El momento en el que caía boca abajo atada al asiento del avión y se precipitaba hacia las copas de los árboles amazónicos quedó grabado para siempre en la memoria de Juliane Koepcke. Era fines de 1971, su avión había estallado en el aire y ella se transformaría en la única sobreviviente del vuelo. Tenía solo 17 años y aún le quedaban 11 días de subsistencia en la selva tropical de Perú. Sola, herida y sin alimento la joven tuvo que poner en práctica todo lo que sus padres científicos le habían enseñado sobre la biodiversidad y la jungla.
"La selva tropical no es el infierno verde que el mundo siempre piensa", consideró Juliane años más tarde en una nota de la BBC. Su vínculo con la Amazonia es muy fuerte. Fue donde pudo sobrevivir, pero también fue allí donde murió su madre, quien iba en el mismo vuelo que ella. Como si fuera una relación simbiótica, le debe a la selva su vida y misión, dado que en la actualidad es bióloga y se dedica a cuidar los ecosistemas. "Ese bosque me salvó la vida y gracias a lo que me enseñaron mis padres pude sobrevivir. El vínculo es muy fuerte", confesó Juliane en una entrevista a El Comercio.
Juliane conocía perfectamente la naturaleza. Había pasado gran parte de su vida rodeada de ella, y había acompañado en reiteradas ocasiones a sus padres en viajes de investigación. Su madre era ornitóloga y su padre biólogo. Ambos eran alemanes, se dedicaban a investigar la fauna peruana y sudamericana, y en 1968 fundaron una estación de investigación biológica llamada Panguana, en la profundidad de la selva amazónica peruana, en la desembocadura del río Yuyapichis.
Incluso, Juliane llegó a vivir ahí durante un año y medio junto a sus padres antes del accidente. Esa experiencia le permitió conocer en profundidad la selva, familiarizarse con los sonidos de los animales, distinguir los peligros y orientarse. Todas habilidades que la salvaron cuando su avión explotó.
El accidente
El 24 de diciembre de 1971 Juliane tomó un avión junto a su madre desde su Lima natal hasta Pucallpa, también en Perú, para pasar las vacaciones con su padre. Era el vuelo 508 de la empresa Líneas Aéreas Nacionales (Lansa).
Aquella nochebuena, Juliane estaba entusiasmada, ya que se reuniría con su padre con quien clasificaría los insectos y bichos que tanto le atraían.
El vuelo venía tranquilo, hasta que comenzaron las turbulencias. El avión se había metido en una tormenta eléctrica. "Mi madre y yo nos tomamos de la mano, pero no pudimos hablar. Otros pasajeros comenzaron a llorar, llorar y gritar. Después de unos 10 minutos, vi una luz muy brillante en el motor exterior a la izquierda. Mi madre dijo con mucha calma: ´Ese es el fin, se acabó´. Esas fueron las últimas palabras que escuché de ella. El avión saltó y cayó en picada", recordó Juliane. La nave había sido alcanzada por un rayo y estalló en el aire.
Juliane salió despedida por el aire y comenzó una caída libre, boca abajo, aún atada a su asiento de avión. "El susurro del viento fue el único ruido que pude escuchar. Me sentí completamente sola", admitió. En ese momento perdió el conocimiento.
La copa de los árboles amortiguaron su golpe: había caído de una altura de 3000 metros.
Aunque ella no lo sabía en ese momento, estaba sólo a 50 kilómetros de Panguana, un paisaje que dominaba. "Ese medio ambiente que muchos consideran hostil, para mí es un paraíso", llegó a considerar. "Era en él donde yo podía sobrevivir. Tuve agua, tuve sol. Eso era importante". Tal vez fue suerte, porque si hubiera caído en un desierto, la sierra o en el mar, probablemente su destino hubiera sido otro. La selva era un lugar conocido para ella.
El único objetivo: sobrevivir
Recién al día siguiente despertó. Era consciente de que había sobrevivido a un accidente aéreo. El asiento de acompañante donde iba su madre, estaba vacío. Gritó buscándola, pero sólo los sonidos de la selva le respondieron. Juliane estaba totalmente sola.
Lo primero que hizo fue memorizar su ubicación. Sabía que perder la orientación en la selva es fácil y, para evitarlo, se grabó en la memoria las marcas de un árbol para mantener su rumbo. A primera vista, no encontró rastros del accidente.
"Tenía muchas heridas y no las sentía", indicó años más tarde. Se había roto la clavícula y tenía algunos cortes profundos en las piernas, aunque no eran lesiones tan graves. También, tenía roto un ligamento de la rodilla, aunque podía caminar. Desde el suelo, oía a los aviones de rescate, pero la vegetación era densa y no alcanzaba a verlos.
Sus padres le habían enseñado a moverse en los bosques y a sobrevivir. Sintió sed y lamió el agua que aún quedaba en algunas hojas. Encontró una bolsa de caramelos entre los restos del avión y comenzó a comerlos.
Solo tenía un vestido de verano y una sola sandalia. La otra, la había perdido, al igual que sus anteojos. Con el calzado, Juliane se fijaba qué había en el suelo delante de ella, a modo de bastón. "Las serpientes están camufladas allí y parecen hojas secas".
