Sus clientes atraviesan diferentes generaciones. Son lugares de pertenencia donde muchos regresan para comer grandes platos de la cocina local.
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Sus menús son verdaderos libros de historia gastronómica que reúnen en sus páginas los grandes platos de la cocina local. Suelen desplegar recetas queridas por todos, de esas que conocemos de memoria. Abundan las tortillas de papas y los buñuelos de acelga, pero también el pollo a la provenzal, el lomo a la pimienta, la paella y los mariscos. Son algunos de los grandes bodegones de Buenos Aires, que cuentan a sus espaldas con miles de mesas servidas, con clientes habituales que atraviesan generaciones. Allí iban los abuelos, luego los padres, más tarde los hijos y hoy los nietos. Populares por definición, para muchos de sus comensales más fieles estos destinos son mucho más que restaurantes: son lugares de pertenencia, donde saludar al mozo de toda la vida, donde reconocerse entre las mesas, para sentirse todavía parte de una ciudad y un mundo que nunca se detiene, que siempre está cambiando, a veces incluso demasiado rápido. Cinco bodegones históricos donde el tiempo cambia de velocidad.
EL GLOBO
La especialidad de la casa es, desde hace incontables años, el puchero. Invierno tras invierno (y alguno se le anima en verano) la gente se acerca a El Globo para pedir el tradicional plato criollo, que mezcla carnes y embutidos de vaca, cerdo y pollo, con verduras y caldo. Es que este restaurante lleva más de un siglo abierto. El nombre actual lo acunó en un lejano 1908, bautizado así en honor al cruce que el piloto Jorge Newbery hizo en 1907 sobre el Río de la Plata a borde de “El Pampero”, un globo aerostático traído desde Francia. Incluso se cuenta que el propio Newbery le pidió en su momento al dueño que lo llamara así.
Y en tantos años, su carta fue acumulando pesos pesados de la cocina porteña. Más allá del puchero, las especialidades van por la paella de pollo y mariscos (con mejillones en su valva, almejas, calamar, langostinos de buen tamaño), también la cazuela de mariscos, aunque las minutas no se quedan atrás: su suprema Maryland está entre las mejores de la ciudad, con rica banana frita, una salsa casera de choclo y arvejas verdes intensas, alejadas del color mustio de las enlatadas. El salón sigue tan hermoso como siempre, bien mantenido y con los mozos que llevan una vida ahí dentro. Instagram / Dirección: Av. Hipólito Yrigoyen 1199
EL PUENTECITO
Un siglo y medio en una zona que sufrió y vivió enormes cambios demográficos. Ese es el tiempo que El Puentecito lleva en Barracas. Se dice que antes fue posta de caballos, pulpería, taberna, pero ya desde el 20 de noviembre de 1873 se convirtió en restaurante, tomando casas anexas y creciendo a la manera de un rompecabezas. Ubicado en los límites de la ciudad, por sus mesas pasaron políticos y actores, escritores y directores de cine, pero mucho más que eso, vecinos y clientes que no dudan en cruzar la ciudad por sus platos eternos. Hoy cuenta con algunos espacios al aire libre y varios salones internos, incluyendo además un pozo viejísimo que en la época de la pulpería se utilizaba para enfriar las bebidas. Los fines de semana, aún en estos tiempos complicados, se llena, con esperas de hasta una hora para conseguir lugar. El menú va desde el conejo al vino blanco hasta las costillitas a la riojana, pasando por caracoles a la bordalesa, ranas a la provenzal, un ya emblemático omelette de alcauciles o, entre los más pedidos, el asado de tira cortado en dos generosas banderitas. La milanesa (más grande que el plato) no se queda atrás, pero son muchos los que van en búsqueda de los pescados de la casa, desde la lisa a la trucha al roquefort, entre otros. Instagram / Dirección: Luján 2101
LA PIPETA
La misma calle, pero un mundo distinto. Allá por 1961, en ese microcentro porteño dominado por las peatonales Lavalle y Florida, también por la insomne Av. Corrientes, abundaban los cines y los teatros, los comercios que venían ropa a turistas ávidos de cuero argentino, las galerías de arte y los grandes bares. Fue en ese momento que en un sótano de San Martín al 498 abrió La Pipeta, lugar emblemático que pronto se convirtió en sinónimo del comer nacional, con su pizza finita a la piedra y una carta que fue creciendo con los años. Tras la declive zonal, La Pipeta comenzó a renacer en 2013, manejada por un gastronómico que conoce como pocos el metier y el barrio, nada menos que Jorge Ferrari, el mismo que da vida a lugares como Parrilla El Gaucho, Mercado del Centro y Almacén Suipacha, entre otros.
