Tienen entre 15 y 20 años y quieren ser los futuros héroes de los hipódromos. Para eso se preparan en aulas con caballos mecánicos y balanzas, donde les enseñan a montar y a mantener el peso, pero también a lidiar con una carrera que les puede hacer ganar y perder fortunas en un segundo
Son las doce del mediodía y esto es una escuela, aunque no lo parezca. En el medio de un aula hay un caballo mecánico. En el aula contigua, los pupitres, aún vacíos, están colocados frente a un televisor. Allí, en lugar de estudiar Lengua o Matemática se analizan carreras. Cuando lleguen los catorce estudiantes –todos bajitos pero fornidos, de entre 15 y 19 años–, no vestirán jumper ni guardapolvo, sino gorro, chaquetilla y látigo. Vienen acá para conseguir un título habilitante mucho más ampuloso que un simple bachillerato: el de "jockeys aprendices".
En el país hay dos escuelas –una en el Hipódromo de San Isidro, la otra en La Plata– a las que vienen a estudiar, sobre todo, chicos del interior de la provincia de Buenos Aires y también de Tucumán, Santa Fe, Formosa, Córdoba y Chaco. "Esto es como el fútbol: para la mayoría de los chicos significa una oportunidad de ser alguien, de tener salida laboral inmediata", dirá más adelante Luis Miguel Bertarelli, director de la escuela platense que funciona de lunes a viernes de diez a trece.
Los requisitos para ingresar son tener noveno grado aprobado y pesar, como máximo, 50 kilos. Las materias que cursan son desde reglamento, equitación, educación física e inglés hasta la ciencia que estudia los caballos: hipología. El título los habilita a correr en las carreras oficiales de Palermo, San Isidro y La Plata.
"La vida de los alumnos no es nada fácil. Dejan sus afectos y vienen de contextos muy humildes", explica Víctor Sabín. Con Héctor Libré, son los ex jockeys que dirigen la escuela de San Isidro, con clases de lunes a viernes de trece a dieciséis. Si hacen las cosas bien y se olvidan "del fernet y los bailes", según el docente, pueden vivir muy bien y ayudar a toda su familia. Pero los que están dispuestos, dice, son pocos. Por esa razón, solo triunfa una elite.
Un rato antes de la una del mediodía, los alumnos empiezan a llegar al hall de la escuela de San Isidro. Me saludan, cada uno con un beso, y se presentan con nombre y apellido. Después se quedan callados, parados uno al lado del otro, esperando que se haga la hora de entrar a clase. Uno de ellos, Iván Monesterolo, ni se imagina que su vida está a punto de cambiar. Viste jean y remera blanca con rayas de color rosa. Tiene una pierna doblada –el pie apoyado contra la pared–, las manos juntas y quietas detrás de la espalda y la mirada clavada en el suelo. Oriundo de Bell Ville, provincia de Córdoba, su papá, cuidador de caballos, siempre le decía que su futuro estaba en San Isidro: por eso, cuando cumplió los 17 –un año y medio atrás–, decidió venir a estudiar a esta escuela.
Se hace la una en punto. Los alumnos entran al aula disciplinadamente y se sientan en los pupitres de plástico marrón en silencio.
–Buenos días –dice Libré a los alumnos.
–Buenos días –responden en un coro prolijo.
Hoy Libré tiene una sorpresa.
–Chicos, el Jockey Club me dio tres premios para sortear entre ustedes por el Día del Niño. Ante el anuncio, los alumnos rumorean y luego vuelve a reinar el silencio y el zumbido que hace el tubo de luz fluorescente. Libré les reparte un sobre a cada uno con un número escrito. Llama al que tiene el tres y le pide que lo abra. El chico saca un papel.
–Vale por un sándwich –lee. Estallan en risas. El ambiente se vuelve revoltoso por un instante, pero el silencio se recobra pronto.
Ahora le toca el turno al que tiene el número dos. Abre el sobre.
–Vale por una tarta –lee, y otra vez aturden las carcajadas. Cuando se desvanecen, Libré le pide a Iván Monesterolo que abra el sobre que tiene en sus manos –con el número uno– y lea lo que dice. Iván saca el papel: las manos le tiemblan. Lo mira y se agarra la cabeza. Llora. Llora como un chico. El llanto se amplifica en el aula pequeña. Sus compañeros tragan saliva. Libré se seca el borde de los ojos. Yo estoy desorientada. Cuando logra calmarse, solo entonces, Iván puede leer en voz alta.
