La huerta se extiende silenciosa entre los durmientes de El Gran Capitán, ese tren mítico que hasta 2012 viajaba desde Chacarita hasta Posadas. Alrededor de ella, el caos: la estación Lacroze, el subte B, pizzerías, bares, torres de edificios y una avenida atestada de colectivos y pasajeros. Del cerco para adentro, en un espacio alambrado de 50 metros de largo y seis de ancho, crecen tomates, zapallos, mentas, rúculas, rudas, ajenjos, acelgas, oréganos, quinuas, amarantos silvestres en canteros. Y una pregunta: ¿qué hace este pequeño edén agroecológico a orillas del asfalto y bajo el esmog de la Capital?
Agazapadas en terrenos fiscales, baldíos, terrazas, techos o canteros, las huertas comunitarias comenzaron a multiplicarse de manera espontánea en cada barrio porteño desde hace 10 años. Según fuentes del programa Pro Huerta del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), hoy existen cerca de 2.000. "La ciudad es alienante. Hay cada vez más gente que tiene ataques de pánico, ACV, paranoia. Y la necesidad de tener un espacio donde mirar pajaritos y verde está en nuestra genética, nos lo piden el cuerpo y la cabeza. La huerta es terapéutica, educativa y, sobre todo, un lugar de encuentro", dice Nahuel Caporal. Desde hace un año organiza "La Chacrita del Galpón", que se extiende en el predio vecino al tren Urquiza, en la estación Federico Lacroze, detrás de la Mutual Sentimiento. Son un grupo de 10 voluntarios, entre los que hay psicólogos que lo usan como su cable a tierra, sociólogos que buscan una experiencia comunitaria, punks que lo viven como algo por fuera del sistema y amas de casa que quieren verduras sin agrotóxicos. "No importa de qué partido político seas, qué música escuches o a qué te dediques, con la huerta tenés un idioma en común con gente muy distinta", dice Nahuel. Los voluntarios van todos los miércoles y sábados, son en su mayoría del barrio y aportan lo que pueden –desde hacer un flyer o sacar fotos hasta remover la tierra–. Su ganancia material es llevarse verduras y semillas. Su ganancia simbólica, según dicen todos, es invaluable: convertirse en alquimistas que transmutan el vértigo de la vorágine en tranquilidad, trabajando la tierra.
En 2010, cuando todavía se ganaba la vida torneando palos de batería, Nahuel tuvo un instante epifánico. Se dio cuenta de que agregaba orégano seco a todas sus comidas, pero jamás había visto la planta en vivo y en directo. ¿Será tupida? ¿Tendrá hojas grandes? No tenía la menor idea. Una amiga le prestó un libro que hablaba de "soberanía alimentaria", un concepto que desconocía y le disparó nuevos planteos: ¿Qué hago yo por mis alimentos? ¿Cuántas comidas puedo autogestionarme y cuánto dependo del sueldo y del supermercado de la esquina? Decidió ir a buscar respuestas a su terraza y armó una huerta. Cuando vio que una rúcula se asomaba entre sus incipientes macetas cultivadas se emocionó. "Fue la primera vez en mi vida que vi que la rúcula tenía flores. Estaba tan acostumbrado a ver el paquete sellado en la verdulería que ni me lo imaginaba".
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Tips para iniciarse en la huerta
Separá los residuos orgánicos e inorgánicos: colocá los orgánicos en una compostera (los videos de Carlos Briganti, "el reciclador", en YouTube explican cómo hacerla paso a paso).
Armala en lugares donde dé la luz directa del sol: no es necesario que tengas jardín, con una ventana alcanza.
Diseñá maceteros creativos: sirven gomas de autos, potes de yogur, envases de cartón, cajones de verduras.
Empezá por un espacio pequeño y andá afianzándote: tené en cuenta que en un metro cuadrado de huerta se pueden producir hasta 20 kilos de comida.
