Cómo fue la muerte y el funeral de Jorge Newbery, el primer ídolo deportivo del país
En febrero de 1914, el ingeniero Jorge Newbery, 38 años, director de Iluminación de la Ciudad de Buenos Aires y eximio deportista, se preparaba para cumplir una hazaña que lo situaría en lo más alto del pedestal de héroes contemporáneos en aquella década de aventureros: quería ser el primero en atravesar los Andes en avión. Viajó a Mendoza para familiarizarse con el lugar, alternando entre los vuelos diurnos y los carnavales nocturnos.
El domingo 1 de marzo de 1914 era el día indicado para regresar a Buenos Aires. A media mañana, regresaba al Grand Hotel para preparar las valijas. En el vestíbulo había familias conocidas: los Escalada Ocantos y los Valiente Noailles. Merceditas Noailles le rogó a Jorge que volara esa tarde, antes de emprender el viaje en tren.
En un principio, Newbery se disculpó. Ya estaban organizando el regreso y no tenían en mente hacer más ascensiones. Pero la insistente Merceditas logró su objetivo: el galante aviador y cerca de un centenar de personas se dirigieron a Los Tamarindos, en las afueras de la ciudad.
Desde allí despegó a las 18:40, acompañado por su amigo Tito Jiménez Lastra. Newbery –quien por primera vez volaba sin el cabalístico retrato de su madre– hizo acrobacias asombrosas. Pero fallaron la máquina y el piloto: a solo 500 metros de altura no logró enderezar el aparato que, recostado sobre su ala izquierda, se lanzó en picada hacia el fatídico centro de gravedad. Sus últimas palabras fueron: "¡Agarrate, Tito!". Murió al instante. Jiménez Lastra se rompió un brazo pero salvó la vida.
El momento de embalsamarlo y su gran popularidad
Con bastante trabajo, retiraron el cadáver en el avión. De inmediato, fue embalsamado y vuelto a vestir, pero no con la ropa deportiva color caqui que había utilizado en el fatídico vuelo, sino con uno de sus esmóquins. Alejandro Guerrero, el más puntilloso biógrafo del gran Newbery cuenta que dos clubes de Mendoza se disputaban el honor de velarlo: por un lado, Gimnasia y Esgrima; por el otro, el Jockey Club. Como no se ponían de acuerdo, se lanzó una moneda al aire para dejar todo en manos del azar. Y el azar resolvió que el pionero de la aviación en la Argentina fuera velado en el Jockey mendocino.
El lunes 2 de marzo al mediodía partió de Mendoza el tren especial que trasladaba sus restos a Buenos Aires. El furgón que contenía el féretro había sido cubierto por géneros negros en su exterior, en señal de luto.
Era tal la popularidad de Newbery que el tren tuvo que parar en todas las estaciones del camino. En cuatro de ellas, la gente suplicó que se abriera el cajón y se hizo aun sabiendo que las huellas del accidente en su cara eran notables.
Las demoras provocadas por estos homenajes obligaron a acelerar. Durante la noche, el tren viajó a toda marcha para poder recuperar el tiempo perdido y llegar más o menos en horario a destino. La primera parada del día siguiente, 3 de marzo, fue la estación José C. Paz. Eran las 8.15. Allí aguardaban los ocho hermanos de Newbery, cuñados, sobrinos, camaradas y amigos íntimos que habían salido más temprano desde Retiro con la intención de incorporarse al tren fúnebre. La detención fue de diez minutos y partieron hacia la nueva escala: El Palomar, donde se engancharon vagones de carga con un total de cinco aviones. Cuando todo estuvo listo, se continuó el viaje. El tren debía aminorar la velocidad al ingresar a cada estación porque estaban colmadas de gente que se quitaba el sombrero ante el paso de la formación. Así siguieron hasta la estación Palermo, en Puente Pacifico.
En realidad, fue un cambio de planes. Se había establecido que el tren iba a llegar a Retiro, desde donde iba a ser conducido el cajón hasta Palermo, hasta el amplio espacio de la Sociedad Sportiva (donde ahora se encuentran las canchas de polo). Pero las sucesivas demoras hicieron que se determinara completar el periplo en Palermo, que era la estación más cercana a la Sportiva.
