Los sándwiches de La Flor de Asturias son un secreto a voces en el barrio. En los últimos años se transformaron en la gran vedette de los almuerzos de los oficinistas.
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Son casi las doce del mediodía de un martes fresco de otoño y en la histórica esquina, (sin ochava y de callecitas empedradas) de Moreno y Defensa, en el barrio de Monserrat, se armó una larga fila en la puerta de un almacén. Los habitués esperan firmes, saben que, en tan solo unos instantes, tendrán resuelto su almuerzo.
“Trabajo por la zona y vengo hace años porque soy fanático de su sándwich completo de milanesa, no lo cambio por nada”, afirma Gastón (38), oficinista. A su lado, Benjamín (52) coincide. “Este sitio es un viaje directo a mi niñez. Cuando veo las latas de galletitas en los estantes me emociono porque me recuerdan a la casa de mis abuelos.
Cada vez que los visitaba elegía mis preferidas de a 1/4 kilo. Me la pasaba largo rato seleccionando entre las de chocolate, las pepas o los anillitos de colores”, relata, risueño. El almacén “La Flor de Asturias” es un ícono vivo de la cultura porteña. Al ingresar te transporta a una Buenos Aires de principios del siglo XX.
Una historia que empezó en Asturias, España
Allá por el 1910 Don Facundo Suárez dejó atrás su pequeña aldea en Careses, Asturias, España, y emprendió rumbo hacia el puerto de Buenos Aires. Tenía tan solo diecinueve años y grandes ilusiones en su maleta. “Mi tío abuelo abrió en 1916 esta despensa con venta de comestibles, fiambres y bebidas envasadas. Al lado, estaba el bar llamado Facundo en su honor. Trabajaba muchísimo con los trabajadores del puerto, marineros y tripulantes. Mi padre, José Ramón Martínez Suárez, era carpintero y llegó de España en la década del 50. Como en aquella época había tanto trabajo comenzó a darle una mano en la parte de gastronomía.
El bar no cerraba nunca: tenía horario de corrido durante todo el día. En ese entonces se vendía gran cantidad de bebidas alcohólicas: whisky y vino en damajuana. Y para las fiestas sidra y cajones de cerveza. Era un gran punto de encuentro de la comunidad española. Es que además, ofrecían productos típicos: patas de jamón crudo (siempre tenían más de 30 colgadas), turrón, bacalao, morcilla asturiana y chorizo colorado”, rememora Emilia Martínez Cayado, de 59 años, tercera generación al frente del negocio.
Fue a principios de los 80´ cuando su padre, “Pepe” se hizo cargo del “boliche” y ella con 18 años empezó a colaborar con algunos mandados. “Recién había entrado a la facultad en la licenciatura en química y, por las tardes, venía al local a controlar los faltantes de mercadería y ponerle las etiquetas con los precios. Los fines de semana con mi novio (actual marido) y mi madre Blanca íbamos a buscar productos al mayorista. Me fui quedando y acá estoy”, relata, entre risas, al lado del centenario mostrador. Detrás, se encuentran los estantes de madera repletos de mercadería: yerba, azúcar, arroz, aceite de oliva, leche y variedad de latas con conservas y dulces. También hay gaseosas y cientos de botellas de bebidas.
Las épocas de “todo suelto y al peso”
Martinez, rememora las épocas en las que se vendía “todo suelto y al peso”. “Estas cajoneras macizas son originales. Antes estaban repletas de harina, legumbres, cereales, entre otras. Se preparaban los pedidos, según la solicitud del cliente, en un papel de envoltorio y dos moñitos en las puntas”, cuenta y señala las antiquísimas latas de galletitas.
A muchos parroquianos cuando las descubren se les pinta un lagrimón. Antiguamente tenían una estantería gigantesca con gran surtido. ”A todos nos trae recuerdos de la infancia. Muchos se acercan a contarnos anécdotas y nos dicen que venir a buscar galletitas al almacén era su plan predilecto del día. Los oficinistas nos las encargaban para compartir con sus compañeros en la hora del mate”, agrega. Niní Marshall, Horacio Fontova, Mónica Cahen D’Anvers y César Mascetti, quienes fueron durante años vecinos del barrio, pasaron por allí en busca de provisiones.
Eduardo, el histórico encargado, recibe nueva mercadería de los proveedores. Mientras que Matías, otro de los empleados, corta fetas de jamón crudo especial para un sándwich que le encargó un habitué. A su lado, se encuentra el objeto más antiguo del almacén: una fiambrera Berkel de color roja.
“Aún la utilizamos”, asegura, mientras saca de la heladera una horma de queso danbo. Los sándwiches de La Flor de Asturias son un secreto a voces en el barrio. En los últimos años se transformaron en la gran vedette de los almuerzos de los oficinistas. ¿A qué se debe su fama? Su gran tamaño y abundante mercadería. Algunos llegan a medir más de 20 centímetros de largo. Es por ello, que aconsejan pedir uno para compartir. El más solicitado es el de milanesa completo con lechuga, tomate, jamón, queso y huevo; luego le sigue el de jamón crudo. “La milanesa la preparamos nosotros, es bien casera. Todo se arma y corta en el momento según los ingredientes y aderezos que quiera el cliente”, detalla. Hay variedad de panes: baguette, figazza (sola o con cebolla), pebete. “Prefieren más la milanesa de carne que la de pollo. El de cantimpalo también tiene gran salida. Siempre vienen oficinistas y empleados de la zona. Hay días que se arma una cola grandísima en el horario pico del almuerzo”, agrega Matías.
Afuera, sobre la calle Defensa, un grupo de alumnos escucha atentamente a su profesora. Están de recorrida por el “Circuito Belgraniano”. A la mayoría les llamó la atención la vidriera decorada con sifones de antaño, botellas, chapas, autitos y juguetes. Antes de continuar con la caminata, se acercaron a conocer el interior del local a observar la vitrina con reliquias y amuletos de España. “Son objetos significativos para nuestra familia. Los atesoramos de los viajes por la tierra de nuestros antepasados”, confiesa Emilia. En la vitrina hay vasos de sidra, libros, una bota de vino, castañuelas, un escudo y una figura de un hórreo asturiano.
“Mucha gente cuando entra al local se sorprende y hasta nos felicita por cómo lo conservamos. Es lindo poder mantener la tradición”, concluye Emilia y se acerca a la antigua balanza Molero de color naranja. Un pequeño viaje en el tiempo, en este almacén porteño como los de antes.
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