Vale la pena ir par aprobar los buñuelos de acelga y el arroz con pollo, la súper milanesa napolitana, los fusilli al fierrito con tuco y pesto y una entraña de más de un kilo de peso, entre otros platos. La tarantela es el postre obligado: la creó el cocinero Farfán, parte de la gran familia de este restaurante, que ya cumplió con medio siglo ahí dentro. Instagram / Dirección: San Martín 498.
LEZAMA
Cocina típica de Buenos Aires, eso es lo que prometen ofrecer, y cumplen a la perfección. Lezama es uno de esos bodegones que se hizo carne y uña con un barrio (San Telmo), identificándose con el parque que tiene enfrente, pero también con los aires arrabaleros de las calles empedradas de la zona. Favorito de turistas en aquellos cercanos tiempos en que éstos todavía aterrizaban en Ezeiza con la misión obligada de pasear un domingo por el caso histórico de la ciudad, Lezama nunca abandonó al comensal local, convirtiéndose en un destino familiar que cada fin de semana desborda de clientes en búsqueda de los clásicos eternos de esta casa. En su libro Bodegones de Buenos Aires, Pietro Sorba cuenta que con este nombre el lugar viene desde 1977, pero ese mismo local nació sirviendo cocina porteña ya desde 1930.
Allí se comen por ejemplo unas rabas fritas que salen con provenzal (gran idea), también arroz con mariscos o mondongo a la española, en honor a sus orígenes ibéricos. Pero también hay pastas, parrilla al carbón y gestos transgresores como la milanesa a la calabresa, con sendas rodajas de chorizo colorado por encima. Ahí, a mitad de cuadra sobre la calle Brasil, es fácil distinguir a Lezama: es donde hay gente en la puerta esperando para entrar. Instagram / Dirección: Brasil 359
MIRAMAR
Si hay un lugar de aires antiguos pero con una mirada bien puesta en el hoy, ese lugar es Miramar. Declarado bar notable de la ciudad, es un templo y museo que día a día continúa escribiendo su historia. La preciosa esquina, la vereda ganada, los objetos dispuestos a modo de exhibición, las botellas del fondo de la barra, todo genera una de esas postales que dan ganas de mostrar y de perpetuar. Ahí, para recibir ya desde la calle, al cartel anuncia especialidades de la talla de las ranas (un infaltable de la casa), también los caracoles, el rabo de toro, el conejo, las sardinas, las tortillas y los mejillones, entre otros. La cocina es porteña, con esos aires españoles de la inmigración que levantó las bases de una gastronomía nacional hace ya varias décadas (“casa fundada en 1950 por la familia Ramos, inmigrantes gallegos”, dice sobre la entrada).
Hay clásicos de aires transatlánticos como las lentejas, las croquetas de bacalao, las gambas al ajillo o los arroces con mariscos. Y hits locales como con las cintas frescas con salmón y crema o el vacío al horno. Si lo tienen, el cochinillo es una carta ganadora, lo mismo las mollejas al verdeo; y cómo no comenzar con los fiambres, que le dieron ese aire de rotisería junto con el spiedo y sus pollos, las conservas y los carteles de chapa que nos llevan a otra época, a otra ciudad, a otra Argentina. Instagram / Dirección: Av. San Juan 1999
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