Aclaremos que la mencionada estación se encuentra a una altura por encima del nivel de la calle. El féretro, envuelto en una bandera argentina, fue bajado a pulso y colocado en una carroza tirada por cuatro caballos. Lo que comenzó siendo un murmullo, se volvió clamor: la concurrencia quería llevar el féretro a pulso, en sus hombros, reemplazando a la carroza. Sin embargo, los hermanos del difunto rogaron que lo dejaran en el carruaje y todos respetaron la decisión. Comenzó, entonces, el lento traslado a la Sociedad Sportiva.
Hoy cualquiera trazaría una línea recta entre Puente Pacífico y las canchas de polo. Sin embargo, en 1914, ese trazado lo ocupaba el arroyo Maldonado. Por lo tanto, había que dar un rodeo. Por avenida Santa Fe se dirigieron hasta Plaza Italia y desde la avenida Sarmiento marcharon hasta Alvear (hoy Libertador) para girar rumbo a la Sportiva en la avenida Dorrego.
Mientras tanto, en Retiro, la estación estaba rebasada a la espera del cadáver. En cuanto los empleados del ferrocarril recibieron por teléfono la información del cambio de planes, se informó al público y se oyeron algunas quejas. Pero todos buscaron la forma de trasladarse a Palermo, en tren, tranvía, automóvil y también caminando.
El cortejo de desplazaba a paso lento. Y si bien la carroza fúnebre debería haber marchado al frente, el grueso número de de acompañantes hizo que quedara entremezclada en la multitud.
A lo largo del recorrido, iba sumándose gente en las veredas, balcones y azoteas y aquel que tenía flores a mano, las repartía para que se lanzaran en señal de despedida. El llanto de algunos estremecía a todos.
Los hombres caminaban mientras que las mujeres de la familia y del grupo de amistades acompañaban al cortejo en diez carruajes alquilados a la empresa funeraria. Bombines, galeras y gorras perdían su lugar porque, con impecable respeto, los hombres se descubrían la cabeza y la inclinaban levemente.
El trayecto demandó aproximadamente una hora. Una vez que ingresaron al salón de la Sportiva depositaron el cajón sobre un túmulo de nogal. La improvisada capilla ardiente, adornada con sencillez, se completaba con pedestales de roble que sostenían macetas con palmas, diez grandes candelabros de plata y un gran crucifijo de plata en una cabecera. También se exhibía una gran foto del ídolo, de medio cuerpo, cruzada en su extremo por un crespón negro y apoyada en una mesa donde muchos podrían dejar sus tarjetas, siguiendo la costumbre de la época.
La familia y los allegados tuvieron una ceremonia privada. Según se estableció, los íntimos dispondrían hasta las 12 para velarlo a puertas cerradas. Sin embargo, la presión de los manifestantes se hizo sentir y las autoridades policiales y del ejército no pudieron contenerlos. La avalancha humana terminó superando las rejas de acceso a las 11:15. Pero una vez adentro, retomaron el orden y el silencio respetuoso.
El diario LA NACION escribió que "todas las clases sociales de Buenos Aires han pasado sigilosamente junto al ataúd, dirigiendo una mirada de admiración y de dolor, como queriendo llevar, a través de aquella caja, hasta los restos del hombre que supo captarse en vida la simpatía de todos".
A las cinco, mientras caía una leve lluvia, arribaron los cadetes a cargo de los aviones. Los transportaron por tierra por el mismo camino: Santa Fe, Sarmiento, Alvear, Dorrego. Los aparatos quedaron en la puerta de la Sportiva, dándole un marco que potenciaba la emotividad de todos.
El desfile del pueblo ante uno de sus ídolos era incesante
El número de concurrentes era de tal magnitud que a medianoche aún había gente reclamando que se les permitiera entrar. Fue necesario cerrar las rejas por un par de horas. Algunos de retiraron pensando que ya no iban a volver a abrirlas. Pero lo hicieron cuando quedó un grupo numeroso, pero que podría estar bajo control. De esta manera, durante la madrugada fueron varios los que desfilaron frente al féretro del deportista.
