El secreto de Finlandia
Una visita a una escuela pública en los suburbios de Helsinki permite descubrir las razones por las que el país nórdico es líder en calidad educativa
La niña rubia con el cabello trenzado por sobre su cabeza no deja de mirarme. No hay nada perturbador en su mirada; es curiosa, inquieta, la típica mirada de los chicos cuando hay visitas de adultos desconocidos en casa. Mientras tanto, dos compañeras, rubias como ella, de 11 años como ella, tironean de su brazo para que se concentre en el micrófono. El resto del grupo espera atento el OK, que llega con un gesto del profesor de música, un flaquito de barba candado, de unos 30 años. Bajo, guitarra, teclados, batería, timbales y voces arrancan entonces con su versión de Jäätelöauto (Auto helado), un éxito del grupo finlandés Ultra Bra de principios de 2000, cuando todos estos chicos que tocan y cantan, y disfrutan haciendo coros, ni siquiera habían nacido. Suenan muy bien.
Hermosa manera de recibir a las visitas, pienso, y en mi entusiasmo aplaudo fuerte en el salón de clases cuando termina el primer tema del show que prepararon los chicos de la escuela Suutarila, una escuela pública de los suburbios de Helsinki, la capital de Finlandia, en el norte extremo de Europa. Kari Toyryla, el director, aplaude como un padre orgulloso. Tiene alrededor de 50 años y salió a la puerta cuando, por medio de mensajes telefónicos, supo que había llegado media hora antes. Acostumbrada a calcular tiempo de más por el tránsito y la falta de previsibilidad en el transporte porteño, ese tiempo de resguardo resultó innecesario. Los colectivos finlandeses maravillan en su eficiencia: el bus llegó a la parada de la Rautatientori, la estación central, a la hora anunciada por la página de Internet y demoró el tiempo previsto en llegar hasta el barrio en el que se levanta la escuela. El viaje duró cuarenta minutos en un ómnibus limpio, con asientos cómodos y poca gente, un chofer con buena disponibilidad para turistas que lo ignoran todo y monitores que indican las paradas en una lengua difícil y que no se parece a nada. Al descender, una cuadra y media de caminata entre el verde y el ocre de los jardines otoñales, señoras mayores mimando sus plantas, chicos llegando solos a la escuela en grupitos de a tres o cuatro, sol radiante y silencio. Todo tan parecido a una modesta gloria…
Kari me había sorprendido al saludarme con un abrazo, no lo esperaba: no es esa la idea que uno tiene de los finlandeses, generalmente considerados personas frías y distantes. Sonríe mucho, se lo ve feliz de recibir a gente con ganas de conocer el sistema educativo en el que trabaja desde hace décadas. Con buenos resultados en pruebas internacionales, en las últimas décadas Finlandia se convirtió en país modelo de educación y Kari parece satisfecho de poder contarle a un extranjero en qué consisten esas ideas sobre las que se funda el éxito de la enseñanza en su país. Ya en la biblioteca, un lugar amplio, con muebles sencillos y funcionales de madera clara, se suma a la conversación Outi Pihlman, maestra de inglés.
La escuela alberga a casi 400 chicos y comparte el edificio con un centro comunitario del barrio. Por eso hay gente todo el día, todos los días, incluidos los fines de semana. Por las noches, el gimnasio, amplio y cómodo, se llena con adultos que acuden para practicar deportes en el mismo espacio físico donde, por la mañana, los chicos practican los suyos.
