Guille ya pasó los 70, su padre estuve presente en el almacén hasta los 95 y no faltó ni un día: queridos en el barrio y amigos de los clientes asegura que ese es su lugar. Y nadie lo duda.
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“Buenas tardes Guille, ¿Cómo estás? “, dice un habitué al ingresar al local de barrio. Detrás del mostrador, Guillermo Pastene, de 72 años, con una camisa rayada, moño y un pintoresco sombrero, lo saluda amablemente y le prepara su sándwich preferido: jamón crudo y queso en pan francés. Minutos más tarde, se acerca una señora con su hijo a pedir dos cafés con leche con alfajor de chocolate y una porción de torta de ricota. Otro parroquiano solicitó queso cuartirolo, variedad de fiambres y una botella de vino. “Chau, que sigas bien”, agrega con la simpatía que lo caracteriza. En su almacén “Pastene”, fundado en 1946, los clientes son amigos y se los llama por su nombre.
De “La Martona” al negocio propio
El sol primaveral cae en la esquina de Alsina y Monasterio, en pleno Vicente López. La tarde está más tranquila de lo habitual, sin embargo, constantemente ingresan clientes en busca de provisiones. “Comestibles de calidad”, se lee en un antiguo cartel de color verde oscuro en la fachada del negocio. Los años en el barrio lo confirman. Carlos Santiago Pastene y Catalina Ramírez, los padres de Guillermo, arrancaron con el emprendimiento en 1946. Antiguamente el local era diminuto y allí durante años funcionó una sucursal de la lechería “La Martona”. “En esa época mi papá se encargaba de hacer el reparto de leche por el barrio. La zona era semi campo. Se levantaba a las dos de la mañana, realmente era un trabajo muy sacrificado”, rememora su hijo. De aquellos años conserva un pequeño canasto de metal con seis botellitas de vidrio de leche. “Lo guardo de recuerdo. De todo lo que está colgado en el local es lo que más quiero”, dice y señala la reliquia.
Don Carlos era hijo de genoveses y tenía el oficio de almacenero en la sangre. Su padre, Ambrosio, cuando se instaló en Buenos Aires en 1894 abrió su propio negocio al que llamó “Emporio Gastronómico La Buena Fe”. “Este era mi abuelo en su boliche”, dice Guille y muestra la foto de la época. De él también atesora la caja registradora del 1900, una antigua cafetera y varias balanzas, que utilizaban para pesar frutas, verduras, harinas, fiambres, hasta variedad de especias. Sobre una de ellas, se encuentra apoyado un portarretratos con la foto de Carlos con camisa, corbata y anteojos con la frase: “El gran capitán”.
“Papá siempre recibía a los clientes de punta en blanco. Para él la atención y la prolijidad eran dos pilares fundamentales. Estuvo firme acá con 95 años y hasta su último día. Era mi ejemplo, el capitán de este barco”, afirma sobre las enseñanzas que aprendió desde pequeño.
Carlos y Teresa tuvieron tres hijos: Carlos, Guillermo y el más pequeño, Horacio. “En ese rincón donde está apoyada la moto anaranjada nací. Detrás del negocio teníamos nuestra casa”, cuenta. Y rememora las épocas en las que jugaba a la pelota en la vereda (algunas de las calles aún eran de tierra) y las mañanas en las que junto a sus hermanos acomodaba los cajones con las botellas y envases retornables. O los festejos de Navidad y Año nuevo en el local. “Con mis amigos nos juntábamos acá a hacer los deberes y todas las tardes cuando salía de la escuela ayudaba con algunos mandados”, rememora. Poco a poco el joven, empezó a interiorizarse en el negocio. “Mi padre no quería que dejara el colegio. Me decía que “el saber no ocupa lugar” y tenía razón”, afirma. Cuando terminó la secundaria se hizo cargo del reparto. Al principio entregaba los pedidos en bicicleta hasta que logró comprarse una motoneta. “Mi familia no quería saber nada porque decían que era peligroso, pero logré convencerlos y me compré una Lambretta Li. Volaba con esa máquina. Corría como loco y cada vez había más pedidos”, dice.
