Emprendieron una aventura por el país buscando un lugar para vivir entre la naturaleza, pero no todo salió como lo imaginaban.
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Después de haber vivido siete largos años en el exterior, finalmente habían decidido regresar a la Argentina. Pero el país no iba a recibirlos con los brazos abiertos. Cuando estaban intentando reinsertarse en el país, ocurrió lo imprevisto. Corría septiembre de 2018 y un llamado del Hospital Sirio Libanés, del barrio de Villa Devoto, en la ciudad de Buenos Aires, interrumpió el descanso nocturno. Al llegar al área de terapia intensiva le dieron a ella la peor noticia de su vida. “Fue una muerte anunciada -pero no por eso aceptada-. Le avisaron a mi mujer que su madre había fallecido después de luchar ocho meses contra un cáncer que había aparecido de la nada”.
Ese evento los sacudió. Los meses subsiguientes fueron muy complicados. Juan Donali intentó retomar su profesión de publicista, pero los trabajos salían a cuenta gotas, y su mujer -con experiencia en confección de indumentaria de manera independiente- no podía casi ni salir de la casa por la tristeza. Fue entonces que una idea empezó a gestarse. Una que tenían desde hacía mucho tiempo y sobre la que habían conversado en su primera cita, trece años atrás. Dejar la ciudad para vivir en la naturaleza junto a sus perros.
Dentro de esos planes surgió la inquietud de comprar una casa rodante. Sabían que iba a ser difícil viajar con seis perros y conseguir alojamiento. Pero la realidad era que no conocían nada sobre el mundo de las casas rodantes. De modo que comenzaron a investigar y buscar alguna que fuera “linda, buena y barata. La que más buscó fue Paola, mi mujer. Ella tiene un don para buscar y encontrar oportunidades”.
Fue así que un día mientras caminaban por el barrio dieron con una casa rodante escondida dentro de un lote que parecía abandonado. “Fuimos juntos y llamamos para ver si alguien salía de la casa. Luego de un rato, cuando ya estábamos por desistir, una mujer se asomó, con un poco de miedo y desconfianza. Le preguntamos si la casa rodante estaba a la venta. Hizo un llamado y, al cortar, nos dijo que sí. ¿En serio se vende?”.
Acordaron el precio de venta y la operación quedó cerrada. Y en febrero de 2019 estacionaron el vehículo frente a su departamento de 45 mts2 del barrio de Versalles, en la ciudad de Buenos Aires, bajo la mirada atenta de varios vecinos que no se sintieron muy cómodos con semejante “auto” que les sacaba lugar para estacionar.
“La euforia de saber que nuestra idea estaba tomando forma no duró mucho. Al día siguiente, al empezar a ver realmente en detalle la casa rodante, lo que parecía un pequeño retoque se convirtió en una reconstrucción casi por completa. Al parecer el agua había hecho estragos y había que cambiar todo el piso, y todo un lateral por completo y reconstruir lo que era el desayunador que luego se convertía en la cama. Lo que creímos iban a ser un par de semanas de arreglo, fueron más de seis meses de duro trabajo”.
2019 transcurrió entonces entre seis paseos diarios de los perros, el tiempo que llevaba poner en condiciones la casa rodante, hacer algunos trabajos para poder financiar la restauración y sostener los gastos de impuestos, comida y otras necesidades. El 17 de febrero de 2020 fue la fecha del comienzo de la aventura. “Dejamos atrás el departamentito, el ruido de los vecinos jugando a la PlayStation a las 2 a.m., y los asados en el balcón del otro vecino llenándonos de humo toda la casa, los bondi pasando a 80km por la puerta, los seis paseos diarios a la plaza con los perros y la monotonía de una vida en un lugar que no sentíamos propio”.
“Supuestamente la cuarentena duraba 40 días”
Lo que no sabía el matrimonio es que la pandemia los perseguía. Hasta que finalmente los alcanzó en Bariloche. Allí, justo antes del cierre total, pudieron parar en la cabaña de un conocido que les hizo precio por la estadía. “Todo porque supuestamente la cuarentena duraba eso, 40 días, como máximo. Al comienzo creo que, como muchos, no sabíamos si asustarnos o no. Era todo muy incierto y eso nos generaba angustia. Ya éramos parte del grupo de varados. Una cosa es viajar y saber que siempre podés volver. Pero cuando no sabés si alguna vez vas a poder volver, eso lo cambia todo”.
