su ahijado quien, de todos modos, heredó la pasión y hoy transcurre sus sábados y domingos recibiendo al piberío del barrio y alrededores porque la fama de la Calesita de Don Luis trasciende Liniers y Villa Luro. "La gente se muda, pero sigue viniendo. Acá nos conocemos todos, es como una gran familia".
A pesar de los cambios en el paradigma de diversión de los niños, tecnología mediante, aún la calesita resiste con hidalguía. Es que forma parte de la vida de todos. Y de la cultura popular de una ciudad que cuenta con más de sesenta y que las considera de valor cultural, según la Ley 2554 de la Legislatura porteña que las protege y venera. Cuando Don Luis llegó a las 90 primaveras, el Gobierno de la Ciudad le obsequió una torta de 90 kilos. Y los vecinos se amucharon para cantarle el feliz cumpleaños. Pura emoción. Esos mismos vecinos son los que cuando el prócer del barrio falleció no dudaron en encender velas y dejar cartas pegadas en la verja que separa el predio con la calle.
Una historia de ilusiones
"En los comienzos andaba con un caballo. Cuando el animal escuchaba la canción que emitía el organito, la hacía girar. Cuando paraba el organito, el caballo paraba. Una vez vino un hombre con una armónica y tocó la misma melodía, pero el caballo ni se movió. Solo lo hacía cuando sonaba el organito", explica el heredero de esta tradición. Aquel animal se llamaba Rubio. Hoy, su nombre está impreso en uno de los caballitos de la calesita a modo de recuerdo. Luego funcionó con un motor a explosión de auto. Y ahora a electricidad.
A lo largo de las décadas, las anécdotas sobran. Una tarde, un niño quedó atascado en el piso de un avioncito sin poder salir. Desde aquella vez, Don Luis hizo que todos los asientos sean rebatibles para un escape perfecto. Él también se encargaba de la pintura de los cuadros y de tallar los animalitos de madera. Todos siguen girando como desde hace décadas. Acá no hay acrílicos, todo es de madera original.
Como toda calesita, a un costado se levanta la casita con los controles de mando y que también oficia de boletería. En verdad, aquí no hay boletos sino fichas especialmente diseñadas por Don Luis. La palanca de mandos está rodeada por un escaparate que alberga una bandeja tocadiscos, un reproductor de casetes y otro de discos compactos. "Todos funcionan", dice Rodríguez quien se crió en una casa enfrentada a la de su padrino quien lo llevaba en bicicleta hasta la estación Floresta para que pudiese jugarse algunos picados mientras él atendía la calesita antes de ser mudada al hogar de la calle Ramón Falcón 5990.
Como no podía ser de otra manera, la sortija, también diseñada por Don Luis, es la recompensa más esperada por los chicos que apelan a su habilidad para ganarse una vuelta gratis. Tres minutos más de ilusión, fantasías, de creerse jinetes, aviadores o pilotos. "Con la sortija me divierto yo más que los chicos", bromea José Luis. Cada tarde de fin de semana, en esta casa centenaria se respira imaginación, como si se tratase del mejor cuento cobijado en un libro giratorio.
Heredar la pasión
"Cuando Don Luis partió, me daba lástima que se cerrara. Además, su deseo era que la calesita siguiese funcionando de alguna manera. Lo hablé con mi familia y mi señora me estimuló. Así que el día del niño del año que falleció Don Luis la pusimos en marcha nuevamente. Siempre me atrajo la calesita, y me gustan mucho los chicos", dice este hombre papá de dos nenas ya grandes.
Tal es el arraigo en la cultura de la ciudad que las calesitas han participado en la noche de los museos. Y, desde hace algunos años, el Gobierno de la Ciudad les cobra un canon a los propietarios. De esta forma, se aseguran la permanencia en los predios que ocupan sin la volatilidad de antaño. El arte les consagró páginas notables. No fueron pocos los poetas que le dedicaron sus versos como aquellas estrofas de Mariano Mores y Cátulo Castillo que voceaban ese nostálgico "vamos que nos espera con tu pollera marchita, esta canción que rueda, la calesita".
Se dice que nacieron en Turquía. Y que eran utilizadas por los guerreros turcos y árabes, alrededor del año 1100, para adiestrarse con espadas de madera y lanzas, y lograr ensartarlas en las figuras que representaban al enemigo. Se trataba, básicamente, de adiestramiento de jinetes, por eso las primeras figuras de las calesitas fueron los caballos. De esa misma época data la sortija. Y de esos tiempos es el origen de la palabra "carrusel" que proviene del italiano "garosello", que se traspoló al español "carosela" y cuyo significado es "primera batalla". Hoy, carrusel es el plato giratorio que solo contiene caballos, mientras que las calesitas ofrecen una variedad mayor de atracciones como aviones, autos, naves espaciales. Tal es la sofisticación actual que hasta las hay de tres pisos y con ascensor incorporado.
"Esta es una vocación que se hereda. Hay gente que tuvo a sus abuelos calesiteros y ellos siguen con la tradición. Los chicos jamás dejan de elegir la calesita. Los pibes se suben a un caballo y sienten que es un animal de verdad. Y en los autitos creen que juegan carreras reales. Ahora son más chiquitos. Los padres traen a los bebés porque, en realidad, quieren subirse ellos. Es muy lindo todo lo que sucede. Para mí es una terapia abrir la calesita. Estoy acá y es como si estuviera con Don Luis. A veces hasta le charlo y lo imagino ahí adentro arreglando el motor", se emociona José Luis Rodríguez, mientras se apresta a levantar la gran lona y dejar, una vez más, que ese mundo de ilusiones seduzca y encandile a chicos y no tanto. En un rato, sortija en mano, otra vez se volverán a escuchar las risas de los pibes. Y Don Luis, sobrevolando la calesita, sonreirá tranquilo, sabiendo que en el patio de su casa, su calesita sigue girando.
La calesita de Don Luis. Ramón Falcón 5990 esquina Miralla. Abre los sábados y domingos desde las 17 hs.
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