Dashiell Hammett & Lillian Hellman
El autor de El Halcón maltés y la exitosa escritora pelirroja cultivaron durante 30 años una turbulenta relación plena de amor, pero también de sordidez e infidelidades
Con el tiempo, como sucede a veces con hechos históricos entreverados de mitología, hubo que acordar una fecha convencional para celebrar el día en que comenzó todo. Para ellos fue el amor o lo que fuera que los atravesó de madrugada y con todo el alcohol en favor o en contra: 25 de noviembre de 1930, acordaron después, porque les convenía.
Fue en Nueva York, en una de esas fiestas rutinarias y excesivas a las que la depresión no solía ser invitada todavía. Esa noche se encontraron el famoso escritor Dashiell Hammett –de 36 años, flaco, alto, elegante y ganador con las mujeres, con un pasado de detective en la Agencia Pinkerton en San Francisco, un vistoso Halcón maltés recién editado en el hombro y un vaso eterno en la mano– y la todavía no escritora Lillian Hellman, una aceleradísima petisa pelirroja de 24, no demasiado bonita pero culta, liberal, incisiva e inteligente, y con un vaso similar. Ambos estaban casados, pero en otra parte y con otra gente que no contaba ni estaba ahí.
La leyenda sabiamente cultivada por ella en volúmenes de creativas memorias que escribiría medio siglo después –Una mujer inacabada, Pentimento, Tiempo de canallas– asegura que esa noche hablaron largo de T. S. Eliot y que después se fueron del ruido para seguir charlando durante horas afuera, en el coche. De algún modo nunca pararon de hacerlo: con amor y sordidez, con interrupciones, convivencias, peleas, cortocircuitos y epifanías siguieron así, yendo y viniendo durante treinta años. Hasta que Hammett murió, en los primeros días de 1961.
A fines de 1930, Samuel Dashiell Hammett ya era el escritor que, desde las baratas revistas de misterio –los llamados pulps y, sobre todo, la legendaria Black Mask–, revolucionó el estilo y el universo de la narrativa policial con un puñado de cuentos perfectos, dos detectives inolvidables –el anónimo gordo de la agencia Continental y el Sam Spade al que puso cara Humphrey Bogart– y cinco novelas llenas de cadáveres, inteligencia, ambigüedad y algo de la mejor literatura del siglo. Cosecha roja, La maldición de los Dain, El halcón maltés y La llave de cristal, violentas, sucesivas y contundentes como una ráfaga de ametralladora Thompson de la época, aparecieron entre 1927 y 1931 y le dieron fama, prestigio y dinero, que reventaría veloz y literalmente en excesos de amistad, alcohol casi puro y mujeres mucho menos. Pero, entre los fogonazos y las luces de un próximo Hollywood, Hammett no podía saber que había tocado techo o fondo: estaba literariamente acabado. Terminó a duras penas y publicó El hombre flaco en 1934 –dedicado A Lillian– y, salvo guiones y algunos cuentos cortos, no pudo escribir nunca más.
Ella sí: como en una carrera de postas, ese año precisamente, la semianónima joven pelirroja se convirtió en Lillian Hellman para la historia del teatro norteamericano. A instancias de Hammett, que le tiró la idea, estrenó con éxito su primera obra –La hora de los niños– y ya no se detuvo: Los zorritos, Otra parte del bosque, Alerta en el Rin, Los días por venir, El jardín de otoño... Una serie de piezas –curiosamente no estrenadas en estas latitudes– y otros tantos guiones cinematográficos que la convirtieron en una celebridad contestataria.
Ese fue otro aspecto y no menor de la pareja. Paseantes free lance por la izquierda intelectual de los años treinta –antifascismo, solidaridad republicana en la Guerra Civil Española, coqueteos de ida y vuelta con la URSS y el PC, militancia sindical en Hollywood–, Hammett y Hellman fueron por esos años consecuentemente desprejuiciados, ricos, famosos y transgresores. Lo que era arrebato en ella resultaba en Hammett –un escéptico marxista sin partido– la consecuencia del cultivo de una indefinible dignidad. Todo aquello fue bueno y excitante mientras duró. Pero lo pagarían, se lo harían pagar –sobre todo a Hammett– caro y con intereses.