–Vale por una solicitud de patente.
A Iván le llegó la hora que todos esperan: el egreso. Después me explicarán que, como en esta escuela no hay gorro negro de egresados ni entrega de diplomas, Libré, excéntrico, acostumbra darle la buena noticia al que se recibe así, con una sorpresa. El alumno que egresó antes que Iván, por ejemplo, se enteró de la buena nueva mordisqueando una empanada. Otro egreso desopilante sucedió unos meses antes: era lunes y un policía golpeó a la puerta de la escuela. Buscaba a un alumno en particular para que le firmara unos papeles. El pibe, asustado, fue hasta la puerta y recién ahí cayó en la cuenta de que lo que tenía que firmar, en realidad, era su solicitud de patente.
"No esperaba recibirme hoy –dirá un rato después Iván, con la emoción todavía en los ojos–. Ahora que voy a empezar a correr, lo único que quiero es estar entre los primeros. Quiero ahorrar para comprarme la casa y el auto".
De mendigo a millonario
La casa y el auto, en ese orden. Esa es la lección principal de estas escuelas. Para que un jockey viva cómodo le bastaría con salir victorioso en setenta carreras al año. Solo en el primer año de competencia, un aprendiz llega a ganar $100.000 en treinta días. El jockey es un trabajador sin sueldo fijo: juega cerca de cincuenta carreras por semana –siete por día, es decir por reunión– y cobra $250 por cada una. A eso le suma el 9% del premio de las competencias que gane. Los premios van desde los $10.000 hasta el millón. Aunque si sale segundo o tercero, también se lleva ese porcentaje: en algunas carreras hasta el séptimo puesto cobra premio. "Inviertan en un techo y después en el vehículo", dice siempre a los alumnos Sabín, como un mantra. "No se pierdan en las tentaciones".
En el tópico de la casa y el auto, Cristian Menéndez fue un alumno ejemplar. Diez años atrás, cuando terminó séptimo grado con 15 años, se fue de Bolívar –dejó a sus diez hermanos y a sus padres– y se instaló en La Plata para estudiar en la escuela de jockeys. Se recibió a los 17. Muy pronto pudo cumplir el sueño del techo propio. Lo más difícil para él no fue juntar el dinero, fue hacer la transacción. Por eso, un año después de recibirse, Cristian fue hasta la oficina de Bertarelli en la escuela de jockeys platense para pedirle un consejo: su problema era que tenía $180.000 en una cuenta bancaria y sacaba del cajero de a $500 por día para tener todo el dinero junto para comprar la casa.
–No voy a llegar más, profe –le dijo, preocupado.
–No, Cristian… –le explicó el director de la escuela–, vos no tenés que tocar esa plata… andá a hacer la operación al banco, querés…
Hoy Menéndez tiene 26 y ganó más de quinientas carreras. Además de su casa y un vehículo, le compró una casa a una hermana en Bolívar y otra a un hermano. Un campo compartido con sus familiares –con vacas, potrillos, abejas, chanchos– y un caballo de carrera a medias con un gerente del Banco Provincia.
La casa propia es el ritual de iniciación. Pablo Falero es el mejor jockey actual y también llegó a las carreras acunando un sueño hecho de ladrillos: "Siempre quise tener una casa linda", dice sentado en una de las mesas de Estancia Falero, el restaurante que abrió hace cuatro años frente al Hipódromo de San Isidro. La casa se la construyó en Olivos. Tiene tres pisos: un living comedor amplio, cocina, cuatro dormitorios –dos en suite, dos en semisuite–, un playroom en el que están sus trofeos, su ropa de trabajo y el gimnasio, un quincho, pileta y garaje para seis autos. A veces, lo usa como salón de fiestas.
