Todos los que lo vieron bailar alguna vez deben haber pensado lo mismo:Julio Bocca (53) tiene alas. Sólo así se explican esos saltos imposibles en los que parecía flotar hasta acariciar las nubes, como si estuviera hecho de aire. Porque para deslizarse por los escenarios con esa ligereza, desafiando la ley de gravedad, no alcanza con el dominio de cada músculo, cada tendón y cada nervio del propio cuerpo. Tampoco con la entrega total, ni con conocer la técnica hasta el nivel de la maestría. Tiene que haber algo más. Un detalle, un toque quizás imperceptible para los no iniciados, que revele el misterio de semejante perfección. Y deben ser las alas. Sí, definitivamente: Julio Bocca es un hombre alado. Un ser bajado del Olimpo que asombró al mundo con su arte, bailó en los coliseos más importantes y, durante veinticinco años, fue un embajador cultural de nuestro país. Un ser que nunca se sintió tan leve como cuando plegó sus alas.
–Ahora que en diciembre se cumplen trece años de tu retiro, ¿seguís convencido de que fue la decisión correcta en el momento justo?
–Sí. Con el tiempo me fui dando cuenta de que había sido la decisión correcta. En ese momento lo pensé mucho y fue como decir: "Hasta acá quiero llegar, y hasta acá puedo llegar".
–¿Nunca tuviste ganas de volver a bailar?
–Por supuesto. Hubo momentos en los que me tiraba volver al escenario y en los que tuve ganas de hacer alguna cosa puntual, quizás un personaje dentro de un ballet. Pero a medida que pasan los años me siento más confiado en el camino que tomé.
–¿Sacaste la cuenta de cuántas funciones hiciste a lo largo de tu carrera?
–Mmm… número total total, no. He llegado a hacer entre doscientas y doscientas veinte al año. Al comienzo no tanto, pero a partir de los 19 años, que me incorporé al American Ballet, siempre eran ocho funciones semanales.
–¿En cuántos teatros bailaste?
–¡Ay, me tendrías que haber dicho que me ibas a preguntar esto y yo hubiera averiguado todos los datos! [Risas]. A ver… en Europa bailé en casi todos los teatros y también en festivales, festivales al aire libre y salas no tan conocidas. Lo mismo en Asia, Oceanía y América. Aunque hubo lugares a los que no llegué como bailarín, como India y Sudáfrica, y después llegué como jurado o como maestro.
–¿Te quedaron lesiones?
–Tengo nueve operaciones. En los últimos años me apareció una molestia detrás del pie derecho, entre el tendón de Aquiles y el talón, que se me formó como una bolita. Y justo que me estaba organizando con mi médico en Buenos Aires para operarme, tuve que postergarlo por la pandemia. Me joroba la rodilla izquierda, que es la que más sufrió, sobre todo porque la primera operación se complicó con una infección en una articulación, y un poco me duele el hombro por una tendinitis. A esta altura, no sé si los dolores son por los problemas que uno tuvo mientras bailaba o por la edad. [Risas].
–¿Te acordás de lo que hiciste en tu primera noche libre, después del show despedida en la 9 de Julio?
–Me acuerdo que me quedé en casa, porque estaba destrozado de la noche anterior, que para mí recién terminó a las siete de la mañana comiendo choripán enfrente de mi casa. Y la sensación que me viene a la memoria es que fue un poco como estar y no estar. Tratar de volver de la adrenalina del show, de bajar, y al mismo tiempo, quizás inconscientemente, no querer pensar. Esos primeros días mi cabeza funcionaba como diciendo: "Bueno, empecé unas vacaciones". Quería estar tranquilo, organizar para irme a Punta del Este, y después vinieron unos días de salir a caminar, a pasear, de dormir hasta tarde. Y cada vez que salía a tomar algo la gente me saludaba, me pedían una foto, un autógrafo, y todo bien con eso, yo agradezco eternamente ese cariño, pero en ese mo-mento necesitaba pasar inadvertido. Así que de golpe me empecé a sentir encerrado, lejos de esa libertad que anhelaba.
–Vos querías la libertad del anonimato…
–Claro, la libertad total, la del anonimato, la de no tener los compromisos que tuve toda la vida de ir a entrenar, de levantarme temprano. Me fui a Punta del Este, pasé Navidad con mi familia allá, y si bien iba mucho a Punta del Este a trabajar, esa vez fue diferente, porque podía descansar, disfrutar de la playa y pasar por todas las fiestas a las que siempre me invitaban y nunca iba.
–¿Ahí empezó tu conexión con Uruguay?
–Yo ya conocía mucho Uruguay y me gusta Montevideo porque todo está montado de frente al agua, no de espaldas. Y dije: "Bueno, vamos a probar acá".
