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Me crie en en un canasto de pan”, afirma, entre risas, Rosa María Cacciato, de 67 años, ubicada frente al centenario horno de ladrillos refractarios de su panadería familiar en el corazón del barrio porteño de Caballito. Enseguida, recuerda a su padre el siciliano Don Diego, quien le enseñó cientos de secretos de este apasionante oficio. “Emigró de muy pequeño y su primer empleo en Buenos Aires fue precisamente en una panadería. Siempre estuvo metido entre harinas. Los panes eran su especialidad. También la pastelería: sfogliatella, cannoli y pasticciotti. Durante varios años hizo el reparto de pan y facturas a caballo”, relata, mientras muestra una antigua fotografía de aquella época.
Tiempo después se enamoró de Doña María, paisana de su tierra, y juntos comenzaron a progresar: estuvieron al frente de varias panaderías de la ciudad y la provincia de Buenos Aires. Fue hace 25 años cuando tomaron las riendas de Roma, una histórica de 1921 ubicada en Av. Rivadavia 5391. Hoy, Diego y Alejo, los jóvenes nietos del tano Cacciato continúan custodiando sus recetas. Además, le dieron otra impronta “moderna” con novedosas tortas, lingotes y macarrones.
Con el aroma a pan hecho a mano
En la cuadra se percibe el delicado aroma al pan fresco. Sobre la mesada hay figazzitas de manteca, galleta marinera y los clásicos miñones y flautitas. “Fatto a mano”, dice un cartel, que recuerda que todo lo que se produce aquí es artesanal. Antiguamente el horno se alimentaba a leña; luego se adaptó a gas.
“La casona tiene más de cien años. Aún se conservan las antiguas vigas de madera”, cuenta Rosa y muestra otra preciosa fotografía en blanco y negro con las calles empedradas, los automóviles de antaño, el icónico tranvía y el antiquísimo letrero de la confitería y panadería “Roma”, situada frente al histórico “Mercado del progreso” de 1889.
Fue un 16 de julio de 1998 cuando la familia Cacciato decidió comprar el fondo de comercio de esta panadería. Por tradición mantuvieron el nombre. “Aún vienen clientes mayores de aquella época con muchas anécdotas. Son parte de la historia del barrio. Incluso nos han traído fotos y nos ayudan a reconstruir cada etapa”, describe Rosa, quien junto a su hermano Alberto mamaron desde el moisés los secretos de esta maravillosa profesión. “De jovencita me gustaba estudiar detrás del mostrador. A partir de los 14 años arranqué a ayudar a mamá con la atención de los clientes. Con Beto éramos muy compañeros: cada uno tenía un rol fundamental en el negocio. Jamás nos desligamos”, cuenta quien años más tarde se recibió de contadora.
Hubo una época en la que Roma tenía los estantes repletos de platitos, tazas, muñecas y figuras de porcelana, ya que eran la gran afición de doña María. Cuentan que los habitués siempre tuvieron debilidad por las medialunas, los “palmerones”, cañoncitos y las ”persianitas de manzana”.
Los domingos la familia se reunía al fondo de la cuadra para un hermoso ritual: cocinar pastas caseras y compartir la mesa junto a los empleados. “Mi suegra agarraba la Pastalinda y sorprendía a todos con sus deliciosas recetas. Su especialidad eran los tallarines. Ella me enseñó el secreto del tuco”, dice Beatriz, la mujer de Beto. Sus hijos Alejo y Diego, adoraban pasar a “visitar a papá” y jugar a las escondidas entre los canastos y los bolsones de harina.
Atravesar un huracán y apostar al cambio
Hace poco más de una década la panadería atravesó un gran momento de duelo. La querida tana María falleció y dos meses más tarde la familia se enteró de que Beto padecía una enfermedad terminal. “Fue muy duro. Me sentí desolada: me quedaba sola con este gigante”, confiesa Rosa, emocionada.
