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Ese mediodía de otoño estaba sentado a la sombra de uno de los árboles que estaban en su casa. Mientras pensaba, jugueteaba distraídamente con sus dedos sobre la suave Dichondra. La expresión de su rostro y su mirada abstraída, mostraban a las claras que estaba en otro mundo en el que su mente trabajaba incansablemente.
De pronto, sin razón aparente, pareció despertar de un largo letargo. Sus ojos volvieron a parpadear. Y, cada vez que eso sucedía, generalmente era porque había llegado a alguna conclusión y estaba decidido a entrar en acción. La mente de Rubén Ardosian merecía un capítulo aparte en el libro de su vida.
Rubén era como los pingüinos, pero él no lo sabía
En su diccionario personal, la palabra depresión no existía y de existir, decía: ráfaga que dura instantes. Para la palabra fracaso, el concepto era: fue y chau. En cuanto al amor, lo concebía de la siguiente manera: aquello que al primer momento desacomoda, y luego agranda a la persona. Y era para siempre. En esos temas Rubén era como los pingüinos, aunque esto el aún no lo supiera. En línea con su forma de comprender el mundo, sus amigos y amores eran escasos. Simplemente el jugaba en otra liga, ni mejor ni peor, solo diferente.
Rubén era un ser muy simple, tan simple, que no era fácil de describir comparado con otros humanos, tan misteriosos e intrincados. Rubén era un alma inquieta, y no se podía detener. La vida según consideraba, había sido amable. Aunque lo había enfrentado a momentos difíciles, también le había dado las herramientas con qué atravesarlos.
Ya en la biblioteca de su casa, comenzó la recopilación de la información que minutos atrás lo había mantenido absorto en sus pensamientos. Buscó material sobre diferentes habitantes del mundo en las distintas épocas, referencias arqueológicas, nombres de presuntos magos, hechos misteriosos referidos al tema, artículos en los periódicos en todo el mundo, fórmulas de alquimistas famosos, leyendas y más.
Quería saber si existía la magia y el resultado lo sorprendió
Era una labor ardua y tediosa, pero no para él. Poseído de la pasión del proyecto emprendido, su expresión había adquirido la característica algo desvariada de cuando se compenetraba con un tema y el mundo desaparecía. Las horas comenzaron a correr y la tarea parecía en pañales. Miró la hora y se dio cuenta de que era de madrugada. Decidió tomar un descanso. Fue a la heladera por algo para comer, pero solo encontró unas empanadas del día anterior. “Mejor que nada”, pensó. Acompañó con su Syrah favorito y un poco de música.
A la mañana siguiente continuó la tarea luego de un desayuno liviano. Ya al finalizar el día parecía haber concluido. Hizo unas pruebas, corrigió algunos errores y se dispuso a ejecutar la tarea. Trabajó en su notebook y al final sacó un resultado. Pero ¿qué era lo que buscaba Rubén? Simplemente la cantidad de probabilidades de que existieran magos y brujas. En realidad quería saber si existía la magia. Y el resultado lo sorprendió.
El porcentaje de 65% que había encontrado significaba que muy probablemente hubiera magos y por lo tanto existiera la magia. ¿Dónde estaban? ¿Qué hacían? ¿Quiénes eran? Todas esas preguntas se iban acumulando en su cabeza, y no tenían respuesta. Se tiró hacia atrás en la silla y comenzó a reflexionar, su mente comenzó a ordenarse, sus pensamientos a sistematizarse. Pensó que cuantas más personas reunidas en un lugar hubiera, más probabilidades de encontrar un mago o una bruja tendría.
¡De pronto la vio!
Miró por la ventana, era de noche, el cielo estaba gris y caía una persistente garúa, hacía algo de frío. ¿Dónde ir para matar un poco el tiempo? De repente se le iluminaron los ojos, claro, al hipermercado que tenía cercano. Sin dudarlo salió rápido a buscar su bicicleta y se dirigió inmediatamente al híper. No había demasiada gente, tomó un chango y comenzó a recorrer las góndolas. No sabía a ciencia cierta qué debía observar, aunque suponía que alguna rareza debían tener los magos y las brujas.