Juan estaba realmente enojado con la situación. Después de tanto organizar discutir, acordar, volver a discutir para tomar la decisión de realizar el tan ansiado viaje, les tocaba enfrentar esta situación. Los primeros cuatro meses fueron complicados. Y todo se puso negro cuando partió de regreso la última caravana de varados. “Nosotros no podíamos ir. Nos era imposible hacer el viaje en 72 horas, que era la ventana de tiempo que daban. Imaginábamos que llegábamos a Buenos Aires y nos paraba la policía. Si al surfer detenido por violar la cuarentena le habían hecho semejante escándalo, no queríamos saber lo que nos esperaba a nosotros: con casa rodante, equipo de camping y seis perros. Íbamos derecho a la cana”.
Punto de no retorno y una amistad que terminó en hostilidad
Junio marcó el punto de no retorno. Y apareció la idea más complicada pero también más ansiada. Buscar un lote y quedarse a vivir allí. Para esta época ya el clima era muy hostil. Hubo lluvia quince días seguidos. Frío intenso, viento. Y a veces lluvia, viento y frio todo a la misma vez. “La relación con nuestro amigo, se fue tensando. Su hospitalidad terminó en hostilidad para que dejáramos su cabaña. Salvo que le pagáramos de alquiler una suma mensual imposible. Comenzó cortando internet. Después nos dejó sin ropa de cama y la frutilla del postre fue dar de baja también la calefacción. Quiso cortar la luz pero llamamos a la policía y tuvo que restituirla. Terminamos dejando la cabaña y su amistad también”.
En ese momento creció más la idea de buscar un lugar propio. Eso hicieron. Y claro, como no podía ser de otra manera, fue durísimo. Se cruzaron con todo tipo de personajes. Desde gente que los quiso estafar y vender algo que no tenía papeles, hasta un grupo que bajó de la montaña con machetes para que se fueran de terrenos que estaban en venta pero que ellos querían usurpar. “Pero gracias al ya mencionado talento de Paola, que nunca bajó los brazos, y busco y busco, apareció un lugar. La primera vez que fuimos a verlo, no pudimos llegar por la nieve. Volvimos más preparados y dejamos el auto para continuar a pie y así llegamos, con nieve hasta la cintura. Pero la paz y el silencio que había en ese lugar eran tan fuertes que nos aturdió con su encanto. Volvimos como cinco veces más, hasta que la nieve se fue y pudimos apreciar mejor el paisaje. Ese momento nos alcanzó para decidir que ese era el lugar en donde íbamos a jugarnos todos nuestros ahorros”.
“Mi mujer lloró la primera vez que usó el baño seco”
Pero los problemas recién estaban por comenzar. Cuando lograron subir los 1200 mts y meter la casa rodante en el lote, no tenían ni luz, ni agua, mucho menos internet o algo parecido a la conectividad. Consiguieron agua de un arroyo gracias a la ayuda de un vecino que les tendió una mano. Sin embargo, a partir del momento en que entraron al lote todas las comodidades de la vida moderna desaparecieron. “Solo estábamos el bosque y nosotros, y claro los perros. Pero a ellos la vida les había dado un upgrade. Eran libres de correr y hacer sus necesidades sin correa. Para nosotros, la adrenalina de los primeros momentos anestesió los problemas hasta que un día se fue, y Paola comenzó a sufrir más la hermosa hostilidad de la naturaleza”.