Para construirla, Falero forjó su carrera a base de conducta. "Él –dirá Libré– es jockey hasta cuando va al baño". Tiene 47 años y 33 de actividad. Se consagró como corredor en Uruguay, su país de origen, hasta que una caballeriza argentina le ofreció un contrato por un departamento, un auto y un sueldo. En la Argentina, al principio le fue mal, y está convencido de que la mala racha inicial le permitió caer bien entre sus colegas. El éxito llegó luego, con esfuerzo y trabajo: hoy gana ocho carreras por semana. "Acá te desbandás un poquito y fuiste. Para subirte arriba de un caballo tenés que estar lúcido y dar el peso… con el paso del tiempo te das cuenta de que es preferible tener pocos amigos, poca junta y dedicarte a la familia". Falero entrena todos los días, y su batalla más dura consiste en llegar a los 50 kilos: "Más ahora que estoy grande. Los días de carrera troto, me saco un kilito, dos –dice–. A veces le dejo el asado listo a mi familia y me voy para no tentarme".
El peso es el trauma de todos los jockeys y aspirantes. Dentro de la jornada escolar, una vez por semana, también está el pesaje: es como pasar al frente a dar la lección.
–Montoya, pase –dice Sabín.
Montoya se levanta y camina hasta la balanza.
–La concha de mi madre –putea y baja de la balanza que marcó 54 kilos. Debía estar sí o sí en menos de 50. Libré, cuaderno en mano, anota el peso. Y sigue:
–Robledo.
Pasa Robledo. En esta escuela, el que está excedido tiene una falta, y con el 20% de inasistencias, cualquier alumno queda automáticamente expulsado de la institución.
–Cincuenta kilos. Yo sabía. Estás muy chupado de cara –exclama Sabín–. ¡Bien, pibe!
Cuando se recibe, el aprendiz aumenta su peso de modo paulatino: en sus inicios, en las carreras se lo beneficia por su inexperiencia permitiéndole pesar menos de los 50 reglamentarios para que gane más fácil. Por eso en sus primeras sesenta carreras "descarga cuatro kilos", es decir que corre con 46 kilos. De las sesenta a las ochenta, corre con tres kilos menos que un profesional. Entre las ochenta y las 120, con dos kilos menos. Y cuando gana 120 carreras, se da el gran salto: la balanza se clava en los 50 kilos.
Muchos jockeys, por llegar al peso, hacen lo impensado y hasta sufren trastornos alimenticios. Además de cinta y bicicleta fijas, el jockey platense Mario Leyes, por ejemplo, instaló un sauna en su casa. Lo usa diariamente para bajar ese kilo y medio de más que siempre lo atormenta y a veces le saca montas. Leyes sabe lo que es la necesidad y no quiere volver a pasarla: desembarcó desde Mendoza en La Plata siendo pobre. En su familia eran ocho hermanos. Su papá era cuidador de caballos. En la escuela de jockeys de La Plata estudió tres años y salió a las pistas hecho una fiera: con 34 años, ya corrió 11.000 carreras y ganó más de 1.200. La última grande fue el Gran Premio República Argentina en el Hipódromo de Palermo, el 1 de mayo. ¿El premio? Un millón de pesos. "No tenés nada y de golpe tenés mucho. Es duro –dice, en un alto en las carreras–. La escuela te lo va advirtiendo. Lamentablemente, algunos se dan cuenta tarde".
El turf argentino es el tercero en importancia a nivel mundial después de Estados Unidos y Australia: detrás viene Japón. Y no existen cifras exactas, pero en el país hay alrededor de trescientos jockeys en actividad, cuya vida útil como profesionales comienza entre los 18 y los 20 y termina, en los mejores casos, a los 55. Su caudal de trabajo depende exclusivamente de la cantidad de montas que consigan. "Es un ambiente bravo. Los jockeys son tímidos y solitarios, pero tienen que aprender a relacionarse con los cuidadores para trabajar bien. Además, entre ellos hay mucha competencia, mucha envidia", dice en la escuela Sabín.
Los menos –apenas veinte jockeys, los más exitosos– implementaron hace poco la figura del manager, un representante que se encarga de negociar con las caballerizas. El primero que lo adoptó en la Argentina fue Falero, en 2007: contrató a su cuñado. En el turf de Estados Unidos, en cambio, el representante es una figura más del ambiente.
