Escribir con o sin hijos: la batalla del tiempo
La escritora Natalia Moret compartió hace unos días esta pequeña teoría: la obra de los tres grandes cuentistas argentinos (Borges, Cortázar y Castillo) solo pudo ser escrita por fuera de la experiencia de la paternidad. "Sus cuentos son máquinas perfectas, escritos sin miedo (y sin tristeza) en la libertad de un mundo calculable como solo puede ser un mundo sin hijos". En contraposición a esto, dice Moret, tenemos a los mejores cuentistas norteamericanos (Carver, Cheever), "todos padres imperfectos, con sus cuentos imperfectos, creadores del realismo sucio y temeroso, con cuentos habitados por seres pequeños y tristes, dominados, sobre todo, por la emoción más real de todas: el miedo a tener algo hermoso, porque de un momento a otro, sin ningún aviso, lo podemos perder".
Como toda hipótesis crítica, la de Moret construye una verdad imaginaria que podría refutarse con otra selección de autores, pero la tensión logística y creativa entre paternidad/maternidad y literatura existe, y modela la obra de un escritor. Doris Lessing lo supo mejor que nadie. Cuando en 1949 dejó a sus dos hijos con su primer marido en Rhodesia para mudarse a Londres con el manuscrito de Canta la hierba, era consciente de la condena vitalicia que afrontaba. Pagaría con el estigma del abandono –que por supuesto no marcó a sus colegas hombres que tomaron decisiones similares– el precio de su destino y del tiempo que necesitaba para alumbrar sus historias. Esa elección compleja alimenta las páginas de Un cuaderno dorado e inspira a personajes como Martha, de Un matrimonio pacífico, que le dice a su hija antes de partir: "Vas a ser perfectamente libre, Caroline, te estoy liberando".
Ese conflicto lo había tratado a su modo Virginia Woolf, que no tuvo hijos y habló de la importancia de la habitación propia. En Al faro, de 1927, aparece Mrs. Ramsay, una madre típica de su época que experimenta una forma precaria de libertad luego de acostar a los chicos. En esas horas nocturnas, escribe Woolf, "podía ser ella misma (...), estar en silencio; estar sola".
Vayamos a un caso más cercano. En los años 90, un joven escritor argentino publica su primera colección de poemas y para su sorpresa recibe el llamado de Ricardo Piglia. Después de algunos elogios y sugerencias, Piglia le da un consejo inesperado: "No tengas hijos, eso te va a permitir dedicarte de lleno a la escritura". Cuando escuchó la historia, Rodolfo Fogwill reaccionó indignado: "¡Qué horror! Me imaginaba un tipo usando forro todas las noches para que después no venga un chico a molestarlo cuando está en la computadora".
Fogwill era el contraejemplo y se jactaba de serlo: por entonces tenía cuatro hijos, y todavía le faltaba el quinto. Pero la cuestión no es solo ser o no ser, sino también cómo ser, porque el ancho de banda mental de un escritor a veces no alcanza para todo. Cuando Fogwill murió en 2010, su hija Vera lo despidió con un texto en Página/12 en el que decía: "Como padre, fue un gran escritor. No se lo podía molestar, no se le podía quitar minutos a su silencio ni a su pensamiento". Quizás la última ironía del autor de Los pichiciegos fue despedirse de este mundo "literariamente", dice Vera, aludiendo a la respiración artificial de Piglia.
La lucha por el tiempo, la libertad y el equilibrio determina el camino de cualquier padre o madre. Cuando irrumpe una fuerza tan radical, nada vuelve a ser como era. En Al pie de la escalera, una novela que habla de la adopción, Lorrie Moore suelta una reflexión que puede sonar dramática, pero que define la potencia revolucionaria de ese amor irreversible: "Un bebé destroza una vida –escribe Moore– y al hacerlo se convierte en la mejor parte de esa vida".
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