El auto dejó de funcionar, para poner un poco más de dramatismo a la situación. Por ejemplo, para hacer las compras, tenían que bajar y subir un cerro, ya que estaban por sobre los 1100 mts sobre el nivel del mar. El primer día Paola lloró toda la subida. “También lloró la primera vez que fue al baño seco, sí, a ese que le tirás aserrín y después tenés que sacar la bolsa. A mi me llevó tres meses acostumbrarme a bañarme con agua helada, pero después terminé por disfrutarlo… o por resignarme”. Pero no todo era sufrimiento, porque levantarse en ese entorno no tenía comparación alguna. O las tardes llenas de cantos de miles de pájaros, o las noches de cielos tan llenos de estrellas que quitaban el sueño.
Tenían el lote, ahora faltaba la cabaña. Pero también el dinero para construirla. Salvo que ahorraran el diseño y la mano de obra, poniendo sus mentes y cuerpos en funcionamiento. Y eso fue lo que hicieron. Lograron bajar de internet un manual de los años 80 sobre Woodframing (construcción en seco), que leían todas las noches para aprender los pasos a seguir. Les llevó un mes aproximadamente encontrar la ubicación más adecuada en donde poner la cabaña. Y otro tiempo en armar los pilotes que la iban a sostener. Por suerte encontraron personas que los ayudaron, como Guille que soldó la estructura de la base, Martincho que asesoraba con consejos de construcción. Y Conrado, gracias a su solidaridad tuvieron luz y eso les facilitó muchas cosas. “Sin tener que decidirlo, naturalmente nos dividimos las tareas. Paola gestionaba el dinero y, utilizando su don, encontraba los mejores precios de todos los materiales. Yo me encargaba del trabajo de fuerza y construcción”.
Prueba y error bajo el sol
La primera pared, que era de 4 mts x 3 mts, les llevó todo un día y no la pudieron levantar del suelo por el peso. Tuvieron que armar estructuras más pequeñas para poder levantarlas entre los dos. Pero de a poco fueron aprendiendo, con mucha prueba y error. Trabajando de sol a sol. No paraban ni para almorzar. Solo comían manzanas que recolectaban cuando bajaban a comprar por la tarde. Los perros siempre a su lado, echados bajo la sombre de los cipreses mirando cómo iba tomando forma la cabaña.
Llegó el verano y el calor por la tarde era sofocante. Entonces bajaban, siempre a pie, hasta el lago que estaba como a 2 km y se refrescaban allí mientras disfrutaban de la paz y la increíble vista que había. Pasaron los meses, mayo estaba a la vuelta de la esquina. Faltaba armar el techo, la parte más difícil de todas. Y se venían las lluvias cada vez más frecuentes y más intensas. “Ya nuestros ahorros estaban casi agotados. Por suerte, Paola consiguió en el Bolsón unos listones que nos faltaban para armar el techo a un súper precio y eso nos permitió terminar de armarlo. En ese momento el frío era muy intenso y la casa rodante comenzó a condensar mucha humedad. Era como dormir dentro de una pecera”.
Decidieron abandonar la casa rodante y mudarse a la cabaña. Aunque no estaba terminada, ni aislada, era mucho mejor. Paola consiguió una salamandra y gracias a eso y a la gran cantidad de leña que tenían recolectada pudieron sobrevivir al frío. Comenzó a nevar y era hermoso. Se olvidaban de todo con el espectáculo que la naturaleza les regalaba.
Una pausa a los sueños
Todavía les queda construir el interior de la cabaña, pero la situación del país no los ayuda. Por eso se encuentran en una pausa, para poder volver a juntar lo necesario y comenzar con la siguiente etapa de la cabaña. De paso, regresaron a Buenos Aires a poner en orden algunos trámites pendientes y tomar un descanso después de tanto esfuerzo. “Yo volví a ponerme en contacto con conocidos para poder hacer algunos trabajos, explica juan. Y el departamentito de capital se alquiló para poder tener un ingreso hasta que terminemos la obra: nuestra idea es vivir lo más autosustentable posible”.
Aseguran que no se arrepienten de lo vivido. Aunque confiesan que, luego de las experiencias que atravesaron, quizás hubieran hecho las cosas de otra forma. “Pero la satisfacción de haber levantado una casa con nuestras manos, en ese entorno, es algo que no cambiaría por nada. La paz mental y espiritual que tenemos en este lugar vale cada minuto de sacrificio que hicimos”.
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