Enrique Job Reyes & Delmira Agustini
Ella fue una poeta precoz admirada por Rubén Darío. El, un hombre de negocios que no comprendió el genio de su amada. Una historia de trágico fin que la autora de Zona de clivaje y La crueldad de la vida evoca con maestría
La muchacha que Enrique Job Reyes conoce en 1908 es rubia, flexible, de ojos celestes y perturbadores. Le han dicho (o le dirán muy pronto) que ella toca virtuosamente el piano, que pinta muy bien y que escribe poemas. ¿Qué más le hace falta para enamorarse de ella? El tiene 23 años, es rematador de hacienda y usa bigotes engominados. La poesía le interesa poco, pero no debe dudar de que se trata de un atributo tan femenino como el recato o la belleza. Por curiosidad, o por gentileza, ha de leer el primer libro de ella, publicado un año atrás. Pero no tiene el hábito de la poesía. Lo leído no lo lleva a sospechar que un día Rubén Darío la comparará con Santa Teresa y que Rafael Barrett dirá de ella que concibe el amor como un absoluto, “al cual se arrojó como a un abismo, cerrando los ojos”. Tampoco le dan que pensar las palabras del filósofo Carlos Vaz Ferreira: “... usted (Delmira) no debería ser capaz, no precisamente de escribir, sino de entender su libro”. Por otra parte, unos poemas que hablan del deseo, del cuerpo, de Eros y de la muerte no deben resultar alarmantes en tanto su autora sea modosita. Delmira lo es: a todas partes va del brazo de su madre, una señora corpulenta que parece regir por completo los pasos de la hija. De modo que Enrique no encuentra motivo de preocupación la tarde en que se enamora de Delmira Agustini. ¿Qué le ve ella a este muchacho retraído y de mirada huidiza? No es improbable que se sienta atraída por él y que su imaginación haga el resto. Tampoco es improbable que cierta sabiduría natural la haga comprender que el amante arrasador que alumbra en sus poemas no se ha hecho ver hasta la fecha por su Montevideo natal. Ella concibe un amor absoluto, su cuerpo desea un hombre, las costumbres de la época exigen un novio que un día, sin sobresaltos, se convierta en marido. Y Delmira es una mujer apasionada, no una revolucionaria: la lucha contra las costumbres de la sociedad no es lo suyo. Durante cinco años y medio protagoniza con Enrique un noviazgo ritual. Visita de él dos veces por semana, caricias furtivas en el sillón de la sala, apariciones intempestivas de la madre, copita de licor antes de la despedida, zaguán. Y el deseo en suspenso, aguardando la noche de bodas. Dos veces Delmira intenta transgredir esta liturgia mezquina: una tarde en que sólo la mucama está en la casa le propone a Enrique que se acueste con ella; otra tarde, lo espera con un atadito de ropa y la invitación a que huyan juntos. Como corresponde a un novio decente, él las dos veces se niega. Todo sigue siendo caricias clandestinas y unas cartas que ella consigue enviarle a escondidas. "Pototó: te esquibo potito y con tompa. Estoy dabiosa. Ayer no podí escribirte porque no tenía con quien mandar la carta al correo y yo no podía salir (...) Vení ponto. Tero estar mucho contigo esa note. ¿Cuándo venís? ¡Ah, estoy dabiosa! Arió. Hata lego. Potota.”
Pero en 1912, como quien se desnuda, le escribe una larga carta a Rubén Darío, a quien ha conocido en Montevideo poco tiempo atrás. “He resuelto arrojarme al abismo medroso del casamiento –le dice–. No sé: tal vez en el fondo me espera la felicidad. ¡La vida es tan rara!” Rubén Darío vadea cultamente tanta desesperación. “Tranquilidad. Tranquilidad –le recomienda–. Recordar el principio de Marco Aurelio: Ante todo, ninguna perturbación en ti.”
