La tienda cuenta con más de diez mil objetos que permiten reconstruir la vida cotidiana de los argentinos del siglo XX, visitarla se convierte en un emotivo viaje al pasado
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Ñaupa es un americanismo, originario de la lengua quechua, que refiere a algo antiguo y que suele conllevar cierto valor afectivo. “Es del tiempo del ñaupa”, decían las abuelas. Será por eso que la exótica tienda de antigüedades de Parque Chas no podía llevar otro nombre. Desde hace tres años, Lo de Ñaupa se convirtió en una de las joyas preciadas de ese barrio de calles circulares en el que hasta los taxistas se pierden.
Entre casas bajas y veredas anchas, en Avenida de los Incas al 5019, muñecos de enorme tamaño llaman la atención del desprevenido. Una Mafalda sentada en un banco de plaza y una vidriera donde una colección de exquisitos tranvías se posa en las vitrinas, anticipan el tono que tendrá la inmersión a un inmenso local donde no queda un hueco libre en la pared ni en el techo, ya que también desde las alturas penden infinidad de tesoros.
Una foto de Carlos Gardel da la bienvenida a un viaje de ensueño. A poco de ingresar, una repisa con sifones dialoga con las pelelas que se sostienen del cielorraso, a metros de una buena colección de portafolios escolares, esos que, de color marrón furioso y con un par de bolsillos en el frente, utilizaron generaciones enteras de argentinos para ir a la escuela pública. Es imposible que no se piante un lagrimón ante el cachetazo de querible nostalgia.
“Detrás de esto hay mucho trabajo y dedicación, por eso se transformó en una pasión”, reconoce Miguel Di Serio, el aventurero de 67 años que convirtió a su colección de objetos histórico en el verdadero sentido de su vida.
Cuando yo te vuelva a ver
Lo de Ñaupa es un viaje arqueológico con sabor a Buenos Aires. A poco de estar allí, se pierde la noción del tiempo y si entrase el mismísimo Zorzal Criollo cantando, no sorprendería. “En 1982, el primo de mi novia, que manejaba un puesto en la feria de San Isidro, me ofreció abrir un lugar propio, así que junté algunas cosas y me instalé”, rememora el propietario del lugar, quien también vivió varias décadas en Europa. “En Italia hice de todo. Lavé platos en un restaurante, fui mozo, hasta que conseguí un puesto en el enorme mercado de Porta Portese de Roma, que se hace todos los domingos en la calle, donde hay desde ropa vieja hasta motos”.
Preguntarle a Di Serio cuál es su objeto más preciado, es como preguntarle a un padre a qué hijo prefiere. “Hace poco vendí dos faroles de carruajes que funcionaban a vela. Tampoco me quedan las cajas registradoras del siglo pasado, se las llevaron todas”, dice con cierta pesadumbre, este hombre apasionado del ayer que vendió churros argentinos y lomitos uruguayos en una feria de Milán y que también anduvo haciendo su experiencia de vida por Francia y Grecia, mojones previos a su desembarco en el Mercado de las Pulgas del barrio de Colegiales. “En el 2005 volví al rubro de las antigüedades. Arranqué de cero comprando todo lo que podía, haciendo domicilios o a través de la gente que se acercaba al mercado para ofrecerme objetos”, rememora el coleccionista que integró la comisión que peleó para que el Mercado de las Pulgas volviese a su sitio tradicional de Álvarez Thomas y Dorrego.
Caminar por Lo de Ñaupa es complejo. La vista no alcanza para observar todo lo que se exhibe. Hay que ir con cuidado, uno puede pisar un juguete del siglo pasado o chocar con el exquisito mostrador de madera que aún conserva la leyenda “pulpería”. Observarlo implica imaginar a los parroquianos que se han acodado allí buscando su trago espirituoso.
Como en botica
La colección de vinilos apabulla. En tiempos donde los discos volvieron a ser la vedette de los melómanos, acá hay cientos de ejemplares de los más diversos artistas. Música en Libertad, El Club del Clan, Tita Merello y hasta uno de Nito Mestre cuyo arte de tapa es un viejo puesto de Di Serio. Aníbal Troilo convive en armonía con Jobim y Miguel Caló con Miguel de Molina. “Me caracterizo por la variedad”, se ufana el anfitrión del lugar y no miente. “Que suerte, que suerte que esta noche voy a verte”, se escucha de fondo y dan ganas de bailar como entonces.
Claro que los vinilos no pueden estar solos. En el anaquel enfrentado, aparece una colección de tocadiscos donde el legendario Winco es la estrella de honor, con sus púas tan intactas como las ganas de girar de la bandeja.
Camino a la parte posterior, sorprenden un elefante juvenil y un ternerito de tamaño natural. Y lo de “tamaño natural” no es un eufemismo. A primera vista, los muñecos hacen que el desprevenido pegue un salto. “Son importados de Estados Unidos y salen noventa mil pesos. Un cliente se los había traído a los hijos, pero, cuando crecieron, no supo que hacer y me los vendió. Son hermosos, pertenecen a una casa de Nueva York que hace peluches gigantes”, cuenta el anticuario.