Al amanecer del día siguiente, cuatro de los cinco aviones fueron transportados por Alvear hasta la puerta del Cementerio de la Recoleta.
En la Sportiva, se cerró el velatorio con varios discursos, pero debido a la multitud que aguardaba la salida del cajón con los restos del infortunado piloto hubo que suspender algunos.
Tampoco fue tarea fácil llevar el ataúd hasta la carroza. Nunca se había visto en nuestro país una manifestación de esas características. Estaban acompañando a su ídolo. Cuando por fin y con cierto esfuerzo lograron alcanzar la entrada principal, montaron el cajón en el carro. En ese instante, se soltaron dos mil palomas y el cielo gris se tiñó de blanco.
El cortejo fúnebre inició la marcha escoltado por el quinto avión. Era aquel con el que pensaba realizar la hazaña de atravesar Los Andes. La marea humana se movilizó junto al deportista.
Eran miles de personas y, sin embargo, el silencio era elocuente. Llegaron hasta las puertas de Nuestra Señora del Pilar donde celebrarían una misa de cuerpo presente. Media hora de intentos de los policías fueron inútiles. Trataron de abrirse paso entre el gentío para poder llevar el féretro hasta el interior de la iglesia, que también estaba desbordada por dentro. No hubo más remedio que suspender la misa.
De allí pasaron a la entrada del cementerio y tuvieron las mismas dificultades. Con mucho esfuerzo y algún exceso de energía, las autoridades lograron que se pudiera ingresar el ataúd hasta el peristilo, es decir, la galería de la entrada. Una vez más, la intención fue acercar el cajón a la capilla para un rezo. Tampoco fue posible. Apenas podían desplazarse entre la compacta aglomeración de admiradores. Ya se había consumido media hora en la iglesia y otro tanto en alcanzar el peristilo.
Sin duda, quienes planificaron la jornada se vieron desbordados por una cantidad de gente que jamás hubiese entrado en la imaginación de nadie.
Las dos ambulancias de la Asistencia Pública tuvieron que asistir a varios sofocados en esa marea humana. La única forma de avanzar un poco fue haciendo una maniobra que hoy sería muy cuestionada: se cerraron las puertas de la iglesia, las del cementerio y también una puerta que comunicaba el templo con la necrópolis. De esta manera, quedaron tres grupos separados entre sí y eso fue lo que les permitió poder organizar un poco el recorrido por adentro del cementerio, por la calle principal que estaba colmada de mujeres y de niños, que quedaban preservados de la masa de señores. Para evitar ser retirados del cementerio, muchos hombres se trepaban a las bóvedas. Se veía también a chicos vestidos con los colores del Club Huracán, tan relacionado con el globo aerostático y con Newbery. También el Racing Club hizo una convocatoria para que sus socios participaran del homenaje.
Por la calle central marchaba el féretro llevado por la familia y sus amigos íntimos. Fue conmovedora la lluvia de flores que se lanzaban desde los costados. Así, con bastante trabajo, llegaron a la bóveda de la familia de Juan Antonio Fernández cerca del paredón que da a la calle Vicente López en uno de los costados del cementerio. Por lo tanto Jorge Newbery compartió la bóveda con el doctor Fernández a quien los porteños le han rendido un homenaje especial dándole su nombre a un hospital de Palermo.
Pero el deportista y funcionario también tuvo sus evocaciones. Dos meses después de su muerte, el barrio de Belgrano ya contaba con una calle que lo recordaba, paralela a Federico Lacroze. El club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (GEBA) bautizó a su sede de Palermo: Jorge Newbery. En 1975, cuando se cumplieron cien años del nacimiento se decidió darle su nombre al Aeroparque. Esta brevísima enumeración deja afuera más de un centenar de homenajes que se le han hecho y que incluyen nombres de plazas, plazoletas, escuelas, clubes y canciones.
Luego de veintitrés años en la Recoleta, el dos de mayo de 1937 sus restos fueron trasladados a la Chacarita que ahora sí se convirtió en su morada final.
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