Un año después, el 14 de agosto de 1913, se celebra la boda. Antes ha ocurrido un hecho que le puso nombre a la perturbación de que habla Darío: Delmira ha conocido al escritor argentino Manuel Ugarte. Buen mozo, refinado, culto. Sin duda ella cree ver en él las virtudes que, ahora sabe, no tiene Enrique. Un día antes de la boda Ugarte la visita y le regala su libro La novela de las horas y de los días y una fotografía suya con dedicatoria. ¿Qué más ocurre en ese encuentro? Todo lo que se sabe es que el día de la boda, con los invitados ya reunidos y delante de la modista que le está acomodando el vestido, Delmira le dice a su madre que no quiere casarse. La madre (aunque nunca le ha gustado Enrique) se niega: imposible desacatar de esta manera los mandatos de la sociedad. Delmira llora, suplica, pero no hay nada que hacer. Algo de esta escena debe filtrarse hacia la sala de invitados: antes de que se oficie la ceremonia uno de los testigos, Juan Zorrilla de San Martín (el otro es Ugarte), le recomienda al sacerdote: “Cáselos prontito y bien, de modo que no puedan descasarse jamás”. El sacerdote cumple.
Un mes y veintidós días después, en el chalet de Los Pocitos donde ha transcurrido la luna de miel y donde los jóvenes esposos han vivido hasta entonces, apoyado sobre un ánfora de cristal tallado, hay un sobre color crema dirigido a Enrique Job Reyes. En el interior, una esquela: “Me voy sin ninguna fuerza exterior. Yo sola tomo esta resolución irrevocable. (...) Aquella que te quiso tanto y que hoy se aleja de ti impulsada por el destino que es invariable”.
Lo que pasó en esos cincuenta y tres días sólo puede conjeturarse. Al llegar a la casa de sus padres, donde vivió hasta su muerte, Delmira se arroja a los brazos de su madre y le dice: “Me harté de tanta vulgaridad”. Y a Manuel Ugarte le escribe que él ha sido el tormento de su noche de bodas. Ugarte pondera el “gesto de libertad y altivez” que implica dejar al esposo y, no sin elegancia, ignora el amor que abiertamente le está confesando Delmira.
Poco después empieza el juicio de divorcio, con acusaciones ni más ni menos sórdidas que las de tantos otros juicios similares. Enrique ha dejado el chalet de Los Pocitos; ha alquilado una habitación en la casa del corresponsal de un diario, Juan Manuel González, a seis cuadras de la casa de los Agustini, y se viene dedicando a oficiar sobre Delmira un acoso constante. La espera emboscado cuando ella sale, golpea a su ventana, amenaza a cuanto amigo o pretendiente se ha encontrado con ella. Sigue amándola y no se resigna a perderla. Se lo confiesa a Juan Manuel González, y agrega que ella también lo ama, que mantienen una correspondencia secreta, y que “celebran entrevistas indescriptibles”.
También le pide que le permita recibir a Delmira en su pieza. González accede, total, todavía son marido y mujer así que la moral de su casa no quedará mancillada. Desde entonces, Delmira visita a Enrique dos o tres veces por semana. Apenas ella entra, él cierra la puerta con llave. Luego de unas horas la puerta se abre y ella se va con suma discreción.
¿Ahora que aún es su esposo Delmira puede por fin permitirse con Enrique una relación de amantes? Cada uno de nosotros deberá resolver a su manera el enigma de estas visitas. Quedan para asistirnos la alta poesía de Delmira y retazos de su vida, contradictoria y, justamente por eso, conmovedora y próxima. Quedan también testimonios dispersos del amor desolado de Enrique. Pero ninguna explicación.
En junio de 1914 el divorcio está acordado. El 6 de julio, antes del almuerzo, Delmira le dice a su madre: “Hoy todo quedará arreglado”. Llueve. Esa tarde ella entra en la pieza de Enrique quien de inmediato, como siempre, cierra la puerta con llave. Horas después ella, semidesnuda, está tendida en el suelo y en la actitud confiada de quien se iba a poner las medias. Tiene dos tiros junto a la oreja izquierda.
El, la cabeza apoyada sobre el hombro de Delmira, agoniza con un tiro en la sien. Junto a los cuerpos se ve la cama revuelta. Muy lejos, comenzando a mover trabajosamente la moral del siglo, empieza la Primera Guerra Mundial.