Comenzá con cultivos fáciles como los rabanitos o el perejil, y seguí por los difíciles, como el tomate.
Cuando coseches, acordate de guardar las semillas para poder seguir sembrando.
Regá según cómo te lo pida cada planta. No hay una fórmula única de riego: para darte cuenta, tenés que tocar la tierra y cuidar que siempre esté algo húmeda.
Consultá los manuales de la FAO para controlar las plagas con remedios naturales.
Cultivá la paciencia: aprendé a diferenciar cada planta y a reconocer si le falta o le sobra agua, luz o aire fresco.
Transcurrieron ocho años desde aquel primer intento en su casa en Hurlingham. En el medio participó en dos huertas comunitarias, una en Córdoba y otra en Lomas de Zamora, y comenzó a vivir de la venta e intercambio de semillas y almácigos. "Me di cuenta de que la comida que genere es una anécdota, mi objetivo es obtener la semilla: si no guardás la semilla, esto no continúa". Con su experiencia autodidacta a cuestas y el grupo de voluntarios, en los comienzos de La Chacrita del Galpón hicieron canteros, plantines con semillas, cavaron y plantaron microorganismos a 40 centímetros de profundidad para que la tierra fuese más productiva. Sesenta variedades brotaron a la superficie disputándose la luz del sol. El lugar se convirtió en un pequeño campo de amarantos silvestres, amapolas entre los surcos, ajíes rojizos turgentes, hasta que la amenaza se hizo inminente. Por orden estatal, unos días después de nuestro encuentro debieron mudar toda la huerta en macetas a 70 metros de distancia: en este suelo van a construir torres de edificios.
La aldea
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) define la agricultura urbana como "la practicada en pequeñas superficies –solares, huertos, márgenes, terrazas, recipientes– situadas dentro de una ciudad para el consumo propio o para la venta en mercados de la vecindad". La historia de las huertas urbanas comunitarias comienza por necesidad: se remonta a la Europa de posguerra, cuando nacieron como una alternativa para combatir el hambre. En los 90, desembarcaron en Cuba con impronta agroecológica: la caída de la Unión Soviética y el bloqueo los dejó sin importación de agroquímicos y los obligó a producir sus propios alimentos sin insumos externos. El resultado superó sus expectativas: se generaron miles de empleos y se incorporó la idea de soberanía alimentaria –cultivos libres de agrotóxicos– tan en boga ahora en el mundo. En Argentina, las huertas se adoptaron ante la crisis de los 90 a través del programa Pro Huerta del INTA, que repartió semillas y asistencia para que los sectores más vulnerables armaran huertas urbanas de autoconsumo y comercializaran el excedente. El programa ya lleva 24 años ininterrumpidos. Y desde hace una década, la huerta se volvió parte de una filosofía de vida para ciudadanos de clase media, que la toman como un lugar de encuentro y de terapia. Pero al no haber aún legislación que las regule, el Estado puede arrancarlas de un manotazo. En 2009 ocurrió con la Huerta Orgázmika de Caballito –una de las primeras y más recordadas entre los huerteros porteños, que lindaba con las vías del ferrocarril Sarmiento y después de siete años terminó desalojada– y se posa como amenaza sobre Velatropa, la ecoaldea de Ciudad Universitaria.
Velatropa nació sobre los cimientos de los pabellones de las facultades de Psicología y de Filosofía, dos moles que nunca se concretaron. En su lugar se acumulaba la basura, hasta que en 2007, un grupo de estudiantes de Biología llevó adelante un plan para establecer allí su propia burbuja: primero limpiaron el predio, después construyeron casas con esa basura y barro compactados y, por último, plantaron cientos de árboles frutales, verduras y aromáticas, todos desperdigados y cruzados por senderos entre los pastizales. Once años después, cruzar el umbral de su entrada es como ingresar en otra dimensión, incubada en el frescor de su trama boscosa, donde viven treinta jóvenes en comunidad, que van y vienen por temporadas –les gusta decir que habitan–, que no tienen luz eléctrica ni agua de red y se hacen llamar aldeanos. No cualquiera puede permanecer en este paraíso verde: las reglas dicen que hay que frecuentar el lugar durante un par de meses, ayudar en la tarea que sea necesaria y presentarse como candidato frente a una asamblea que se celebra un sábado al mes. "Vivir acá es un privilegio y un desafío, pero también es un quilombo", dice Sacha, uno de sus miembros, flaco y de ojos claros saltones. "Las relaciones humanas son muy complejas".