Desde entonces se volvió fanático de las motocicletas. Su local es testigo de ello: en una de las vidrieras hay una moto de 1947 y muchos modelos de colección colgadas (como una de color roja marca Godden hasta otras antiguas BMW). “Algunas las tengo desde la década del 80 y casi todas las he usado. Cuando fuimos agrandando el negocio sumé varias como decoración. “Papá siempre me decía no sé qué tiene que ver el almacén con las motos, pero a mí me encantan”, afirma. Por los rincones, hay automóviles de distintos tamaños que le diseñó un amigo escultor en metales. Conviven con antiguas damajuanas, sifones de vidrio, ollas de cobre, vajilla de antaño, una caramelera, chapas de metal, esculturas y utensilios de cocina de distintas épocas.
“Muchos clientes cuando entran se sorprenden y se pierden mirando los recuerdos y antigüedades. Este es mi pequeño museo”, confiesa, entre risas. En los techos hay lámparas hechas con ruedas de sulky y varias arañas de cobre y cristal. “Siempre me gustó coleccionar objetos”, agrega, quien todas las mañanas se levanta a las seis y una hora más tarde está firme para abrir las puertas del negocio. En las paredes hay fotografías familiares: algunas de pequeño jugando en la esquina del barrio con sus hermanos, del casamiento de sus padres, junto a su mujer Graciela, y sus cinco hijos, de sus andanzas con las motos en la década del 70 y hasta una del antigua lechería.
El queso preferido de los vecinos, los sándwiches codiciados y la torta de ricota
En lo de Don Pastene los sándwiches son codiciados. Al llegar uno elige el pan (el más solicitado es el francés) y los fiambres para el relleno; luego te lo preparan en el momento. La gran vedette es el de jamón crudo y queso. Otro clásico: el de salame y queso. Además, aconsejan probar con matambre casero o bondiola. Todos los fiambres son regionales y de pequeños productores. “Trabajamos con marcas y productos de excelente calidad. Siempre tratamos de ofrecer lo mejor”, asegura. De los quesos, el cuartirolo es el preferido de los vecinos. “Es riquísimo y el mismo de siempre. Tengo clientes que se mudaron y vienen desde lejos especialmente a buscarlo. No falla”, dice. Para la hora del almuerzo ofrecen variedad de platos caseros: empanadas, tartas, milanesas, tortilla, peceto, pollo al horno, albóndigas con arroz, bondiola o guisos (en la temporada otoño/invierno). En época de Fiestas elaboran (a pedido) lechón, pavita y pavo. Según cuentan eran la gran especialidad de doña Carolina.
“Hay torta de ricota”, dice un cartelito escrito a mano en el mostrador. “La hace mi mujer Graciela, le sale riquísima. ¿Querés probarla?”, consulta y corta una porción. La torta despierta, desde hace años, suspiros en todo el barrio. De hecho, a varios vecinos les encanta sentarse en las mesitas del salón y acompañarla con un espresso. Otros la encargan especialmente para el fin de semana.
En más de una oportunidad el almacén fue elegido como locación para cortos publicitarios (desde gaseosas hasta fideos) y de algunas telenovelas, como “Valientes”. El locutor Julio Mahárbis solía ser un habitúe, el cantante Mario Rubén González, mejor conocido como Jairo, también ha pasado por la emblemática esquina. Así como, el productor y guionista Axel Kuschevatzky.
Guillermo es amante de su barrio y lo que más disfruta de su oficio es el trato con la gente. “Es muy lindo, a uno siempre le gusta el lugar donde nació. No me veo en otro lado. Aunque todo cambie, el barrio sigue siendo el mismo”, dice. Además, reconoce que siempre tuvo muy buena relación con los vecinos. “Somos amigos y tenemos buena onda. Me sé el nombre de prácticamente todos mis clientes”, afirma sonriente.
Aún conserva una costumbre de los antiguos almacenes: el fiado. En otras épocas llegaron a tener más de 50 libretas. “A cada cliente le iba anotando los productos de la compra y a fin de mes me la traían para sumar los gastos. Ahora tenemos pocas, pero se sigue anotando”, resume. “Este negocio se mueve así y sobrevivió durante todos estos años de esta forma. El cliente es el rey y hay que atenderlo como tal”, agrega.
De fondo suena el tema musical “Somebody to love” de Queen. Los últimos rayos del sol ingresan por el ventanal que da a la calle Monasterio. “Nací acá, viví toda mi vida en el negocio familiar y me quedaré hasta el final”, concluye, orgulloso mientras acomoda unos canastos de mimbre repletos de galletas artesanales de queso parmesano. “Hola Guille”, lo saluda un niño del barrio y se acerca a la antigua caramelera para pedirle su golosina favorita.
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