Las nietas del fallecido piloto Roberto Gálvez buscan mantener en alza el legado que dejó su abuelo junto a sus hermanos, Juan y Oscar, referentes indiscutidos del Turismo Carretera a nivel nacional
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“Nuestro abuelo y sus hermanos eran corredores de auto, conocidos como Hermanos Gálvez. Hermanas Gálvez es la continuación de la historia familiar, pero contada por hermanas mujeres a través del vino”. Así se presentan Julieta –alias “Chula”– y Agostina, nietas de Roberto Gálvez, el hermano menor del exitoso dúo que acaparó, detrás del escudo de Ford, todos los títulos de Turismo Carretera (TC) entre 1947 y 1961, excepto uno.
Roberto, el tercero de los pilotos, enfocó casi toda su carrera en acompañar a su hermano Juan, cuyo puesto de máximo campeón de TC se mantiene todavía intacto, a pesar del cambio de siglo, y pese, también, a haber muerto durante una carrera, en marzo de 1963. Oscar falleció en 1989 y se llevó cinco campeonatos, cuatro menos que Juan.
El menor de todos los Gálvez tuvo un solo triunfo en la máxima categoría. Fue en 1958 en la Vuelta de Olvararría, cuando doblegó a los Emiliozzi, dueños de casa, al volante de un Ford V8. Ese auto aparece ahora en la etiqueta de un malbec, recorriendo los caminos de tierra de Luján de Cuyo, circuitos que hoy transitan Chula y Agostina junto a su papá.
“Este es un proyecto de los tres, hecho a pulmón, con la idea de generar nuevos relatos y concebir la historia familiar con el vino. El anterior era un legado muy masculino, ésta es la contracara, acorde a una generación más deconstruida y sin género”, cuenta a LA NACION Agostina, de 37 años. Junto a Chula (33), apuestan a comercializar vinos naturales de cepas livianas –como el naranjo Pedro Ximénez o el bonarda–, mientras su papá Roberto prepara “Hijo Único”, una variante más dura, que estaciona en barricas de roble.
El único heredero del piloto Roberto Gálvez –que es empresario y exagente de bolsa– compró un viñedo en Mendoza 15 años atrás, en la zona de Luján de Cuyo, próxima a la capital provincial. “Sus intentos de hacer un vino propio no nos convencieron; eran cabernets pesados, para acompañar con carne. Nos invitó a sumarnos al proyecto y pusimos nuestras reglas: fermentación natural, sin aditivos, y cepas que mariden bien con nuestra dieta vegetariana”, detallan las hermanas en un encuentro en Las Flores, el nuevo restaurante gluten-free que abrió sus puertas en Palermo, dos meses atrás, cuya pastelería está a cargo de Chula.
La menor de las hermanas Gálvez incursionó en la cocina bajo el ala de su abuelo. Es ahí en donde él las “mimaba”, asegura. Abajo del Ford y fuera del taller, Roberto pelaba la cáscara de las uvas para sus nietas, cortaba las papas en cuadrados casi perfectos, para armar ensaladas, y las ayudaba a preparar las comidas, en una casa en la que a nadie más que a ellas le interesaba cocinar.
“Yo trasladé ese amor que me daba mi abuelo y empecé a preparar las tortas de cumpleaños de mis amigas y a crear postres de manera intuitiva”, recuerda Chula, que se formó como actriz, pero decidió hacerle caso a aquella intuición latente y terminó por enfocarse en la gastronomía. Su primer trabajo formal como pastelera fue haciendo los postres de San Gennaro, un restaurante ubicado en Belgrano, sobre la calle Sucre.
A partir de entonces, se profesionalizó en el Instituto Argentino de Gastronomía (IAG). Pasó por distintas cocinas porteñas hasta ser, hoy –junto a su novio, el chef Santiago Pérez–, una de las caras visibles del éxito palermitano que inauguró en reemplazo de Olsen, el restaurante nórdico que conducía Germán Martitegui.
En el proyecto vinícola se fusionan el paladar de Chula y el ojo de Agostina, directora de cine y publicidad. Aunque es la mayor quien imprime más atención al branding y a la imagen de Hermanas Gálvez, a ambas las atraviesa un fuerte compromiso con lo estético. Basta prestar atención al catálogo de tortas decoradas con pétalos de flores frescas, que Julieta ha convertido casi en marca personal.
La inclinación hacia la belleza no es casual. “Claramente, los Gálvez eran estetas”, reflexiona Agostina. Y recuerda la famosa imagen de los tres pilotos vestidos con mamelucos blancos, zapatos de lustre impecable y pañuelos de seda anudados al cuello; una de las más de 30 tapas que hicieron para la revista El Gráfico durante los quince años de gloria deportiva.
