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“Abrimos y ese primer sábado vinieron 150 personas. No lo podíamos creer. Abrimos la puerta con una reja y una ventana rotas, estábamos todavía probando cosas, aprendiendo, y fue un caos. Vino mi familia a visitarme y lo puse a mi hermano a trabajar, mientras yo cortaba más panceta y pelaba los huevos”, recuerda Roy Asato, creador de Orei, el local de ramen más exitoso de la Argentina. Un puestito callejero perdido en un pasaje mínimo de Belgrano que está reescribiendo la historia del más famoso de los caldos japoneses en nuestro país.
Es un jueves fresco de otoño: Roy está sentado en el borde de un cantero detrás de la renovada estación de tren de Belgrano C. El sol le pega en la cara, viste con un gorrito térmico, un buzo con inscripciones japonesas y dos grandes borceguíes oscuros de cordones amarillos. Lleva la barba cortada al ras y tranquilamente podría pasar por uno de esos personajes modernitos de una serie que transcurra en calles neoyorquinas. Sus rasgos muestran la genética nipona mezclada con europea. “Somos mezcla. Mis padres nacieron en Argentina; mamá -de ella viene el apellido Asato- es hija de japoneses; papá -Domínguez- tenía padres españoles. A ambos les gustaba mucho cocinar. Papá amaba los platos de olla, mondongo, lentejas. Mamá hacía los platos más preparados, milanesas y eso. Pero la lógica de la comida era siempre la de una comida japonesa: además del plato principal siempre había algo fresco (ensalada, pickles), gohan (arroz), una sopita o caldo, y fruta de postre. Esa estructura es la esencia de la cocina japonesa”.
Un cliché: tener una tintorería
Los padres de Roy se conocieron dentro del rubro tintorero. El papá trabajaba en una tintorería de una familia japonesa, la mamá también tenía tintorería, y en un encuentro nació el amor entre ellos. Años más tarde una pareja amiga los convence de abrir juntos una rotisería en el garage de la tintorería familiar. La llamaron New Okinawa. “El cocinero era un chino amigo de ellos. Hacían pollo al spiedo, vitel tonné, lengua a la vinagreta y salteados al wok. Yo tenía 11 o 12 años y me la pasaba ahí adentro, armaba paquetes, ayudaba en lo que podía. Y el chino me preparaba unos buñuelos de pollo frito agridulce que eran la gloria”.
Finalizaban los años 90 y la cocina japonesa -con el sushi como bandera- comenzaba a revolucionar la escena porteña. Cuando terminó la secundaria Roy no sabía si seguir su costado nerd y estudiar computación o dedicarse a la cocina. Ganó la segunda opción. Sus hermanos ya trabajaban en El Molino (junto a Morizono, uno de los pioneros en cocina japonesa moderna) y él empezó a cubrir allí las vacantes de vacaciones. “Aprendí mucho repitiendo lo que veía que hacía el cocinero. Entendí que con un poco de inteligencia podía ser realmente útil”, cuenta. De El Molino pasó a Miyako (“tenían un cocinero japonés que me apadrinó”). Y después comenzó a trabajar en Sensei, un local de sushi en horqueta dirigido por Pablo Nohara (actual propietario de Hikaru). “Pablo venía de Morizono, de Dashi, del Danzón. Él era una referencia de calidad, estar a su lado era puro aprendizaje”.
Durante la entrevista, Roy Asato menciona mucho a Edgard Kuda, su primo y actual dueño de Kuda, uno de los mejores omakase de Buenos Aires: de algún modo Roy fue siguiendo los pasos de Edgardo en distintas cocinas de la ciudad. “De chicos con Edgard éramos los distintos, los raritos. Mientras que otros primos estaban siempre en los círculos de la colectividad, nosotros estábamos más abiertos a Occidente. Creo que éramos menos conservadores”, cuenta.
Del sushi al ramen: “Veníamos de tres años de cambiar la plata”
En 2013 Roy abrió con socios una franquicia de Samurai, en Olivos, local que poco más tarde se convirtió en Asato, llevando su apellido a la marquesina. “En 2016 estaba trabado, sentía que nada evolucionaba. Veníamos de tres años de cambiar la plata, de luchar todos los días en el local sin poder hacer una diferencia. Ofrecíamos el mismo sushi que tenían todos, era una competencia por precio que no le servía a nadie. Yo quería viajar, conocer el mundo, pero tampoco lograba hacerlo, había algo de un mandato familiar, de cuidar a la familia, de trabajar todo el día, del que no podía desprenderme. Ahí empecé a estudiar biodecodificación y constelaciones familiares. Y de pronto apareció un pasaje a España y Nueva York a un precio irrisorio, eran $4500 y lo compré. Me acuerdo que llamé llorando a la mujer con la que hacía biodecodificación para contarle”.
