
Diego Pérez: “yo tambien fui murcielago”
Fue parte de la troupe de Tinelli, participó en tiras de Suar y hoy ejerce un humor rantifuso en un programa de TV con asado incluido
Bromea para la cámara. Y sigue cuando el gran ojo se apaga. La promo de Un aplauso para el asador, el programa que hoy comparte con Roberto Pettinato, se filma en la calle, y entre toma y toma devuelve solícito los saludos de la gente. Se le adivina cierta incomodidad, como si no se hubiera acostumbrado a estar del lado de los famosos. A los 38 años, y con casi 10 de carrera, Diego Pérez sigue siendo un chico de barrio que no falta al fútbol con los amigos y que espera el domingo para almorzar en familia.
–Esto de ser conocido es fuerte. Al principio, me quedaba hablando diez minutos con cada persona que me saludaba y llegaba tarde a todos lados –recuerda Diego, frente a un cortado en un bar vecino al edificio de Artear.
En 1984, con 20 años, hacía teatro independiente mientras estudiaba con Lito Cruz. Entonces pasaba inadvertido. “Armamos una cooperativa y pusimos una obra de teatro infantil. Yo hacía de murciélago y me fabriqué una capa con una bolsa de consorcio. Eran épocas de hacer todo a pulmón, de volantear por Corrientes. Costaba mucho, pero lo disfrutábamos.” El reconocimiento estaba lejos, pero Diego venía abonando el terreno: trabajaba en un videoclub, y fatigaba los canales con su currículum bajo el brazo. Después de mucho insistir, llegó el primer bolo en Mi cuñado.
–Yo le decía un piropo a Cecilia Dopazzo, y ella me llenaba de carterazos. Ese fue mi debut en tevé, en 1993. Después hice bolos en Los Benvenutto, Brigada Cola y Más allá del horizonte, con Laport. Indio uno, ése era mi personaje. Hasta que me crucé con Julián Weich en Canal 13. Habíamos estudiado juntos en 1983. ¿Se acordará de mí?, me pregunté. Se acordaba. Empecé a hacer un sketch en su programa El Agujerito sin fin. Al poco tiempo me preguntó si me animaba a hacer humor. Claro, le dije. Ahí me recomendó en un casting para Videomatch.
De hacer Molière y Beckett con Agustín Alezzo, pasó sin transición al vértigo del humor en la calle. Y a volar rumbo a Cannes o Hollywood para entrevistar a personajes como Roberto Benigni o Kevin Costner.
–Y apareció El Insoportable .
–Fue un personaje en parte inspirado en Rubén, un compañero de trabajo del videoclub. Si me pedían una de acción y yo proponía Caracortada, Rubén acotaba: Huy, ahí no hay ni un tiro. Si le sugería Frankie y Johnny a quien buscaba algo romántico, él decía: No se dan ni un beso.
Tras 6 años junto a Tinelli renunció y, en el verano de 1999, mientras hacía radio con José María en la temporada marplatense, lo sorprendió una llamada de Adrián Suar con dos propuestas. La primera de ellas lo llevó a debutar en cine con la película Apariencias, junto al mismo Suar y Andrea del Boca, con la dirección de Alberto Lecchi. Y la segunda lo incluyó en el elenco de Primicias, una tira ambientada en el mundillo periodístico donde interpretó al Kili, una suerte de chanta porteño que aportaba una cuota de humor. Fue la gimnasia perfecta para El sodero de mi vida, donde dio vida a un empleado del protagonista.
“No me siento humorista, sino comediante. Le tengo demasiado respeto a la figura del cómico”, dice Diego, que nació en San Martín y es fanático de Platense por herencia paterna. Durante 2001 incursionó en la conducción en Sushi con champagne, junto con Verónica Lozano. Y hoy conforma una extraña pareja televisiva con Pettinato, en una revisión sui géneris de lo que ya es todo un género: los programas donde se come y se conversa alrededor de una mesa, en este caso con menú fijo: asado argentino. Sus observaciones irreverentes atragantan a más de un invitado. “¿Mis límites al hacer humor? Son muchos. No podría hacer chistes con nada que resulte trágico para alguien. Hay sufrimientos con los que evito hacer reír”, dice, ahora serio.
En tiempos duros, su versatilidad le procuró trabajo. Pero dice que no se la cree. “En esta profesión hay que saber que en cualquier momento uno puede volver a vender sandías en la Panamericana. Me lo dijo el Ruso Verea. Yo nunca vendí sandías, pero trabajé en la carnicería de mi viejo, fui boletero en la estación San Martín, tuve quiosco con un amigo... y siempre fui un tipo feliz”, dice.
Una mujer llamada Mariela ocupa hoy una parte nada desdeñable de esa felicidad. Mariela es cantante del Coro Kennedy. También es, desde diciembre último, su mujer. Ahora están arreglando la casa en Villa Urquiza, pero se hacen tiempo para trepar al auto y rumbear hacia modestos destinos de fin de semana, armados de termo y mate.
–¿Cómo se ve en cinco años?
– Casi todos mis sueños tienen que ver con la familia. Me veo llevando los chicos al colegio... y trabajando en una comedia de Polka –dice, tras pensar un segundo.