“Los Gálvez. Geniales, únicos. Todas sus carreras, todas sus hazañas”, titulaba la portada del ejemplar número 2132, de agosto de 1962.
Oscar, Juan y Roberto no pasaban desapercibidos. Su porte y su elegancia se mantenían implacables dentro y fuera del circuito, y la fascinación del público por esa cualidad casi innata se potenciaba al espectar tanto sus complicidades como sus rivalidades.
Tal como describiría Roberto en una de sus últimas entrevistas, a SoloTC, “cada uno tenía su taller y armaba su auto; si bien éramos muy unidos entre todos, a la hora de la competencia, todos queríamos ganar”. Él era más apegado a Juan, puesto que lo acompañaba en sus carreras midiendo el aceite, controlando el tablero, guiando el recorrido.
Aunque el máximo campeón de Turismo Carretera era el más tímido de los tres pilotos –eran cinco hermanos, pero los otros dos varones se dedicaron de lleno al taller mecánico de la familia, en donde se cocinó el interés por el automovilismo–, sacó provecho de la fama y saltó a la pantalla grande para participar en la película Bólidos de Acero, dirigida por Carlos Torres Ríos y musicalizada por Astor Piazzolla, en 1950.
Previo a su encuentro con LA NACION, Agostina y Julieta desconocían aquel dato. Con sorpresa, ahora entienden que en la sangre Gálvez ya existía un interés por el mundo cinematográfico y por la actuación.
Y por lo glamoroso. La directora de cine y publicidad vivió ocho años en Nueva York y realizó cortos para marcas de lujo como Chanel, Valentino, Nina Ricci y Miu Miu. De regreso en la Argentina, y en paralelo con el proyecto vinícola, trabaja en su primer largometraje, que estrenará en 2023.
Fue en la Gran Manzana en donde las hermanas detectaron que crecía la tendencia hacia el consumo de vinos naturales. “Antes del 2020 estábamos viviendo en Estados Unidos con Chula. La pandemia nos trajo de vuelta, con la idea del vino orgánico en la cabeza, y el parate general nos enseñó a sacar jugo de lo que teníamos al alcance. Si nuestro papá tenía las uvas, ¿por qué no hacer un vino?, pensamos”, recuerda Agostina.
De inmediato, se interiorizaron en el tema, contrataron una bodega, buscaron asesoramiento en el joven enólogo Tomás Bustos, y empezaron a diseñar las etiquetas junto al artista Nahuel Vecino.
La primera tanda de vinos salió el año pasado. Fueron 800 botellas de un malbec y de un naranjo, de la uva Pedro Ximénez; que este año se convertirán en 1500, con la incorporación de un bonarda. Mientras que el malbec fue el elegido para llevar lucir la imagen del Ford que conducía Roberto, el naranjo muestra el cuerpo desnudo de una mujer.
“Humanizamos el vino natural con un cuerpo de una mujer desnuda. Había algo machista en la industria del vino que no nos interpela y que queremos desterrar: etiquetas negras con tipografías duras para los tintos; letras cursivas y aires rococós para los rosados”, sostienen las hermanas, y confiesan que cada decisión tomada en esta línea esconde la tarea de “convencer y educar” a su papá.
El único hijo de Roberto Gálvez es un apasionado de los autos, pero nunca se vinculó con el automovilismo. Quizo ser corredor y no lo dejaron. “Después del accidente de Juan, en la familia no quisieron saber nada más del tema”, dice Agostina, en referencia al único accidente que tuvo el líder del TC, el cual le costó la vida, el 3 de marzo de 1963, en el circuito bonaerense de Olavarría.
Por fuera de aquel deseo, Roberto apoyó a su hijo en todo. “Lo ayudó mucho con un campo que tiene en Santa Fe. Le gustaba la naturaleza, trabajar con las manos”, cuentan, las nietas del piloto, quienes aprendieron a manejar en ese mismo campo, guiadas por su abuelo.
“Él sería muy feliz viviendo este momento con nosotros. La cocina, el vino, la familia unida, otra vez, en un proyecto común”, afirman, convencidas.
Roberto Gálvez fue el único de los tres hermanos en atravesar el cambio de siglo para mantener viva la llama con su apellido. Murió en 2012, producto de un deterioro genérico disparado por un cáncer.
Sus nietas asumieron el compromiso de continuar con el legado, con un público tuerca que ahora está de su lado. “Hay una generación más grande que nosotras, gente de 70 años para arriba, que se desesperan por regalar el vino Gálvez entre sus amigos. Nos sorprende cómo siguen identificando el apellido; por eso, no queremos dejarlo morir”, concluyen las hermanas.
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