Debido a que sus padres la llevaban en expediciones con frecuencia, Juliane sabía que existía comida venenosa y debía cuidarse de alimentarse con lo que encontrara en la selva. "Mis padres me habían enseñado casi todo sobre la jungla. Solo tenía que encontrar este conocimiento en mi cabeza empañada por las conmociones cerebrales", sostuvo en The Daily Mail.
Las expediciones en las que había participado junto a sus padres le enseñaron que era seguro seguir el transcurso del agua. Encontró un pequeño arroyo y comenzó a seguirlo. Era la única forma de ser rescatada.
El 28 de diciembre se comió el último caramelo de la bolsa, con la certeza de que no iba a encontrar frutos comestibles, dado que no era época de lluvias y entendía que lo que crece en la jungla suele ser venenoso. "Tenía mucho miedo de morir de hambre", confió. No tenía cuchillos para cortar palmitos de los tallos de las palmeras, no podía cocinar raíces y no se atrevía a comer nada de su entorno. Solo bebía agua del arroyo.
Al cuarto día, oyó el sonido de un buitre y logró reconocerlo gracias al año que había vivido en la reserva junto a sus padres. "Tenía miedo porque sabía que solo aterrizan cuando hay mucha carroña y sabía que eran cuerpos por el accidente", afirmó. La primera vez que vio un cadáver fue en la selva. Eran tres pasajeros que tenían la cabeza hundida en la tierra. El impacto del accidente había sido mortal.
Juliane siguió el curso del arroyo hasta que descubrió un río. Durante esos momentos, oía el ruido de los aviones de rescate y temía lo peor, que todos los pasajeros habían sido rescatados menos ella. Creyó haber sido abandonada y la sensación la desesperó. Pero no perdió la esperanza. Sus años de experiencia le demostraron que cuando hay ríos, hay poblaciones cerca. Decidió continuar el curso, pero con cuidado. Sabía que las rayas descansan en las orillas, así que decidió nadar por el medio del caudal. "Tenía que estar atenta a las pirañas, pero aprendí que los peces son peligrosos solo en agua estancada", destacó.
Durante sus nados se mantuvo en alerta. En los ríos puede haber caimanes, aunque recordó que es poco común que estos reptiles ataquen a las personas. Cada noche, los mosquitos y jejenes zumbaban a su alrededor e intentaban meterse en sus oídos y su nariz.
Una mañana sintió un fuerte dolor en la espalda. Cuando se la tocó, la mano se llenó de sangre. El sol había quemado su piel mientras nadaba. Más tarde se enteró de que tenía quemaduras de segundo grado. Juliane comenzaba a alucinar con fiestas, casas y comida. Cada vez se sentía más cansada. Al décimo día de supervivencia, ya no lograba mantenerse en pié y se dejó llevar por el río. "Me sentí muy sola, como si estuviera en un universo paralelo lejos de cualquier ser humano", rememoró.
Como si se tratara del destino, divisó un barco, y cuando, advirtió que no era una alucinación sintió la adrenalina que le permitió erguirse. Siguió un camino que la llevó hacia una choza que tenía un techo de hojas, un motor y gasolina. "Tenía una herida en la parte superior del brazo derecho que estaba infectada con gusanos de aproximadamente un centímetro de largo. Recordé que nuestro perro tenía la misma infección y mi padre le había puesto kerosene, así que succioné la gasolina y la puse en la herida", explicó la joven.
El dolor que sintió fue intenso, pero Juliane logró sacarse 30 gusanos del brazo y pasó la noche en el lugar.
Al día siguiente oyó voces. Era el 3 de enero de 1972. "Fue como escuchar las voces de los ángeles", comparó. Los tres hombres que la encontraron la atendieron, le dieron de comer y la llevaron de regreso a la ciudad.
El mundo entero sintió conmoción. Nadie esperaba que alguien pudiera sobrevivir tras el accidente del vuelo 508. Juliane había sido la única, 91 personas habían fallecido. "Más tarde me enteré de que mi madre también había sobrevivido al accidente, pero resultó gravemente herida y no podía moverse. Murió varios días después. Me da miedo pensar en cómo fueron sus últimos días", contó Juliane en una entrevista periodística.
Su odisea recorrió el mundo y, además de escribir un libro autobiográfico, en 1998 Juliane fue la protagonista del documental de Werner Herzog, Alas de esperanza. El director de cine había estado cerca de tomarse el mismo vuelo que Juliane y su madre, pero por alguna razón, no lo alcanzó, por lo que 27 años más tarde reconstruyó junto con Juliane los detalles de su milagro.
Una vida dedicada a la biodiversidad
Tras el accidente aéreo, Juliane se mudó a Alemania, donde estudió biología y desde el año 2000, tras el fallecimiento de su padre, asumió el cargo de directora de Panguana. Vive en Alemania junto a su esposo, con quien lidera la estación de investigación de sus padres, y todos los años regresa a Perú. Para ella, Panagua es un sitio especial. Es su pasión y ocupación. "Mi misión hoy es cuidar ese bosque que a mí me salvó la vida", definió en una nota del diario El País.
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