Con las complicaciones y las exigencias de la profesión, algunos jockeys no terminan bien. Son los corredores que se tientan con los excesos que tienen a mano desde que se reciben. "Cuando salen a las pistas tienen que enfrentar situaciones que pueden llevarlos a la ruina, y a muchos les pasa: el caso típico es el del chico que de no tener nada empieza a tener dinero y hace desastres. Se le acerca cualquier persona y termina seco. Sucede mucho", dice el director de la escuela platense. Libré coincide en que las tentaciones son muchas: "Son pibes puros, vienen del campo, pero las luces del boliche o las chicas los pueden llegar a marear. En la escuela se los hacemos ver desde que arrancan".
Hay casos emblemáticos, como el de Miguel Cañedo, un jockey que corría en La Plata y ganó nueve veces la estadística. Durante sus primeros años como corredor hizo fortunas. Pero a los 51 terminó en la lona, alquilando una pieza en una pensión y con la entrada prohibida al hipódromo, denunciado por levantar juego clandestino. Al poco tiempo, lo encontraron muerto en su piecita.
"Se dedicó a cualquier cosa, se separó, empezó a despilfarrar todo su dinero –dice Bertarelli–. Siempre les cuento ese caso a los chicos para que reaccionen y se den cuenta de que a ellos también les puede pasar".
¿Cosa de hombres?
El golpe seco del látigo que pega contra el anca del caballo se repite cada veinte segundos, y de fondo, el ruido del motor suena como una picadora de carne. Esta es la clase de caballo mecánico. Florencia Peñalva –rubia, ojos claros, flaca– sube de un salto ágil al caballo, que la dobla en estatura. Agarra las riendas y se coloca con las piernas en semiflexión y la cola en línea recta con la cabeza. El caballo es negro y las patas de metal se mueven en círculo hacia arriba, hacia adelante, hacia abajo y hacia atrás. Sabín grita los movimientos –"cambie", "carretee", "pegue"– y ella maniobra con el látigo.
"Esta chica es un fenómeno", me dice Libré mientras la mira. Florencia hacía equitación desde chica y a los 15 años se presentó a la escuela de jockeys, pero Libré la vio muy frágil y pensó que no se iba a bancar el ambiente machista. No la admitió. A los 18, cuando terminó la secundaria, volvió a golpear la puerta de la escuela. "Bueno, nena, si sos tan insistente, quedate", le dijo Libré, que hoy está fascinado con su caso. Es que Florencia es pura perseverancia: el 13 de octubre de 2013, en una carrera amateur en Santa Fe, se cayó del caballo y sufrió un traumatismo encefalocraneano. Estuvo cuarenta días en coma. Pero el día que se despertó, lo primero que les dijo a sus padres fue que no quería abandonar la escuela de jockeys por nada en el mundo. "Mi papá no estuvo de acuerdo, pero tuvo que aceptar mi decisión". Florencia sueña con sumarse a la minoría de jocketas profesionales –cinco actualmente– que están en actividad en la Argentina. Se recuperó en seis meses y no le quedó ni una secuela. Sus médicos están tan azorados como sus profesores. "Esta profesión es una enfermedad –me dice Libré mientras la mira practicar arriba del caballo mecánico–, ¿te das cuenta de lo que está haciendo esta chica después de lo que le pasó?".
La obsesión de Florencia, explican sus profesores, es lo que la llevará a destacarse cuando sea profesional. Esa misma obsesión se ve en grandes jockeys como Jorge Ricardo. Si la pista de carreras en donde corre fuese la circunferencia de la Tierra, Ricardo ya hubiera dado la vuelta al mundo. Corre en hipódromos desde hace 37 años: hoy tiene 52, pero el caballo no se le cansa. Ganó más de 12.250 carreras y disputa el récord de ser el jockey más ganador de la historia del turf con el canadiense Russell Baze. Llegó de su país natal a la Argentina en 2006. ¿Por qué decidió emigrar hacia acá? Sencillo: porque en la Argentina podía correr carreras todos los días y acercarse más a ese podio. En Brasil, en cambio, el turf se da cita solo cuatro veces a la semana.