Estaba claro que no tenía que ver con sus ojos sino con su mente y mantenerse atento a eventos que antes pasarían desapercibidos. Ya concentrado en el nuevo método, comenzó a mirar a todos los que se encontraban a su paso en medio de las góndolas. Nada, solo gente común, ningún rasgo distintivo. Estuvo un buen rato siguiendo aquí y allá y nada. ¡Hasta que de pronto la vio!
¿Era una casualidad?
Era una joven mujer de armoniosa figura en la góndola de los quesos. No supo por qué le llamo la atención. Tal vez un aire especial, pero se la quedó mirando. Ella en un momento movió la cabeza y cruzó su mirada, tenía ojos que refulgían. El corazón le dio un brinco y un rayo atravesó su corazón. Rubén se corrió detrás de una gran pila de naranjas que había en el pasillo central, como para pasar desapercibido y desde allí seguir observándola.
Era hermosa y de aspecto delicado, mechones de cabello enmarcaban un rostro que parecía dibujado por Botticelli, o al menos a Rubén le pareció así, ya que le recordaba a Simonetta Vespucci. En esos instantes un parpadeo de la luz, seguramente producto de un fallo en el suministro de energía, oscureció el lugar. ¿Era una casualidad? Fueron unos segundos pero bastaron para que Rubén viera alrededor de la joven mujer un halo brillante y pequeñas estrellitas. ¡Era lo que estaba buscando!
Su sonrisa le pareció irresistible
Ya había decidido no moverse del lugar hasta que ella lo hiciera, la iba a seguir. Justo en ese momento pasaron dos niños corriendo una pelota. Lo tocaron y desequilibraron un poco y como estaba inclinado en extraña pose detrás de las naranjas, cayó sobre ellas. El desparramo fue total. En el piso, se puso rojo como un tomate de la vergüenza. Hasta que una voz muy dulce y cálida, le preguntó:
—¿Se hizo dañó? Y una mano muy suave lo ayudó a ponerse de pie. Era la hermosa chica que había estado observando. Él no atinaba a responder ni hacer nada. La chica continuó hablándole. Él la miraba, casi sin escuchar. Sus ojos tenían un fulgor maravilloso y su sonrisa le pareció irresistible. Al rato se dio cuenta de que no le había soltado la mano. Él no era precisamente muy hábil con las mujeres ni comprendía en lo más mínimo la mente femenina (otro hombre hubiera advertido que ella tampoco había querido retirar su mano, pero Rubén estaba en otro universo).
Ella comenzó a moverse con su chango. Él la siguió y se mantuvo a su lado. A ella no pareció molestarle, lo observaba y sonreía mientras lo guiaba en la charla. Al rato él se dio cuenta de que su chango estaba lleno. Otra vez se puso colorado pensando en la estupidez que estaba haciendo y recordando que no había traído su tarjeta ni dinero. Siguieron recorriendo las góndolas. Él estaba fascinado con la chica. Fueron con el chango al estacionamiento que estaba por debajo del híper y ella se dirigió a su auto.
¿Podré volver a verla?
—¿Dónde está su coche? —, le preguntó. Él le indicó que no había venido en coche.
— Pero está lloviendo fuerte — comentó ella — Permítame alcanzarlo a su casa, ¿dónde es?
El trató de negarse sin mucha convicción, pero ella insistió. Rubén le indicó la dirección y ella le comentó que era a tres cuadras de su propio domicilio.
— Solo le acepto que me alcance hasta su domicilio. Ya hizo demasiado por mí, luego iré caminando, le dijo.
Ella aceptó luego de observarlo unos momentos, una pícara sonrisa apareció en su hermoso rostro. Llegados al domicilio de ella, bajaron y mientras ella abría el garaje, el hombre en el colmo de su audacia y en forma bastante increíble en él, le preguntó
—¿Podré volver a verla? Mientras miraba sus increíbles ojos que brillaban más con la lluvia. Ella lo miró con una sonrisa ahora cautivadora y dijo
— Creo que sí, pero tengo que irme ahora.
Dio media vuelta y entró a su domicilio. Rubén pudo verle la inicial de su nombre bordada en un pañuelo que llevaba la letra A. Él quedó flotando, comenzó a ir hacia su casa, llovía fuerte. Desde ese momento un hechizo lo cubriría para siempre. La volvió a ver, desde luego. Y vivió junto a ella cuarenta y seis años hasta que falleció. “Tuvimos tres hijos y fuimos muy felices, la extraño mucho”.
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