–Es una ciudad chica y te debe haber dado esa paz que buscabas.
–Sí. Fue ver que me saludaban, me conocían, pero no había esa cosa que hay en Argentina que es como que sos parte de la familia. Yo necesitaba tranquilidad, porque quería desconectarme de la danza por un tiempo. Aparte, acababa de conocer a quien es mi pareja actual [un economista uruguayo], así que me cerró todo. ¿Que más quería que poder volcar toda la energía en construir una pareja, mientras desconectaba de tantos años de trabajo?
–¿Antes te había resultado difícil tener una pareja?
–Y sí. Durante años tuve parejas para las que no tenía tiempo y que tampoco eran una prioridad. Siempre estaba primero mi carrera. Yo pasaba ochenta días al año en Argentina, vivía más en hoteles que en mi casa, y eso conspira contra cualquier relación. Uruguay me dio esa posibilidad de juntar las dos cosas, y a partir de ahí estuve un año y medio totalmente desconectado.
–Hasta que te picó el bichito y terminaste dirigiendo el Ballet Nacional del Sodre. ¿Es cierto que cuando recién te hiciste cargo te decían el "Dictador"?
–[Risas]. Sí, es cierto. Los primeros tres años fueron difíciles, porque uno estaba acostumbrado a trabajar como se hace en Estados Unidos, y tuve que cambiar muchas cosas. Volver a recuperar los talleres de escenografía, de vestuario, traer personas especializadas del Teatro Colón para que les enseñaran cómo hacer un tutú, cómo pintar un telón. Y yo tampoco era alguien que explicaba bien las cosas. Pero después, cuando todo fue cobrando vida, resultó maravilloso. Porque el Auditorio es espectacular, ahora los talleres hacen cosas increíbles, el ballet es muy bueno y, durante mi último año, hicimos ciento cuatro funciones.
–¿Cuál fue el momento clave para empezar la transformación?
–Estábamos en un momento de tire y afloje y mi pareja me sugirió llamar a un coach. Y fue genial, porque aprendimos que para que el carro circule teníamos que tirar todos para el mismo lado, y yo aprendí a manejarme con un grupo de sesenta y cinco bailarines. La coach entrevistó a los bailarines, al equipo administrativo, al equipo artístico y a mí, y después nos hizo un planteo de cómo seguir y eso nos ayudó a implementar un sistema diferente, que resultó un alivio para todos. Sé que soy exigente, pero es que primero lo soy conmigo.
–Esta autoexigencia en el trabajo, ¿la trasladás a otros aspectos de tu vida o en la cotidianeidad sos más relajado?
–No, no, no, ningún relajado, soy igual. [Risas]. Si me pongo a cocinar, por ejemplo, tengo que tener todo preparado antes de empezar y, a medida que voy cocinando, voy lavando. Ojo, sé que debe ser horrible para la persona que vive conmigo, pero soy así, ¿qué voy a hacer? Levantarme al día siguiente y encontrar la cocina sucia, ¡no, por favor! Estarás pensando que soy un hincha. Pero estoy aprendiendo, con la cuarentena estoy aprendiendo a ser más flexible.
EN BOCA DE TODOS
Antes de leer y escribir, Julio Bocca aprendió a bailar bajo la tutela de su madre, Nancy, que tenía una escuela de danza en Munro, el barrio donde se crió. A los 8, y pese a no tener la edad reglamentaria, ingresó al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. A los 15 era bailarín profesional –pasó por la Fundación Teresa Carreño de Venezuela y por el Teatro Municipal de Río de Janeiro–, y en 1985 ganó la Medalla de Oro en el Concurso Internacional de Moscú, uno de los más prestigiosos. Ese premio disparó su carrera y el propio Mijaíl Barýshnikovlo llevó al American BalletTheatre, donde a los 19 se convirtió en Primer Bailarín. Brilló en el Royal Ballet de Londres, el Bolshói de Moscú, la Scala de Milán, la Zarzuela de Madrid, el Royal Danish Ballet de Dinamarca, el Ballet de la Ópera de Oslo y el de la Ópera de París, entre otros teatros. Y en 1990, con 23 años, creó el Ballet Argentino, compañía que lo terminó de consagrar como el bailarín argentino más importante de todos los tiempos. Pero él recibe los elogios con cierta timidez, como si no conociera la vanidad o, en esencia, siguiera siendo aquel chico de Munro que viajaba hasta el Teatro Colón con su bolso al hombro, el que durante las vacaciones amaba ir a pescar al muelle de Mar de Ajó con el abuelo Nando, el que en sus primeros viajes como profesional cargaba con una máquina de escribir para cartearse con sus amigos del barrio, a los que no quería escribirles de puño y letra porque lo avergonzaba su caligrafía.