Si los muñecos impactan, unos pasos más allá aparece una colección de caballitos de calesita. “Pertenecían a un carrusel de Salta”, afirma el dueño de casa. La postal remite a la infancia de varias generaciones hasta el día de hoy. Otra vez los ojos se humedecen y la emoción brota sin ningún tipo de pudor.
En Lo de Ñaupa, hasta el teléfono público suena. El armatoste naranja tiene tono y está asociado a la línea del local. Si de comunicaciones se trata, en una mesa descansan los aparatos domésticos de colores variados con el logo de Entel y hasta un viejo ejemplar negro, tan usual a mediados del siglo pasado, todos, por supuesto, con su inmaculada horquilla giratoria. El más “moderno” es a botonera. Pertenecen a un tiempo donde podían pasar décadas hasta tener una línea hogareña y una tormenta podía dejarlos mudos durante semanas.
Deme dos
“Los clientes son muy variados. Debido a la ubicación actual del local, no llega tanto el turismo, pero trabajo con la gente que quiere ambientar bares, restaurantes y cualquier tipo de negocio. Las jugueterías importantes me compran los muñecos grandes y el público común se lleva láminas y chapas con leyendas. También los fanáticos de los vinilos vienen varias veces por año a buscar novedades”, sostiene Di Serio. No hace falta aclarar que sus “novedades”, cuanto más antiguas, mejor. Si de originalidad se trata, nadie quedará mal si elige hacer un regalo del tiempo del Ñaupa: “Muchos vienen a buscar regalos exóticos para gente que tiene de todo y no se sabe qué regalarle”.
Las principales productoras de cine y de televisión recurren a la tienda para ambientar sus escenografías. Actualmente, varios objetos de la inmensa colección del lugar pueden verse en el programa Polémica en el bar que emite el canal América.
Tampoco los famosos se han privado de adquirir algunas de las alhajas en exhibición: “Me compraron Patricia Sosa, Marley, Beatriz Salomón, Natalia Oreiro y a Moria Casán le vendí mesitas antiguas”, recuerda orgulloso Di Serio.
Y así como los compradores tienen un perfil definido, los proveedores poseen características particulares: “Los mejores son los recicladores y los cartoneros que van levantando cosas de la calle. Me proveen de mucho material, los conozco a todos. Ellos pueden encontrar las cosas más insólitas tiradas en las calles. Una vez, uno hombre me trajo un jarrón precioso, que no dudé en comprarle. Al lavarlo me di cuenta que era un vidrio firmado. Al tiempo, conseguí venderlo en un remate en mil ochocientos dólares. Cuando volvió aquel hombre, le di cuatrocientos dólares, a modo de recompensa, ya que no tenía idea lo que me había traído”, rememora Di Serio, a quien anécdotas no le faltan. “Una tarde entró una señora mayor y me preguntó por un cuadro en el que estaba enmarcada la foto de un pibe joven medio desgarbado. Haciéndole un chiste, le respondí que era yo mismo de chico, pero la mujer, enseguida me retrucó: ´Ese es mi hermano. Se me murió hace rato y cuando limpiaron su casa tiraron todo´. Inmediatamente se lo regalé, no le podía cobrar”.
Ebanista de la historia
En el fondo del local de Avenida de los Incas, Miguel Di Serio tiene su taller de carpintería y arreglos. Siguiendo los pasos de su padre, que ejercía el oficio de carpintero en este solar, arregla los objetos que van llegando a sus manos. La puesta a punto es una transición ineludible antes de la exhibición: “Siempre se vuelve al terruño, en este local, mi viejo tuvo durante cinco décadas una fábrica de muebles. A los diez años comencé a trabajar acá mismo, aprendí el oficio y a manejar todas las máquinas. Sé de carpintería y de restauración, pero, desgraciadamente, somos pocos, los oficios se van perdiendo, por eso lo importante es transferir los conocimientos a la gente que viene atrás, a los más jóvenes”.
Cuando se le pregunta si existe alguna pieza que no pondría a la venta, la respuesta es toda una lección: “No quiero guardarme nada, el tema es seguir transfiriendo la historia, no se puede ser egoísta y quedarse con la historia en las manos. El que llega quiere conocer el significado de lo que va a comprar, es ahí cuando uno va transmitiendo la historia, con la idea que eso llegue a los más jóvenes”.
Si de jóvenes se trata, no son pocos los colegios que realizan excursiones al lugar. Y si los mayores se ponen a llorar una vez atravesado el umbral, los más chicos miran con admiración y extrañamiento. En la era digital, cómo explicarles a los millennials que esas latas circulares contienen rollos de celuloide con clásicos del cine mundial o que las vasijas que cuelgan del techo no son elementos de cocina, sino pelelas: “Algún restaurante se las llevó como ensaladeras”, refuta Di Serio.
“Muchos abuelos llegan con sus nietos y los padres traen a los hijos para mostrarles objetos que no conocieron”, se ríe Di Serio, quien considera que es imposible inventariar el acervo de su local que debe superar, cómodamente, las 10.000 piezas. “Nuestra misión es transferir el legado”, finaliza el exótico coleccionista que hace convivir al tranvía en escala con el Ludomatic y a la cámara Súper 8 con una muñeca de porcelana.
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