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Escribir esta nota exige un mea culpa, hacerse cargo. Soy uno de los que lloró en voz alta cuando El Obrero cerró sus puertas, en ese pandémico enero de 2021. Pero también soy de esos que, ya desde mucho antes del Covid-19, no iba al Obrero. Haciendo memoria, la última vez habrá sido hace 15 años, en un mediodía de semana. Es decir, soy de los que querían que El Obrero siga vivo pero sin ocupar sus mesas, sin pedir sus platos, sin pagar la cuenta. Y así no funciona. No es posible vivir del amor, de los recuerdos y las nostalgias. Por eso, apenas El Obrero reabrió sus puertas el lunes pasado, llamé, reservé y fui a comer esos platos de siempre, como el bife de chorizo que el formoseño Jorge Melgarejo saca de las brasas. Es que Jorge es una institución allí dentro; tiene 80 años y trabaja en El Obrero desde que era un atolondrado adolescente de 18; pasó por todos los sectores, limpieza, cocina, bacha: ya desde hace unas décadas su lugar en el mundo es delante de la parrilla ubicada detrás del mostrador, donde se lo ve manejando con destreza cada uno de los cortes.
Entre cierres y reaperturas
El Obrero cerró primero (como todo el planeta) en marzo de 2020, en medio de los temores que despertaba el Covid-19. En noviembre, con los primeros aforos permitidos, reabrió tímidamente, solo de mediodía, para intentar que los engranajes volvieran a rodar. Pero no alcanzó: tres meses más tarde volvió a cerrar, en lo que en ese momento parecía una decisión definitiva. Era la despedida de un bodegón nacido primero como fonda, allá lejos en 1954, de la mano de Marcelino Castro, un inmigrante asturiano.
“Cuando papá empezó no tenía menú, solo platos del día, bien calóricos y potentes, ternerita guisada, mucho de olla. Los clientes eran todos obreros que trabajaban en el puerto, en las industrias cercanas, en los frigoríficos, en lo que era la usina de electricidad (donde hoy está la Usina del Arte), cuenta Silvia, hija de Marcelino, quien falleció en 2011. Ya desde hace más de dos décadas que este restaurante es manejado por esta segunda generación familiar: Juan Carlos, el hijo mayor de Marcelino; Pablo, el menor; y Silvia, la del medio.
El bodegón que se convirtió en leyenda
Con los años, El Obrero fue creciendo, agregando esos platos que hacen al comer porteño. Las pastas, los pescados, las carnes, las milanesas. El menú ganó páginas y páginas, a tono con los bodegones de la ciudad. Siendo parte del futbolero barrio de La Boca, no pasó mucho tiempo hasta que las paredes se fueron llenando de obsequios de clientes, banderines, camisetas, afiches; recuerdos de épocas que terminaron por dibujar la genealogía de esta casa. El lugar se convirtió en leyenda, recibiendo no sólo a fieles habitués sino también a cada artista, deportista y político que pisaba el suelo argentino. Muchos quedaron retratados en fotos que se pueden ver: ahí está Bono, allá Robert Duvall, más acá Manu Chao, por ese costado David Byrne, por el otro Francis Ford Coppola y Willem Dafoe, entre tantos más.
Hoy es miércoles; mañana será Jueves Santo y se percibe cierta distensión en el ambiente, como previa del feriado. Son las 20.30 y todas las mesas de El Obrero están reservadas. Sobre los manteles blancos, con servilletas de tela marcando cada lugar, hay papeles escritos a mano con los nombres de quienes vendrán esta noche. Laura, Martín, Ignacio, Rodolfo, Elizabet. El lugar se llena rápido, las mesas están apretadas, parece otra época, otro tiempo. La gran mayoría de los que entra se acercan a Silvia y la besan; muchos otros se emocionan y abrazan a Pablo, que atiende las mesas.
También está allí Florencia, hija de Silvia, sirviendo platos y vinos con evidente conocimiento del servicio, más allá de la incipiente panza que marca los 5 meses de embarazo que lleva adelante. Es un clima de reencuentro, de felicidad contenida, de hambre de rabas y de tortillas. Sobre uno de los mostradores hay un ramo de rosas rojas. En otro está la icónica caja registradora de principios de siglo pasado.
Una postal de época
El Obrero es una postal de época, que vale la pena defender. La familia Castro está hoy preocupada: no sabe si lograrán sobrevivir a esta nueva etapa. Ya no están los turistas internacionales con dólares en sus billeteras, tampoco las empresas que llenaban el salón de mediodía. El lugar reabrió gracias al aporte privado de amigos, necesarios para reacondicionar el espacio, arreglar una heladera, cubrir una gotera del techo. La idea original era abrir en noviembre de 2021, pero todo demandó más tiempo y esfuerzo del previsto. Por ahora trabajan sólo de noche, en una primera semana a salón siempre lleno. Al fondo, la cocina es increíblemente pequeña para la cantidad de platos que elaboran.
Los clásicos de la casa son la tortilla de papas con chorizo colorado, que sale jugosa a menos de que se pida lo contrario. Se suman infinitas porciones de rabas, tiernas por dentro y crocantes por fuera. La corvina a la vasca es muy sabrosa, con abundante ajo como para espantar vampiros. Hay mollejas, entraña, bifes. Son muchos los que piden la milanesa a la napolitana y otros cuantos los que van por los straccinattis al tuco. Las pastas no se amasan allí, pero se siguen comprando al mismo proveedor de siempre.
Sin dudas hay trabajo por hacer y cuestiones por mejorar en El Obrero; es posible y deseable que gane cierta mirada gastronómica contemporánea sobre lo que son los productos, el servicio y la infraestructura. Pero ahí está todo el ADN necesario para triunfar en un mundo donde los platos que amamos vuelven a ocupar su sitio sobre las mesas. Detrás de cada detalle, de cada objeto y sabor, hay una familia que nació, que creció y que sigue viviendo allí, entre esas paredes centenarias (la casa tiene más de un siglo de vida), rodeada del sonido de copas que se entrechocan, de múltiples idiomas hablados en voz alta, de platos yendo y viniendo, de generosos flanes con dulce de leche y panqueques flambeados que los propios mozos prenden sobre la barra. El Obrero reabrió sus puertas.
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