Nunca hubo papeles entre ellos. Papeles legales, quiero decir, porque sobraron de los otros. Se amaron entre libros y manuscritos, y se quisieron escritores pero no por eso. Aunque alguna vez se divorciaron de sus respectivos, quedaron libres y se amenazaron recíprocamente con proponerse en matrimonio, nunca lo hicieron. No hubo hijos tampoco; Hammett ya tenía dos distantes niñas que no dejaron nunca de aparecer –Josephine, la menor, publicó un libro sobre su padre en los años noventa. Ella ha sido pudorosa en los detalles, aunque apuntó que las borracheras y la promiscuidad indiscriminada del Hammett en sus peores momentos la ahuyentaron de su lado–. Alguna reciente biografía de la pareja no escatima sordideces; sin embargo, nadie se atreve a tocar el amor: hubo infidelidades, portazos, rencor y violencia inclusive, y más amistad que sexo en los últimos veinte años, pero siempre lealtad.
Es difícil calcular cuántos años convivieron: aunque la sureña Hellman tuvo por más de diez años una granja donde pasaron algunas de las más largas y mejores temporadas, no solían estar quietos y habitualmente rebotaban de costa a costa, de Nueva York a Hollywood, llevados por el trabajo y los contratos, pero no necesariamente al mismo ritmo. Además, Hellman solía irse a España, París, Rusia, Berlín, Viena, Londres, llevada por invitaciones oficiales, ideología extraoficial o estreno de sus obras. Hammett, que mientras quiso, pudo o estuvo en estado vivía en hoteles o departamentos que solía abandonar sin aviso, sólo pensó en dejar Estados Unidos para ir a la guerra o sus alrededores, llevado por cierta poderosa coherencia interior que nunca lo abandonaría: la tuberculosis que arrastraba de la primera no le impidió, ya veterano, alistarse con 48 años para la segunda. Su estada en las Aleutianas editando el periódico de los soldados fue probablemente la última vez que fue feliz frente a la máquina de escribir.
La historia de la pareja –que es la de su tumultuoso país en el corazón del siglo pasado– se convirtió en pesadilla a fines de los años cuarenta. Tras la guerra, Hammett volvió a beber descontroladamente y entonces ella se alejó, no pudo soportarlo. En 1948, él tuvo un episodio de delirium tremens que lo dejó al borde de la muerte. Hellman estuvo a su lado. Fue entonces que Hammett prometió dejar de beber. Y contra todos los pronósticos no volvió a hacerlo: "Lo he prometido", explicó como si bastara.
Con igual y ejemplar consecuencia obró ante la comisión del Congreso que, con el tristemente célebre senador McCarthy a la cabeza, lo incriminó durante la caza de brujas contra la infiltración roja en Hollywood. Un soberbio Hammett –más flaco que nunca, viejo y enfermo, pero erguido– dio una lección de coraje y coherencia en ese oscuro tiempo de canallas que no vacilaron en delatar, mentir y arrepentirse ante la infamia y las ominosas listas negras.
Hammett fue a la cárcel seis meses y no se le escuchó una queja: siempre se hizo cargo de sus actos, ideas y convicciones. Ella también debió comparecer ante el tribunal en 1952, vendió la granja para asumir deudas salvajes y los siguientes años fueron duros. Quebrado en salud, Hammett se quedó sin recursos cuando el fisco le embargó todos sus derechos de autor por impuestos impagos mientras la censura política sacaba sus libros de circulación: terminó viviendo de prestado en la propiedad de unos amigos en
Katonah, cerca de Nueva York.
La crónica de esos últimos años –las temporadas de verano compartidas en Martha’s Vineyard y el tramo final en el departamento neoyorquino de ella, cuando Hammett ya no pudo bastarse solo– está registrado amorosa, sabiamente, en el memorable capítulo final de Mujer inacabada.
La última. Los que han visto Julia, la película de Fred Zinnemann basada en el seudobiográfico relato de la Hellman que aparece en Pentimento, asociarán a Lillian y a Dash con los intérpretes. Las películas, como la historia, suelen hacerlas los sobrevivientes. Ella no era tan linda como Jane Fonda, pero él tenía más pinta que Jason Robards.