"Jamás pensé que podía ganar tanto", dirá al volante de su Mercedes Benz blanco. Viajamos en la autopista Buenos Aires-La Plata hacia el hipódromo de la ciudad de las diagonales. Para mantener su récord, Ricardo explica que debe competir todos los días. Son entre dos y seis carreras por reunión. Lunes y viernes en Palermo, martes y jueves en La Plata, miércoles y sábados en San Isidro, y el domingo en el hipódromo que toque. Además, todos los días a las seis de la mañana varea los caballos que luego va a montar. "El caballo es un atleta, necesita estar ejercitado". Le pregunto por las vacaciones. Dice que se toma solo quince días al año cada diciembre. Claramente, la rivalidad con Baze hace que su esfuerzo por ser el mejor no cese: la pulseada se resolverá cuando ambos se retiren y en los anales del turf quede impreso el número final de carreras ganadas. Y Ricardo sabe que puede terminar conquistándolo, porque le lleva a Baze algunos años de edad de ventaja.
Lo único que puede retrasarlo en su objetivo es un percance: los corredores tienen una larga lista de accidentes. Un jockey recorre los mil metros de pista a sesenta kilómetros por hora, lo que significa un minuto y medio de pura adrenalina que puede costar caro. En el caso del brasileño, su cuerpo es una gran fractura: puede contar más de treinta lesiones, entre quebraduras de clavícula, antebrazos, codos, omóplatos, húmero, brazos y cuatro fracturas de maxilar. El último parate de tres meses fue el año pasado: una fractura de codo que casi lo deja fuera de competencia. Le costó una cirugía con placa de titanio y tornillos.
Si tuviera que definir la fórmula de su éxito, Ricardo dice lo mismo que Falero: "Tuve suerte y la ayudé trabajando". Esa renuncia, para ambos, significó perderse fiestas, casamientos, cumpleaños, tanto por la comida como por los horarios. "Ser profesional –dice siempre Libré– es sacrificarse todo el tiempo. El jockey que quiere vivir de esto vive de su cuerpo, y su cuerpo tiene que estar descansado". Ricardo llegó a relegar la crianza de sus dos hijos más grandes, que viven en Brasil. No es necesario que lo aclare, pero él repite: "Dejo la vida en mi trabajo". De hecho, cada noche, al llegar del hipódromo a su lujoso piso en Avenida del Libertador, él siempre prende la tele. ¿Para despejarse? No. Para ver la repetición de las carreras que corrió en el día.
Pehuén Roncoli también mira las carreras de caballo en su casa al llegar la noche. Pero su espacio es mucho más modesto que el piso de Ricardo en Avenida del Libertador. Como todos los aprendices de jockey, Pehuén vive en el altillo de uno de los studs del hipódromo, que son un sinfín de construcciones prolijas, con techo de tejas, que forman un pequeño barrio al costado de la pista de entrenamiento. Un barrio en el que el único ruido que se escucha –a pesar de que el hipódromo esté en el medio de la ciudad– es el de los pajaritos y el relinchar de los caballos.
–Yo no quiero ser un jockey de provincia –dice Pehuén camino a su cuarto. El stud está lleno de telarañas, fardos, paja, bolsones de avena y un profundo olor a bosta. Hijo de padre y abuelo jockeys, Pehuén cuenta que ya podría estar corriendo en el Hipódromo de Tandil, pero vino a San Isidro "para ser alguien".
Subimos una escalerita y entramos a su pieza: un espacio de tres por tres, con cama cucheta, mesita de luz, despertador, ropa tirada, minibar, pava eléctrica, placard, televisor, silla de plástico, horno eléctrico, escoba, espejo, ventana ínfima. "Estoy ahorrando para comprarme un aire acondicionado en el verano. Cuando hace calor este lugar es mortal".
Hoy Pehuén se levantó, como siempre, a las cinco y media de la mañana y a las seis vareó los caballos del stud hasta las doce. Por esa tarea gana $800 a la semana. A la tarde fue a la escuela. Y a esta hora, en la que ya trabajó y estudió, para él empieza el calvario: Pehuén extraña. Cuando lo dice la voz se le entrecorta. "Entre estas paredes te hacés la cabeza, te enloquecés. En Tandil está mi gente, mis comodidades. Acá no tengo a nadie, pero tengo que aguantar". Para las fiestas del año pasado se fue catorce días a Tandil y no quería saber nada con volver. Libré tuvo que llamarlo por teléfono para convencerlo: le queda menos de medio año para recibirse.
–No veo la hora de tener un lugar más grande para que mi familia pueda venir a visitarme. El año que viene, si Dios quiere –me dice y se dice a sí mismo, dándose ánimos–. El año que viene, cuando ya me haya comprado mi casa.