Comienza el recorrido por las aulas para saludar a los chicos y ver cómo es un día cualquiera en una escuela finlandesa, donde las jornadas escolares son más cortas y los exámenes son menos y de exigencia moderada. Esta matriz surgió a partir de un cambio del sistema educativo, que era más elitista, al que se llegó por consenso entre las diferentes fuerzas políticas hace unas cuatro décadas. Desde los años 70, y pese a que pasaron varios gobiernos y decenas de ministros de distinto signo, el modelo educativo dentro del estado de bienestar no se mueve. Este sistema gratuito, estatal y administrado por las municipalidades cuyo principal logro es la equidad social junto con la adquisición de conocimiento, se llama Peruskoulu, en finlandés, y dura nueve años en los cuales la educación es obligatoria. Va desde los 7 años hasta los 16. Lo que pasa antes depende de los padres; lo que pasa después, de los padres y también del adolescente, quien define si quiere seguir estudiando. Durante la enseñanza obligatoria todo es gratis para los alumnos, también los libros, que los docentes seleccionan según sus criterios. Los maestros confeccionan los programas, no hay currículas estandarizadas aunque sí hay pautas. "Confían en nosotros, por nuestra formación", explica Outi en su inglés clarísimo y modulado. No hay inspecciones escolares, como tampoco hay exámenes de riesgo porque, como explica el experto Pasi Sahlberg en uno de sus libros, no hay en Finlandia "mentalidad de carrera hacia la cima". En lugar de pocos exámenes de alta exigencia, hay muchos de menos exigencia. Frases clásicas de la sociedad finlandesa como menos es más o lo pequeño es hermoso encuentran en el sistema educativo un eco profundo de identificación.
Los chicos finlandeses van a la escuela en promedio seis horas por día, cada docente tiene a su cargo entre 20 y 25 alumnos, los recreos duran 15 minutos, cursan las materias convencionales, practican deportes y todos tienen, varones y mujeres, clases de costura y tejido y de carpintería, en un taller cómodo y con herramientas en condiciones y ordenadas. "Los varones son buenísimos con las máquinas de coser", comenta Outi, quien explica que el curso tiene como objetivo que los alumnos consigan su carnet de conducir las máquinas, algo que los entusiasma mucho.
Entre libros y notebooks
En algunas aulas son los chicos quienes leen en voz alta y se van pasando la posta; en otras, el maestro les lee. También hacen lectura silenciosa en unos sillones. En otro salón, los chicos practican ejercicios de matemáticas en las notebooks, que pertenecen a la escuela y quedan todos los días en el edificio, guardadas en unos muebles especiales para evitar el deterioro. En otra aula, un grupo dibuja y pinta con crayones y acuarelas. Cada vez que abrimos una puerta, el director pide permiso y dice que hay una periodista argentina que vino de visita. Le pido a Kari que les pregunte si conocen a alguien nacido en la Argentina. La respuesta es obvia y la gritan a coro los varones: "¡¡¡Messiiiiiiiiiiiiiii!!!…"
Difícil saber si los chicos de Suutarila tienen preferencias vintage para elegir repertorio o si son sus maestros quienes los convencen para cantar temas famosos de tiempo atrás. La segunda vez me esperan con una versión entusiasta de Eye of the Tiger, de Survivor, tema que se hizo famoso en Rocky III y que hoy es un clásico de todos los tiempos. Divierte ver cómo hacen los coros, muertos de risa. Estoy acostumbrada a ver chicos, a vivir con chicos. Por trabajo además visité escuelas en toda América latina; conozco esos ojos, esos gestos, esos chismecitos entre ellos. El tono de la piel o el del cabello no cambia el grado de curiosidad, sus ganas de saber, sus necesidades, sus decepciones. Los chicos son chicos y son lindos en cualquier lugar del mundo. Cambia la actitud y el modo de vestir: sus ropas son alegres, divertidas, de calidad. Mucho fucsia, violeta, estampados con flores, colores vibrantes. Lo que es no tan bueno para ellos sería de altísimo nivel para el estándar en nuestros países. Se ven colgados uno al lado del otro sus abrigos en los percheros; abajo están sus calzados; en cuanto llegan se sacan las camperas y las botas, y quedan descalzos, sólo con medias: así van a pasar su mañana. "Es mucho más limpio y están como en casa", explica Kari, quien cuenta entonces cómo son la mayoría de los días del año en Helsinki, cuando este sol que hoy levanta el ánimo apenas se ve un ratito y el resto del día es oscuridad y nieve, aunque los chicos siguen jugando afuera, con la ropa adecuada. Ahí es cuando se hace indispensable encontrar comodidad en los interiores de casas y edificios –calefaccionados con electricidad–, y preservar la limpieza y la higiene. Los finlandeses, como el resto de los habitantes de los países nórdicos, tienen lo que llaman el snow how, una serie de saberes que aplican para no perder la diversión y la vida normal en invierno, aun con varios centímetros de nieve en las calles y los jardines.