–Varias veces hablaste de lo que significó tu abuelo. Ahora que estás más gran-de, ¿ves algo de él en vos?
–Creo que lo más me quedó de él son las ganas de trabajar, de ayudar. Después, en cuanto al carácter, la verdad que no. Él era más divertido, más amigable, estaba siempre feliz y con una gran sonrisa. Pero a mí me quedaron más cosas de mi abuela [Teresa], que era reservada, más conservadora, más cuidadosa en todo. No sé, de repente voy por la casa y ando apagando las luces que no son necesarias. Mi abuelo era generoso, buscaba lo bueno de la gente y confiaba en los demás. Y yo también soy así, primero confío. Muchas veces me traicionaron, pero sigo confiando. Ah, hay algo importante, en lo que más me parezco a él es en el amor por el mar: no hay nada que me relaje y me conecte más conmigo mismo que el agua.
–¿Y qué heredaste de tu madre?
–De mi mamá aprendí el amor por lo que uno hace. Amaba la danza y hasta el último tiempo viajaba quince horas en ómnibus para no generar un gasto extra viajando en avión a bailar en pueblos del interior. Lo que más quería era que la danza se conociera y eso me quedó. Yo amo viajar y trabajé mucho para que la danza llegue a todos, y sigo haciéndolo. Cuando preparaba los espectáculos, estaba en todos los detalles, algo que también heredé porque soy detallista al máximo: entro a un teatro o a un ensayo y con una mirada descubro dónde está la tela arrugada en el escenario, cuál es la luz que se movió y en qué lugar el piso está marcado. Después, en otras cosas, no nos parecíamos tanto. Mi mamá era más sociable, le gustaban las fiestas, las reuniones, y a mí no. Tampoco es que soy un santo, eh, ¡ojo! Pero soy medido. En los últimos años, por ejemplo, se iba con mi abuela hasta las tres o cuatro de la mañana a las maquinitas del Hipódromo de Palermo. Les fascinaba. Jugaban muy poquito dinero, pero era el hecho de salir, de pasar tiempo juntas y mantener esa complicidad de madre e hija. Ese era un momento de ellas dos al que no entraba nadie más. Ni yo. Muchas veces las llevaba y les decía: "Ok, después las vengo a buscar". Nunca me invitaron: "Julio, ¿querés venir?" [Risas]. Y fue así hasta el último momento. Le habían hecho un homenaje en Munro por el Día de la Danza y después del acto, se fueron a comer a un restaurante. Volvió a casa, prendió la tele, y murió dormida. Fue en 2014, tenía 76 años.
–¿Qué significó la ausencia de tu padre? ¿Una sombra, un misterio, un dolor?
–Todo eso junto. Primero, al comienzo, nada. Porque estaba mi abuelo, que un poco ocupaba ese lugar, y además era una época en la que no se hablaba de esas cosas, uno no hablaba de eso en la escuela con sus compañeros. Después tuve curiosidad, incluso hubo un momento en el que una amiga me dijo: "Mirá que tu padre vive". Entonces me agarró la necesidad de buscarlo, de saber. Pregunté, me dijeron que no, que había fallecido cuando yo era chico, y como que se me pasó. Más adelante, cuando fui más grande, me hubiese gustado tener más información. Pero en mi familia tampoco era que la conexión con los mayores habilitaba para hablar mucho. Y a mí me daba cosa preguntar o contarle algo a alguien. No iba a hacer eso, jamás lo hice. A veces sentía como un vacío, una ausencia, pero era un vacío pequeño. Porque mientras estuvo mi abuelo lo llenó él y después, cuando él ya no estaba, empecé con mi carrera, y mis viajes, y la danza llenó esos agujeros internos. Y con los años, por cómo se dieron las cosas, que Lino [Patalano] fuera mi representante también me ayudó, porque era como un padre para mí. Además, con él había una confianza diferente y podía hablar de todo y contarle cosas que por ahí con mi madre no podía.
–¿De grande tampoco le preguntaste a tu mamá por él?
–No, muy poco. Sí hablé con mi abuela. Una vez, en la época en la que todavía bailaba en el Luna Park, me llegó una carta de un hermano por parte de mi padre que me quería conocer, que tenía 50 y pico de años y era pintor. Y yo pensé: "No, pará, esto no puede ser verdad", pero igual fui a preguntar, porque tampoco es que todos los días me llegaban cartas así. Entonces lo hablé con mi abuela. Y mi abuela me llevó a hablar con mi mamá. Y sí, era real, era verdad. Le contesté que lo invitaba a verme bailar y que después de la función nos veríamos. Pero claro, iba a verlo en un contexto en el que me sentía cómodo, en mi camarín, mi teatro, un lugar en el que yo me sentía fuerte. Él vino con su esposa, nos conocimos, todo genial. Pero después fue como que yo corté, no quise seguir ese vínculo, y de parte de él fue igual, como que tampoco hubo un ida y vuelta. Pero lo conocí y ahí fue cuando me enteré de que a mi padre le gustaba la pintura y que pintaba. Quizás ahora que estoy en otra etapa, que me siento más seguro, más tranquilo y abierto, me gustaría volver a verlo. Igual, ya no tengo el contacto.
