En su festejo Mónica Herz descubrió, sin buscarlo, una nueva fuente de ingreso familiar y la base de su éxito
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Mónica Herz está a punto de cumplir 66. Los va festejar, como desde hace varios años, por partida doble: el día de su nacimiento coincide con el día en el que encontró el camino al éxito... y una fortuna de 15 millones de dólares al final del camino. Dice que su historia es “como un cuento de hadas”. Y no exagera.
Ella la cuenta con mucho orgullo. Primero nos pone en contexto, nos ubica en 1994. La economía familiar había dado un giro de 180 grados: la próspera fábrica textil de su marido, que desde el comienzo de su matrimonio había sido el sostén del hogar y les había permitido disfrutar de una vida de confort, con una casa de fin de semana y colegios privados para sus tres hijos, se estaba yendo a pique. “No parábamos de acumular deudas”, insiste Mónica. Se aproximaba el 23 de junio, día de su cumpleaños y, pese a todo, estaba decidida a festejarlo con amigas. Como todas vivían a dieta, armó un menú light que preparó con los ingredientes que compró en la dietética más cercana a su casa. “Fue como que la oportunidad me encontró a mi”, reflexiona a la distancia.
Dueño del local: -¿Qué vas a preparar con todo esto?
Mónica: -Tortas, porque es mi cumpleaños.
Dueño del local: -Si te sobra tráeme que me gustaría probarlas.
“La cocina siempre me gustó. Ese día prepare distintas tortas, con diferentes tipos de mouse. Las hacía con una premezcla que se compraba en la dietética, pero yo la lookeaba con sabores, nueces y almendras. Mis amigas me dicen ‘la armadora’ porque yo de la nada, con lo que hay, te hago una comida”, dice entre risas. Y efectivamente, ese día Mónica festejó su cumpleaños y al siguiente volvió a la dietética con algunas porciones de las tortas que le habían sobrado.
“¿Por qué me va a comprar a mí si tiene unas tortas que son muy parecidas? pensé en ese momento. Y le ofrecí fraccionar en porciones individuales. Creo que una de las cosas del emprendedor es poder observar, descubrir cuál es la necesidad. Y yo veía que cada vez que él vendía una porción, sacaba la torta de la heladera, la cortaba y envolvía y luego devolvía la torta a la heladera. Y pensé: ¿cuánto tiempo pierde este hombre en hacer eso todos los días? La idea le encantó. Y así empecé”, dice y agrega que enseguida se imaginó la heladera llena de potes con los distintos sabores y colores, chocolate, frutilla, limón.
A partir de ese momento, mientras Daniel hacía malabares para mantener a flote la fábrica textil, Mónica se dedicaba de lleno a su nuevo emprendimiento. Su rutina consistía en batir de noche y dejar los postres listos en la heladera en bandejas rectangulares. A las cinco se despertaba para fraccionarlos en potes individuales y luego despertar a los chicos para llevarlos al colegio. Una vez que los dejaba en la escuela, comenzaba repartir las entregas y, cuando terminaba, buscaba nuevos clientes. Por la tarde compraba la materia prima. “Así todos días. Mi oficina estaba dentro del auto. Hasta tenía el esmalte de uñas en el auto, porque quería ofrecer mis productos no como ‘la cocinerita’ sino como empresaria. Siempre me gustó cuidar mi imagen”, dice.
Luego, incorporó otras comidas y tartas saladas. “Al principio me ayudaba la chica que trabaja en casa y después una señora que pasó pidiendo trabajo, que luego sumó también a su cuñada”, recuerda. Cuando encontraron nuevos canales de venta, el negocio comenzó a crecer. Las viandas empezaron a ser pedidas por clínicas especialistas en tratamientos de obesidad, como la del doctor Máximo Ravenna (las famosas viandas Deli Light de 150 calorías). Para ese entonces, Daniel trabajaba solo medio día en el rubro textil y por las tardes la ayudaba a Mónica que había mudado su emprendimiento al departamento de la abuela de su marido, recientemente fallecida, y lo convirtió en “una gran cocina”.
-¿Sentís que tuviste que tocar fondo para tomar impulso?
-Siempre nos acordamos que en ese tiempo, cada vez que nos levantábamos, lo primero que hacía Daniel era llamar por teléfono al Banco para ver cuánta deuda teníamos que cubrir ese día. Estaban los amigos que nos decían “no importa, se presentan en una convocatoria y listo”, pero era nuestro apellido, que es el mismo de nuestros hijos, era muy importante. Así que el día que Daniel se retiró de la sociedad, nos quedamos con nuestro departamento y un auto. Eso era todo lo que teníamos. Nada más. Y deudas. En un momento, ni siquiera podíamos pagar la escuela de los chicos ni la prepaga. Fue una época difícil.
