De la India a la cocina francesa: berenjenas que crecen silvestres
La berenjena fue, a mis ojos e ignorancia, un objeto negro y brilloso. Llegó tarde a mi cocina, pero lentamente se fue afincando en mis recetas hasta convertirse en preferida. Es un fruto, aunque muchas veces se la denomina vegetal. De hecho, botánicamente es una baya de la India. Allí, aun hoy crecen silvestres. Increíblemente, por sus flores están botánicamente relacionadas con el tomate y la papa.
Tanto los italianos como los egipcios aducían que los brotes de locura eran mas frecuentes cuando las berenjenas maduraban en el verano, vinculando a la hermosa melanzane con las enajenaciones estivales.
Una berenjena madura y firme soporta perfectamente estar sobre las brasas cocinándose y tomando el gusto de la leña y el humo. Una vez cocida la pongo dentro de una bolsa para alimentos hasta que se enfría, para que sus gustos se concentren aún más y su piel negra, ligeramente chamuscada, sea fácil de limpiar. Con esa base se pueden hacer muchas recetas diferentes; a veces las mezclo con mucha albahaca, ajo y tomates muy maduros asados al horno para servir con una pasta. O cuidando que queden enteras, y sin aplastarlas las empano con miga de pan fresco para hacer una milanesa gruesa que sirvo con yogurt y una ensalada de hinojos cortados muy finos en la mandolina, aderezada con limón y aceite de oliva.
Hace muchos años -cuarenta- trabajé un verano con el cocinero Roger Vergé en su restaurante provenzal llamado Le Moulin de Mougins. El acababa de editar su libro La cocina del sol.
Vergé se destacaba por su alegría: el restaurante, que mantuvo tres estrellas por muchos años, ajustándose a la metodología y seriedad de la excelencia, tenía también un aire más amable y distendido que en los otros por los que batallé en Francia. A la tarde, antes del servicio, cocineros y mozos jugaban un picadito, algo que parecía imposible dentro de los protocolos estrellados galos. Su restaurante era un fiel reflejo de su alma y convicciones.
Mougins es un pueblito en una colina cerca de Cannes, desde donde llegaban los untuosos quesos del affineur Ceneri.
Recuerdo que me gustaba salir a recibir al proveedor de frutos rojos, que llegaba en una camioneta blanca, especialmente por las impecables bandejas de madera de fraises du bois, las frutillas silvestres que tenían un perfume y sabor incomparable. Los enormes bogavantes azulados los usábamos para hacer una ensalada con mango, y los pollos de Bresse llegaban vestidos de galas, con una medalla que certificaba su alcurnia artesanal.
Pero una receta de aquel palacio de sencillez quedó siempre en mi memoria: tian de ratatouille. Aún hoy, todos mis restaurantes por el mundo lo sirven con la pesca del día.
Para prepararlas bien hay que estar organizados y elegir los ingredientes principales del mismo tamaño: berenjenas, zucchini y tomates. También, tomillo fresco, ajo, aceite de oliva, sal de mar y pimienta. Primero se pica el ajo para infusionarlo con el aceite de oliva y mucho tomillo fresco deshojado. Luego se cortan todos los ingredientes en rodajas finas y se van disponen en filas en una placa para horno, intercalándolas, de tal forma que queden casi paradas sobre si mismas. Una vez formadas se pintan con el aceite de ajo y tomillo y se sazonan con sal y pimienta.
Van al horno bajo, por tres horas. La idea es que se confiten despacio, y sobre el final se levanta la temperatura del horno para que se doren. Son especiales para comer con pescados a la plancha o a la parrilla. ¿Las cantidades? Tener lo suficiente para abrazar los afectos bondadosos de nuestros sueños.
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