La carrera docente
Llega el mediodía, hora del almuerzo, que comparten maestros y alumnos. Mesas largas, bancos colectivos, techos altos en un salón muy amplio donde se ve el escenario que utilizan para realizar los actos. Ahí atrás, la cocina, con un ejército de mujeres preparando lo que va a comer la comunidad escolar. Ese día el menú consta de ensaladas diversas, papas, bastones de pescado y albóndigas de carne: cada uno se sirve con su bandeja. La comida es sabrosa y se ve saludable. Todos tienen rodajas de pan negro con semillas y lo untan con manteca. Grandes y chicos beben leche con el almuerzo. La conversación con Kari y Outi avanza por varios carriles a la vez: responden sobre todo, no se asustan. Kari dice que por su edad y experiencia, varias veces le ofrecieron ir a trabajar como funcionario, pero que no puede abandonar la escuela.
No llega cualquiera a ser maestro en Finlandia. Se necesitan horas y horas de estudio y un máster. Horas y horas son exactamente 8100 horas (de 45 minutos), en un lapso de cinco años. Un estudio del economista y experto en educación Juan Llach para la Fundación Rap compara esos números con las 3600 horas de estudio que se necesita para ser maestro en la Argentina, en un lapso de cuatro años. La formación docente en Finlandia es muy estricta y sólo llegan los mejores, no se trata de una elección por descarte, sino de una profesión deseada por los jóvenes, junto con ingeniería y medicina. "La profesión de maestro aquí es de las más populares, los jóvenes siempre quieren pertenecer a la elite que logra ingresar a la carrera. Entiendo que el respeto social tiene que ver con esto", dice Outi, que se sorprende cuando escucha que en la Argentina suele haber noticias con maestros que son golpeados por alumnos o por padres de alumnos. Kari cuenta que "los salarios están bien, no son extraordinarios, pero sirven para vivir". En Finlandia hay un solo sindicato, muy fuerte. Los maestros dan clase 25 horas por semana. La última huelga fue en 1983 y, por ley, si se logra el convenio salarial, las huelgas están prohibidas. Outi dice que últimamente, pese a que el sistema sigue funcionando bien, hay exceso de demanda burocrática y esto hace que a los docentes se les acumulen tareas por el mismo sueldo. Y cuenta que es común que viejos maestros justifiquen estas cosas sin quejarse en voz alta por aquella frase de es la vocación que llama. Y emite su única queja: "A veces somos demasiado leales a las autoridades…"
Este sistema, esta conducta, estos hábitos se dan en un país de población pequeña, que pertenece a la Unión Europea, pero que comparte una enorme frontera de 1300 kilómetros con Rusia, con quien tuvieron además guerras que costaron muchas vidas y mucho dinero en compensaciones. Finlandia es independiente desde 1917, supo ser parte del imperio sueco y, luego, del imperio ruso. Hoy son cinco millones y medio de habitantes, de los cuales el 10% vive en la capital, Helsinki. Aunque la inmigración va en alza está controlada, por lo que sigue siendo una población homogénea. Otras de las razones para el éxito educativo y social radican en la paridad de ingresos, la transparencia política y la confianza de la sociedad entre los mismos ciudadanos y por parte de los ciudadanos hacia la clase política. La lengua es el finlandés y el sueco es la segunda lengua.
"Nosotros tuvimos primero a la nobleza sueca y luego a la nobleza rusa. Pero nuestra propia nobleza es la gente educada", dice Outi con una sonrisa inmensa, mientras llevamos de vuelta las bandejas del almuerzo. Un artículo reciente del diario El País de Madrid aseguraba que los finlandeses leen un promedio de 47 libros al año, de los cuales 10 son por placer, ni por trabajo ni por estudio. De esa nobleza cultural que hizo de Finlandia en 1906 el primer país del mundo en el que las mujeres tuvieron el derecho a voto y siempre fueron a la Universidad, de esa que llena día a día las bibliotecas públicas y las librerías, y que tiene a la educación como bandera, habla Outi.