-Pero contabas con tu espíritu emprendedor.
-Siempre fui así. Soy activa. De hecho, al día de hoy sigo trabajando. A mí me gusta producir, estar en actividad constante. Sólo paré cuando nacieron mis hijos, un año cada vez, pero después siempre trabajé. No fui a la universidad, pero estudié algo de sistemas y trabajé unos años como graboverificador (data entry). También estudié cosmetología y me puse un gabinete en un gimnasio. Después hice un taller de pintura y terminé siendo profesora de pintura para chicos. Además, pinté ropa para bebé... Y trabajé con Daniel en la fábrica, en la producción y la relación con los talleres.
La gran depresión
Todo avanzaba viento en popa hasta que llegó la tormenta. “Somos tres hermanas. Soy la del medio y un día me avisan que mi hermana mayor, que vivía en Israel, estaba enferma de leucemia. Viajé para estar con ella y ser donante. Pero los médicos dijeron que no tenía sentido hacer el trasplante de médula porque el cáncer estaba avanzado. Aunque recibió tratamiento, no se pudo hacer nada y falleció, fue fulminante. Ella murió cuando yo estaba allá. Le agradecí a Dios que me haya dado la oportunidad de estar con ella en ese momento. Pero me destruyó”, dice con la voz entrecortada.
Aunque pasaron dos décadas del fallecimiento de su hermana y aún la emociona recordar a Clarisa, a la distancia piensa que su partida representó un nuevo comienzo. Marcó un antes y un después. “En 2001, cuando volví a Buenos Aires tenía que hacer el duelo y entré en una gran depresión. No tenía fuerzas para nada, adelgacé como 12 kilos... pero tenía que esforzarme porque las viandas eran en ese momento nuestro sustento”, cuenta.
Fue así como por recomendación de una amiga, conoció a una psicóloga, Ingrid Rivera, que la ayudó a realizar el proceso del duelo y luego trabajó también con las empleadas del emprendimiento para estimularlas a que todas puedan dar lo mejor de sí. “Una de las chicas decía que solo sabía pelar cebollas y hoy es la mano derecha en la empresa de uno de mis hijos. El cambio fue increíble. Dentro de mi historia existen otras pequeñas y distintas historias que se fueron dando por el solo hecho de atravesar el límite que nos ponemos. Cuando falleció mi hermana, yo sentía que no podía más, me preguntaba todos los “por qué” que no llevan a nada. Hay que cambiar el “por qué” por el “para qué”. El “por qué” te da solo excusas y el “para qué” te lleva a un propósito de acción”, dice.
-¿Y descubriste cuál era tu propósito?
-Me di cuenta de que quería crecer. Había soñado una fábrica. El color de las paredes y los azulejos, las mesadas con acero inoxidable... todo lo imaginé con el mínimo detalle. Al año y medio hice la inauguración de la planta en San Martín. Es decir, tuve esa visión de futuro de lo que yo quería hacer y eso sirvió. El saber qué es lo que cada uno quiere hacer nos da el poder de seguir adelante.
“El crunch de la galleta, con el sabor del chocolate...”
“¿Vas a comer galletas de arroz con chocolate?”, fue la pregunta que le hizo Daniel a Mónica cuando, en un viaje a España, ella volvió fascinada con la galleta de arroz y un fino baño de chocolate que promocionaba una empresa Suiza. “En Barcelona fuimos a una exposición de gastronomía, Alimentaria. En ese tiempo yo estaba en la búsqueda de un snack saludable porque trabajaba para varios centros de nutrición. ‘El que busca encuentra’, siempre me gustó pensar así, y además lo comprobé”, dice.
“Las probé y pensé: ‘yo quiero esto’. El crunch de la galleta, con el sabor del chocolate, me encantó. Me traje muestras. Cuando estábamos en Argentina pensaba: ‘¿Cómo transformo esto en un producto argentino?’. Y ahí surgió la idea final: ¡un alfajor!”, cuenta.
Pero el proceso para llegar al chocoarroz que hoy conocemos, tardó tres años. “Empezamos con una bañadora manual, derretíamos el chocolate a baño maría y lo volcábamos sobre una una rejilla donde poníamos las galletas de arroz. Para secar el chocolate utilizábamos un secador de pelo. Pero pasaba que el dulce de leche humedecía la galleta... Después descubrimos que teníamos que bañarla de los dos lados para evitarlo. Pero el doble baño de chocolate me agregaba muchas calorías, por eso me contacté con alguien de La Pampa que hacía dulce de leche deshidratado, en polvo, para solucionar este tema. Y empezamos a hacer muestras hasta que logramos el relleno del alfajor. También alguien de Córdoba nos fabricó una línea de producción porque se nos volaban las galletas”, dice
-¿Cómo fue la respuesta del mercado?