Una de las actividades que más trabajo les insume a los aldeanos es la huerta, porque de allí se alimentan. Aunque no es una huerta tradicional: no tiene surcos ni canteros. Está en el medio de sus casas y se parece más a una selva. "Mucha gente está acostumbrada a la huerta prolija, pero esta es otra forma de cultivar. Es una de las pocas huertas urbanas que miden más de 25 metros cuadrados en la ciudad", explica Alejo Méndez, ingeniero agrónomo de 34 años, y agrega: "Hace tres años, los miembros de Velatropa tuvieron que resistir un desalojo con topadoras, y de esa crisis se nos ocurrió armar además el Vivero Comunitario de Ciudad Universitaria (VICCU)". Allí, casi un centenar de voluntarios –entre los que está Alejo– se reúnen cada martes, jueves y sábado para generar semillas de los árboles nativos. El plan es consolidar el espacio como un bosque comestible silvestre.
"La premisa para todos los que vienen no es saber, sino tener la motivación", dice Luciano Kordon, permacultor de 43 años que también participa como voluntario en el VICCU desde hace dos, y el sonido ensordecedor de un avión en su ruta hacia Aeroparque lo obliga a hacer silencio. Como los aviones, en el predio también sobrevuela la inquietud: los aldeanos se preguntan qué sucederá con el inminente desembarco en la Costanera del Distrito Joven, el polo gastronómico y de esparcimiento creado por ley a fines de abril pasado, que se localizará en terrenos cercanos a Velatropa. "Esta huerta es como un jardín botánico –dice Luciano–, pero lo más importante acá no es el morfi ni las semillas, sino las relaciones que generamos a partir del alimento. Nadie puede hacer esto solo. La huerta es la excusa para tener un espacio compartido donde comprometerse con determinadas causas, como el cultivo libre de pesticidas, pero también para disfrutar y pasarla bien. Detrás de todo esto hay una gran necesidad social".
Enterrar estigmas
El ejemplo más notorio del auge de las huertas urbanas sucedió a fines de 2016, cuando los flashes y las cámaras se posaron en la quinta presidencial. "Creo que es muy importante poder cultivar, aunque sea en el balcón, para poder conectarnos con la naturaleza, y tener mayor conciencia de lo que comemos", decía Juliana Awada en su rol de primera dama, mientras inauguraba la huerta que creó asesorada por un grupo de promotores del programa Pro Huerta. Con las virtudes de los alimentos agroecológicos en alza, el rompecabezas de las huertas urbanas sumaba así una pieza oficial: la esposa del Presidente no quería escapar a la posibilidad de tener una en Olivos, como había hecho su par Michelle Obama en la Casa Blanca. Desde entonces, en los jardines de la residencia donde se cocina la política se cultivan 70 kilos de verdura sin químicos al mes.
En el corazón de Lugano, ahí donde la ciudad de Buenos Aires llega a su límite, la huerta, en cambio, pertenece a la villa. En medio de la precariedad de las casas de chapa y material de la villa 20, un grupo de 20 mujeres y Elías Josué, un inquieto aprendiz de huertero de solo 10 años, repasan unos manuales de Agricultura Urbana bajo el sol. Ahí, el humus comunitario de las huertas luce como una utopía luminosa. Las mujeres suelen sentarse en los escalones de cemento que se erigen al lado de sus terrazas de cultivo estilo andino, dentro de un rectángulo perimetrado bajo la custodia de esa torre que parece verlo todo: la de Interama. Repasan cómo se matan hormigas con el hongo de las naranjas en descomposición, deciden qué variedades van a sembrar al día, se reparten algunas bolsas de madera con semillas y sacan de un cajón los almácigos para poner manos a la obra.
