Si a uno le taparan los ojos y lo trasladaran desde su casa a Gramado sin que pudiera ver nada, una vez allí no podría adivinar que está en pleno Brasil, a apenas 130 kilómetros de Porto Alegre. Es que todo alrededor parece extraído de algún fragmento de Europa: sin ir más lejos, la ciudad es conocida como la "Suiza brasileña". Las casas son de madera con techo a dos aguas, los bulevares tienen canteros centrales que explotan de flores multicolor, las araucarias y los pinos se distribu|yen regularmente por las calles y el tono predominante es el azul de las hortensias que riegan las calles. Si se levanta la mirada para intentar captar un panorama, a lo lejos emergerán sierras y lagos. El clima mostrará rarezas insólitas: puede estar perfectamente soleado en el punto en que uno está parado, pero si se estira el brazo, allí donde queden los dedos, se sentirá la caída de una lluvia fina.
Las festividades son un punto esencial para la ciudad
Entre marzo y abril las calles se visten de Pascua: conejos de peluche aquí y allá esconden huevos gigantescos pintados de múltiples colores y carrozas rebosantes de adornos y colores. Y a partir de fines de octubre y hasta bien entrado enero, es la sede de la Navidad mais grande do mundo: durante el Natal Luz, tal el nombre del evento, el espíritu invade cada habitante y cada rincón y toda la ciudad queda convertida en un enorme salón de fiestas. Es prácticamente imposible dar un paso sin toparse con un arbolito o un muñeco de nieve, sin deber un beso por quedar bajo un muérdago, sin ser interceptado por un Papá Noel (o alguno de sus renos)… El tradicional alumbrado de las calles toma la forma de candelabros y la celebración impregna cada casa, cada espacio público y cada negocio.
Incluso, en el Parque Knorr se ubica algo llamado "La aldea de Papá Noel", donde incluso se puede visitar su casa, montada sobre una propiedad bávara -la primera de este estilo arquitectónico de la ciudad- que data de 1942 y que hoy es patrimonio histórico.
"Aquí toda la comunidad participa", cuenta Teresa, empleada de un negocio de arte-sanías cuyos artículos apenas se pueden distinguir en la maraña de objetos navide-ños que inundan los estantes. La magia está latente: un detalle no menor es que no hay ni un solo adorno puesto "porque sí". Cada uno tiene un objetivo y fue ubicado con cuidado. Los duendes creadores de regalos parecen haber sido atrapados en plena fajina, los conejos tienen actitud de no querer que sea descubierto el escon-dite elegido para sus huevos y las ovejas de peluche, recién sorprendidas mientras intentaban caminar a algún corral imaginario.
Más allá del espíritu festivo
Cuando la sobredosis festiva haya hecho alcanzado su cenit, habrá llegado la hora de recorrer el resto de las atracciones de Gramado, comenzando por sus dos calles principales, Borges de Medeiros y Avenida de las Hortensias, donde se apiñan, una junto a otra, incontables chocolaterías: Do Morillo, Lugano, Caracol y Florybal… Por Rúa Cuberta, una calle techada, numerosos restaurantes montan sus mesas debajo del acrílico arqueado que protege a los paseantes de las inclemencias climáticas.
Una ciudad tan peculiar no podía tener museos comunes y corrientes. Mini Mundo, creado en 1981 por la familia Höppner, propone réplicas a escala de todo aquello que alcance la imaginación: desde edificios y estaciones de tren hasta astilleros o iglesias, desde molinos y castillos hasta cascadas y fábricas. Con la misma intencionalidad de convertir el universo que nos rodea en objetos pequeños, Mundo a Vapor presenta maquetas a escala funcionales de papeleras, siderúrgicas, madereras, barcos o turbinas eléctricas.
Entre las bellezas cercanas destaca el Lago Negro, con sus aguas infestadas de pedalinhos, cisnes a pedal para alquilar. Y entre las más lejanas el Parque Caracol, a unos 6 kilómetros, puede considerarse imperdible: un recorrido a pie para acceder a una cascada de 130 metros de altura cuya base también puede visitarse. Las subidas y bajadas por escalera equivalen a unos 44 pisos. El Parque Ferradura, otros 6 kilómetros más lejos, regala vistas imponentes de un cañón.
La hermana menor
A apenas 8 kilómetros de Gramado se encuentra Canela, una especie de hermana menor de Gramado: igual de bella, igual de prolija, igual de navideña y pascuense, pero mucho más pequeña. La inocencia parece haber ganado las calles: una revisión rápida al ejemplar de La Folha de Canela, el diario local, confirma esa presunción: de sus treinta y seis páginas, solo media está dedicada a temas policiales. El resto se centra en cuestiones sociales, en noticias para la ciudadanía y, por su-puesto, en las novedades relacionadas con las festividades.
Un recorrido a pie de punta a punta por la calle principal, Osvaldo Aranha, hasta la imponente catedral de piedra que cada noche ilumina todo su contorno con diferentes colores que se alternan basta para entender de qué se trata. Los amantes de los libros y las antigüedades pueden hacer un alto justo allí, en el Emporio Canela, donde además sirven un chocolate en taza alcanza niveles de perfección.
El Castelinho Caracol, en las afueras, es una residencia de principios del siglo XX perfectamente conservada: uno puede sentarse en sus mesas y sentir que es uno de los antiguos propietarios tomándose un descanso luego de un día de mucho trajín. Los habitués aseguran que el strudel de manzana que se sirve en sus mesas es uno de los mejores del mundo: una afirmación difícil de corroborar.
Allí nomás se encuentra el Parque das Sequoias, un jardín botánico enorme con ejemplares notables de ese árbol, y el Parque do Pinheiro Grosso, donde el visitante encontrará un árbol de más de 700 años de antigüedad y, si tiene suerte, algún temible nido de serpientes con huevos gigantescos debajo.
Un camino de tierra lleva a Canela Rural: subidas y bajadas pronunciadas con pano-rámicas eternas como telón de fondo, todo salpicado de productores de quesos y bodegas artesanales que brindan a los paseantes generosas degustaciones. El Paradouro Rural es un restaurante cuya terraza parece estar al borde del precipicio. Y lo está: se apoya justo sobre el borde de un cerro, por lo que ofrece una combinación perfecta de comida caserísima (y muy accesible) con un aire límpido, una vista magnífica y una paz interrumpida solo por algunas aves que buscan quedarse con los restos que dejan los comensales en sus platos.
El dato no es menor: Brasil permite el ingreso de extranjeros sin necesidad de permisos especiales ni de cuarentenas. Una razón más para aprender a decir "felicidades" en portugués.
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