-Yo me equivoqué... Los primeros chocoarroz salieron con un envoltorio transparente. Fue idea mía, yo insistí con el papel transparente. Lo que sucedió fue que cuando el chocoarroz estaba en el quiosco y hacía un poco de calor, el chocolate se pegaba al papel y quedaba feo a la vista. Entonces comprendí que así no iba a funcionar, que tenía que hacer un nuevo envoltorio.
Finalmente, el producto tuvo una gran aceptación. Al mismo tiempo, los tres hijos de Mónica se sumaron a la empresa familiar que no dejaba de crecer. Emiliano se integró en la parte comercial, Diego a la planta industrial y Pamela tomó las riendas de la administración. Mónica siempre siguió de cerca la producción. En noviembre de 2011 alcanzaron un récord que superó largamente sus fantasías: vendieron 6.000.000 de chocoarroz. “Llegamos a tener dos plantas de producción, una distribuidora y 280 empleados”, dice.
-¿Cómo incidió en el matrimonio el cambió de roles? De pronto, tu emprendimiento pasó a ser el sostén familiar...
-Daniel siempre me apoyó. Gracias a él y al resto de la familia llegamos hasta donde lo hicimos. El éxito no es solo mío, sino de todos. Si Daniel no hubiese estado al lado mío, yo no hubiese sido exitosa. Soy malísima con los números. Por eso nos complementamos y siempre compartimos. Si bien yo vi la oportunidad, sin su apoyo no hubiese sido posible. Yo era la Ferrari y él sabía cuándo había que frenar, ir más despacio. Así nos compensamos: sin él me hubiese estrellado muchas veces.
“¡Quieren comprar toda la empresa!”
En febrero de 2011 Mónica recibió un llamado que, nuevamente, lo cambiaría todo. “Nos llamaron para comprarnos la empresa. La secretaria me pasó a mí el llamado y yo se lo pasé a Emiliano porque no había entendido bien de qué se trataba. Pensé que querían comprar chocoarroz, hacer un pedido... Pero vino mi hijo y me dijo: ‘Mami, no quiere comprar chocoarroz: ¡quiere toda la empresa!’”.
-¿Cuál fue tu reacción?
-Lo primero que hice fue decir “yo no vendo”. Era como un hijo. Pero Daniel me dijo: “escuchemos”.
La negociación tuvo varias idas y vueltas. Duró 18 meses. “Llegó un momento que yo me puse muy brava. Porque era muy desgastante, mucha gente interviniendo y, a la par, nosotros seguíamos trabajando. Cuando nació el hijo de Pamela, era 10 de junio de 2012 y estábamos en el clínica conociendo al recién nacido, sonó el teléfono de Emiliano. Vi que él se ponía mal y levantaba el tono de voz, estaba angustiado, así que agarré el teléfono y dije: ‘No se quién sos, pero habla Mónica. Nosotros no fuimos a buscarlos a ustedes para vender, ustedes son los que vienen a querer comprarnos y nunca me voy a perdonar si a alguno de mi familia le pasa algo’. Y le pedí que se comunicaran con nuestros abogados y contadores. Y corté el teléfono. Nosotros éramos felices y hacía 18 meses que nos estaban respirando en la nuca”, cuenta.
-Finalmente, el 25 de junio de 2012 se concretó la venta por 15 millones de dólares.
-Sí, en realidad, más allá del dinero, vendimos porque cuando llego la oferta habíamos empezado a tener muchos problemas de inseguridad. La fábrica estaba custodiada con armas largas, eso no me gustaba. También, una de las condiciones que pusimos fue que todos los empleados que teníamos debían ser recontratados. Así vendimos y con parte de ese dinero mis hijos pusieron otra empresa.
-¿Cómo fue el día después?
-Unos días luego de la venta iba caminando por la calle, me acuerdo que tenía un jean y una campera de cuero y pasé por una vidriera y me vi y pensé: “Hoy camino igual que ayer”. Y creo que ese fue el gran trabajo que hizo nuestra familia: caminar al mismo ritmo con la diferencia de la cuenta bancaria. No nos cambió el dinero, ni antes ni después, y creo que eso es fundamental. Me tomé dos años sabáticos, escribí un libro que no está a la venta, sino que es mi legado y se lo regalo a quien quiero, estudié pintura y me dediqué mucho a los nietos. Daniel tomó la decisión de no volver a trabajar. Yo en cambio, estudié mentoring para acompañar a los emprendedores con mi experiencia y luego hice la carrera de coach. Quisiera seguir dejando mi huella y transmitiendo mi experiencia. Porque insisto: voy a tener 85 años y voy a estar arriba de un escenario con stilettos y trajecito hablando de mi historia, porque me encanta. Es como un cuento de hadas.
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