Detrás de esta huerta comunitaria orgánica, que se estableció hace apenas cinco meses, está la Agencia de Protección Ambiental de la Ciudad de Buenos Aires, pero las que tienen la llave del candado de la huerta y se turnan todos los días para venir a regar son ellas. Todas migraron desde Bolivia y Paraguay. La idea es que puedan recuperar su sabiduría ancestral: los conocimientos de agricultura heredados de sus antepasados, quienes en la región andina solían trabajar en el campo. "Antes iba a un centro de jubilados, pero me hacía falta más comunicación. Apenas me enteré de este espacio me anoté –dice Isabel, la única argentina del grupo de vecinas, de 81 años–. Acá me divierto y nos repartimos lo que cosechamos entre todas".
Empezaron con talleres de huerta hace un año y medio. Las armaban en unos cajones de madera. Llegaron a tener 14 canteros. El proyecto avanzó hasta que un día alguien del barrio les quemó uno sembrado con lavandas y citronelas. Se repusieron del ataque gracias a la permacultura: observaron a su alrededor y vieron un barranco lleno de malezas y bolsas de basura que podían aprovechar. Hoy en día, cada jueves, de las flamantes terrazas de cultivo se llevan pimientos, calabazas, rabanitos para consumir en sus casas y siembran habas, arvejas, y aromáticas: cedrón, melisa, romero, salvia. En el nuevo lugar, lejos de sufrir más ataques, pasaron a ser parte fundamental de la escenografía del barrio. Mientras las huerteras están cultivando, los vecinos suelen colgarse del alambrado para pedirles alguna planta aromática que les sobre. "El cultivo lo diseñamos estratégicamente –explica Clotilde, oriunda de Cochabamba, barrendera e hija de agricultores–, combinando las hortalizas con las plantas aromáticas". A las hierbas medicinales, que traen mucho excedente, las dejan secar y las embolsan para venderlas. "Todos podemos tener una huerta, no hay que saber tanto, más bien se trata de recuperar los saberes de nuestros antepasados agricultores –apunta–. Además, lo mejor es que acá cultivamos buenas relaciones, que disminuyen nuestro estigma de villeras". La huerta también puede ser eso.
El loco de la azotea
Para Carlos Briganti, plomero de 54 años, tener una huerta también es volver a sus raíces, mucho más que apenas remover tierra con una pala. "Cuando era chico vivía con mi familia en el campo y era agricultor. Después me dediqué al oficio y 30 años después volví a mi primer amor, pero con un sistema nuevo, adaptado a mi vida en la ciudad y a mi economía. Esta es mi terapia, mi lugar en el mundo", dice desde el paraíso verde que construyó en el techo de bovedilla de su casa, escondido en el corazón de una manzana de Chacarita. Así como recibió ofertas para hacer huertas en terrazas de otros, las desestimó a todas: no quiso convertirlo en algo comercial. En su azotea de 60 metros cuadrados tiene cientos de variedades que cosecha los 365 días del año –desde pepinos, albahacas y esponjas vegetales hasta tabaco y bananas–. Y lo mejor: la hizo sin gastar un solo peso de su bolsillo. Gratis.
Hace seis años, cuando sus hijos se hicieron vegetarianos, googleó cómo se hacía una compostera y siguió por la huerta: eso lo llevó a rescatar objetos para reciclar. Cajones de verdura, tachos de pintura y cubiertas de auto serían las macetas. Hasta la propia tierra la encontró en la calle. Lo cuenta todos los sábados en los talleres gratuitos de huerta que da en su techo. Allí, ante grupos de 10 personas, despliega todo su histrionismo –otro de sus hobbies es el stand up–: "Ustedes me dirán que no ven tierra en las calles, que solo hay escombros, pero yo les digo que es porque no miran bien la ciudad. Cuando nos transformamos en recicladores, miramos a nuestro alrededor: tenés que agudizar los sentidos. Los contenedores te ofrecen de todo. Los desechos de las verdulerías, ni hablar".