–Debe haber sido un momento difícil…
–¡Muy! Yo estaba más nervioso que antes de un estreno. Porque además me removió un montón de cosas. Fue fuerte saber que tenía un hermano de parte de mi padre, que tenía otra familia a la que nunca conocí. Pero fue un lindo encuentro, algo loco. Y también abrió una puerta en mi familia para hablar un montón de cosas.
–¿Pensaste en ser padre?
–En varios momentos tuve ganas. Además, quisiera que mi apellido siga, porque se termina conmigo. Pero, al mismo tiempo, no sé si estoy del todo preparado, así que aún no lo sé. No es un proyecto inmediato, pero sí es algo que con mi pareja hemos hablado. Si tomo la decisión, me inclinaría más por la adopción, aunque ahora hay procedimientos para que pueda ser de tu propia sangre. Sí sé qué si tengo un hijo, me gustaría estar con él. Será porque mi padre no estuvo, no sé, pero a mí me gustaría estar y estar significa "estar". Entonces mi trabajo, mis viajes, todo eso tendría que quedar de lado. Quizás son excusas estúpidas, ¿no? Tampoco me siento un viejo como para pensar que me tengo que apurar a tomar la decisión, y eso me hace dejarlo pasar, postergarlo. Creo que va a ser algo que se va a dar, que va a suceder cuando sea el momento indicado. Durante toda mi vida y mi carrera me dejé llevar por las sensaciones. Esto me gusta, acá me siento cómodo, voy a ir por allá porque sé que lo voy a poder manejar. Y pienso que con la paternidad también va a ser así. En algún momento voy a sentir que sí puedo y voy a decir: "Vamos, vamos a arriesgarnos".
–A lo largo de los años, mucha gente habló sobre tu vida en notas, libros, biografías. ¿No es el momento de que seas vos el que hable de Julio Bocca en un documental, una serie o un libro?
–Justamente estoy en algo de eso, buscando director para hacer un documental. Quiero contar lo que viví, cosas que me pasaron de niño, detalles que por ahí no puedo contar en una entrevista. Me gustaría contar todo, con sus lados lindos y feos, porque fue un aprendizaje constante, y creo que en un documental se podría. Hay muchas experiencias que no conoce nadie más que yo y me parece que es momento de mostrar mi visión, sin intermediarios. Para que se sepa lo que pasé, el esfuerzo, el sacrificio, lo que sufrí y lo que logré superar, las presiones, pero también mostrar los grandes momentos de felicidad y plenitud que me dio la danza. Poder ir al Metropolitan, al Bolshói, pasar por la Ópera de París... Me gustaría dejar ese testimonio para la gente joven que empieza esta carrera, para que sepan un poco más de todo esto y que sepan que, pase lo que pase, uno se puede superar y lograr sus sueños.
–¿Cómo te gustaría que te recuerden?
–No tanto que me recuerden a mí, sino que recuerden lo que hice por la danza. Porque con lo bueno y lo malo que uno pueda tener, trabajé duro para que la danza llegara a ser popular y que todos tuvieran la posibilidad de disfrutarla. Y yo siempre tendré en mi corazón el cariño que me dio y me sigue dando la gente. Muchas veces me pregunté cuál era la razón de esa conexión. Y lo que siento es que cuando subía al escenario, ponía mi corazón, daba todo, y era realmente yo. Y la gente lo percibía y lo agradecía. Si llovía en una función al aire libre y teníamos un pedacito de escenario, bueno, bailábamos ahí, en ese rincón. El público recibió eso: que en el escenario había alguien que le estaba dando cosas. No sólo brindar un espectáculo de calidad, empezar en horario, proponer shows diferentes, arriesgarse a hacer algo nuevo. Cosa que también hacía por mí como artista. Vieron que yo no me quedaba cómodo, que siempre había curiosidad, que seguía estudiando, que tomaba riesgos para regalarles algo diferente. Y me lo han devuelto con creces.
Producción: Paula Moore. Agradecimientos: Teatro Sodre, bar Fun Fun, Men’s Factory, Benson and Thomas, Clarks, Brooksfield, Don Baez, Mutate, Stadium y Costumbres Uruguayas.
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