Diego, quien por aquel entonces tenía tan solo 17 años, cuenta cómo atravesaron aquel huracán. “Papá me inculcó que tenía que cuidar a la familia y al negocio. Jamás dudé en continuar sus pasos. No podíamos dejar tirado todo el sacrificio que ellos hicieron para llegar a donde están. Nadie les regaló nada, todo fue en base al trabajo y la lucha”, cuenta el joven de 30 años. Junto a su hermano, cada uno aportó su visión al emprendimiento. “La idea fue seguir con la tradición, pero darle una impronta más aggiornada y sumar nuevos productos”, remarca Alejo, el menor.
La semilla de los cambios comenzó a gestarse en plena pandemia y se concretó en 2022 con una nueva imagen, estética y fachada del local. Asimismo, incorporaron novedosas delicias y confituras. “Queríamos encontrar un equilibrio entre la pastelería tradicional y lo moderno y vanguardista. Captar a un nuevo público, pero sin descuidar a los clientes de toda la vida”, detalla Diego, quien sumó al equipo al reconocido pastelero Fabio Mandia.
Las vitrinas, heladeras exhibidoras y los estantes se renovaron. “Los habitúes del barrio se sorprendieron con el impacto visual”, recuerda Fabio, quien compara la estética con la de una joyería. Así, desembarcaron las mini cakes, los lingotes y los macarrones con materia prima de calidad. Incluso con varios insumos importados. Entre ellos, el chocolate belga.
Estrellas de moda y los clásicos de siempre
En poco tiempo, los macarrones se transformaron en la estrella. “Son súper tiernos, tienen muy buena miga y ganaches”, asegura Fabio quien recomienda probar el de chocolate con avellanas. Dentro de la línea de pastelería de autor, se destaca la de “Pistacho y frambuesas”, un suave bizcochuelo relleno con crema de pistacho y coronado con frambuesas liofilizadas o la de “Mousse de chocolate belga”, un bizcochuelo húmedo, mousse de chocolate belga, glaseado espejo y decorado con macarrones. También cosecha fanáticos el profiterol de chocolate y nutella.
Aunque los clásicos siguen pisando fuerte. Entre los preferidos, no puede faltar la pasta frola, la torta de ricota (con o sin dulce de leche), el postre Balcarce y los budines: desde el inglés hasta el marmolado. Otro de sus productos insignia, que se consiguen en pocas confiterías de la ciudad, son los “Florentinos”, unas galletitas finitas y crujientes bañadas en chocolate. “Vienen desde muy lejos a buscarlos. A muchos les recuerda su infancia”, dice Rosa, mientras le prepara una bolsita a una vecina. Su receta tiene variedad de frutos secos. Entre ellos, castaña de cajú, almendras y nueces.
Jose Luis, un cliente que pasó por la confitería antes antes de ingresar a su jornada laboral, pidió dos sándwiches de miga para el almuerzo. Su preferido es el de atún, queso y huevo y el “Chacarero” con jamón, queso, tomate, lechuga y huevo. “Son enormes y no escatiman con la cantidad de materia prima”, afirma, quien los visita desde hace más de dos décadas.
En Roma elaboran el pan de molde (de más de diez kilos) artesanalmente. “Siempre lo hicimos casero. Lleva mucho de mano de obra de nuestros panaderos de oficio. Tiene todo un proceso: se amasa, se deja reposar, va al horno en los moldes rectangulares y luego pasa a las cámaras refrigeradas. Al otro día, recién se le saca la corteza y al momento de prepararlos rebanamos las planchas con esta máquina especial”, detalla Diego. Así, la miga resulta esponjosa y fresca.
Actualmente, tienen más de 30 variedades. De los especiales, son un hit el de jamón crudo, morrón y huevo; el de matambre y queso y el de anchoa, queso y huevo. También están los clásicos: jamón y queso; tomate o jamón y palmitos, entre otros. Continuamente están sumando opciones vegetarianas y veganas.
En Roma ya están listos para las Fiestas: del horno de 1921 salió una tanda de pan dulce de estilo “Genovés” repleto de frutos secos. Otra de las especialidades del nonno Cacciato que sigue más viva que nunca.
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