En esos talleres, otro de los actos de Briganti consiste en alzar un vasito de telgopor que sostiene entre sus manos. "Este –dice siempre y mira al grupo abriendo grandes sus ojos claros– es el secreto de mi huerta". Si uno pide ver qué hay adentro, se encontrará con tierra. Pero en realidad es un tesoro hecho de cáscara de frutas, yerba, café, té, uñas, pelo que pide en la peluquería del barrio y hasta piedritas de gato. En seis meses, explica él, sus lombrices californianas se encargan de comer y mezclar todos sus desechos en las 10 composteras de 200 litros que tiene estratégicamente distribuidas en la huerta y de transformar su ponche de residuos orgánicos en ese sustrato. "Todo se puede convertir en alimento, ¿por qué no sucede? Por plata. Es una decisión política. Cada porteño genera un kilo de basura diario y que se incinere es una locura –agita el vasito–, este es oro en polvo que cualquiera puede generar. ¿Cómo no se avivan?".
Briganti es categórico: "Lo mío es una batalla cultural y la tengo que dar acá, por eso no me voy a vivir al campo. Si yo logro que la gente empiece a compostar ya habré ganado. Esto no es cool, no es moda ni ser hippie: debería ser una obligación. La basura es algo serio". Además, para él, el campo ya no es seguro por las fumigaciones. "En 10 años, el 80% de la población vivirá en las ciudades", vaticina. Los sábados, al terminar el taller de huerta, el eventual grupo de aprendices baja del techo y, antes de llegar a la puerta de salida, se topa con una biblioteca inmensa. "El chabón tiene una cosa con las hojas: también rescata libros y los vende por MercadoLibre", dice uno de sus hijos, músico, mientras me acompaña hasta la puerta. Antes de despedirse, se suele descorrer el puño de la camisa para mostrar el tatuaje en su muñeca. Son tres flechas verdes que forman un triángulo: el símbolo del reciclado.
Querer es poder
El cantero de la vereda de las calles Biarritz y Caracas, en pleno Paternal, parece una ilusión óptica. Si uno pasa atento puede ver zapallos, morrones, borraja, radicheta, rúcula, plantas aromáticas y algunos tomates asomando. Las verduras creciendo en plena calle traen una enseñanza: para tener una huerta no se necesita contar con gran espacio. "Pero más allá de lo que cosechamos, la imponencia acá la da el encuentro que se generó entre vecinos", dice Patricia Esperanza Bordenave, una mujer alta, cincuentona y de cuerpo escultural, que hace cinco años trabajaba en una oficina pública en el Microcentro en gestión de programas educativos. La vorágine no era lo suyo, así que se animó a renunciar, cambió de vida para dedicarse a las terapias alternativas y en el tiempo libre empezó a cultivar en su terraza. Lo pensó como salida laboral –"venta de minihuertas"–, pero no le rindió: al desarmarla se le ocurrió mudarla al cantero de la vereda de su casa, allá donde los perros hacían caca y la basura solía acumularse con la desidia. Su familia –su marido, mecánico, sus hijos– le dijo que estaba loca, que le romperían los canteros, que no había necesidad. Ella siguió: le sacó fotos, la bautizó "La huerta en la cuadra" y armó un evento de Facebook convocando a replantar la huerta con la llegada de la primavera, que fue un suceso barrial. Hoy, ya son 30 los vecinos que, en su tiempo libre, se ocupan de la huerta en su vereda, que a esta altura ya es de todos. Tanto que hace poco se constituyeron como Asociación Civil y planean, además, armar una biblioteca en la vereda y un ropero solidario.
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