Ese viaje y esos estudios interiores marcaron un quiebre en la vida de Roy. En Nueva York comió ramen, en Madrid hizo una pasantía de diez días en la barra de Kabuki, un restaurante de cocina fusión japonesa española con una estrella Michelin. “Me explotó la cabeza”, dice. Al volver, muchas de las viejas trabas comenzaron a desarmarse. “Entendí que debíamos revolucionar Asato, despegar o fundirnos, pero que así no podíamos seguir”. Su nombre de pronto comenzó a circular por la ciudad, con pop ups en restaurantes amigos y en redes sociales. “Osaka mostraba el camino. En mi caso no me interesaba hacer ceviches, no era mi identidad, pero sí cambié la estética, aposté a un nikkei más cerca de Europa que de Perú. Éramos distinto a todos sin ser tan caros como otros”. De un día al otro, Asato se convirtió en un éxito que sigue al día de hoy.
Marzo 2020, comienzo de la pandemia...
Con el local trabajando a media máquina Roy se puso a hacer ramen en la casa, buscando replicar los sabores que había probado afuera. Se obsesionó con el tema, leyendo libros e internet, levantándose a las seis de la mañana para revolver el caldo, probando con distintas temperaturas y combinaciones de huesos. “Conscientemente no lo pensaba como algo comercial, pero muy probablemente algo de eso había. Cuando abrí Orei, muchos me recordaron que ya en 2015 había empezado a pensar en un proyecto así y luego lo había olvidado”. Empezó a repartir ese ramen pandémico entre cocineros amigos, para que le den su opinión. “Cuando logramos acomodar el delivery en Asato, le dije a Edgard que quería irme de viaje. Me respondió que no era momento, que la pandemia estaba en todos lados, que por qué mejor no abría ese local de ramen que alguna vez había soñado. Mi respuesta inmediata fue que no, que en Argentina era una locura, que acá todo es un quilombo. Pero a los pocos minutos me di cuenta de que él tenía razón. Esa misma semana yo había escuchado una lección de kabbalah que hablaba de la gente que piensa y que luego materializa eso que piensa. Entendí que tenía que hacerlo”.
“Acá todas cobran lo mismo y los puestos rotan”
Con Orei, Roy quiso hacer un lugar distinto, acorde al momento espiritual que él mismo estaba viviendo. “No quería un restaurante común y corriente. Yo sabía que podíamos hacer un gran producto, pero lo que me importaba era cambiar lo que sucedía adentro del lugar, las relaciones entre los que trabajamos acá. En gastronomía todo suele ser muy vertical, yo pretendía que sea horizontal”. Así armó un equipo de todas mujeres (hoy son 14 en total), que se juntan para meditar una vez al mes, que cada semana tienen clases de yoga en las barrancas de Belgrano, que participan de charlas y ejercicios de coaching “Acá todas cobran lo mismo y los puestos rotan. También hay un extra por resultados: si vendemos más, ganan más. Y cuando aparece algún problema, se consultan entre todas para lograr una respuesta grupal. No hay un papá o una mamá que resuelva todo. Esto hace que sea más complejo, que tal vez se tarde más en tomar decisiones, pero las soluciones son más profundas, más verdaderas. Y se da un vínculo entre todos que es fantástico y muy particular. No todo es fácil, pero viendo lo que pasa en otros lados, me quedó mil veces con este sistema que con el tradicional”.
Un éxito rotundo
Desde que abrió hace poco más de un año, Orei es un éxito rotundo: ubicado en el pasaje inaugurado en su momento por Pony Pizza, cada día la vereda se llena de gente joven que pide su ramen: no importa que sea verano y hagan 40º de calor; o que sea invierno y haya que estar con la campera puesta. Roy adaptó un sistema de venta donde cada comensal escanea primero un QR, hace el pedido con el teléfono y espera un rato (depende el día, pueden ser apenas cinco minutos pero también 40) hasta que lo llaman por su nombre desde un parlante. “Siempre fui un poco nerd y usé esa característica para pensar la logística, el circuito del pedido y el despacho. También en el caldo: si vendo 150 ramen, quiero que todos sean exactamente iguales. Por eso mido el brix (la densidad que se da por el colágeno) con un refractómetro y mido la cantidad de sal con medidores digitales”.
En la carta hay varios ramen cambiando caldos e ingredientes. El Miso Karai tiene una base de miso con pasta de porotos picantes chinos, que luego se mezcla con el tonkotsu (un caldo lechoso a base de huesos de cerdo) y una porción de fideos delgados hechos con una masa alcalina (más elásticos y resistentes). El plato se completa con los toppings: lonjas de panceta braseada, choclo dulce, algas de kombu salteadas, huevo con la yema apenas sólida y cebolla de verdeo. Por último se condimenta con aceite de ajo negro. Se come con palillos descartables y el caldo se toma directo del bowl. Hay también ramen veganos con caldo a base de vegetales blancos y leche de castañas de cajú. Todos son bellísimos y, más importante aún, deliciosos. Se ven familias con chicos, adolescentes que llegan en bicicleta, vecinos en una pausa de almuerzo, turistas seducidos por la fama creciente del lugar. Un plan perfecto que conquista a la ciudad porteña.
Orei: Pasaje Echeverría 1677. Miércoles a domingos de 12 a 16; miércoles a sábados de 19 a 22.30
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