Jorge Luis Borges decidió que aquí, en su Palermo, se erigirían los orígenes de la ciudad. Fundación mítica de Buenos Aires, la proclamó el autor de El Aleph, quien fue vecino de estos suburbios hasta sus quince años. Tiempos aquellos donde por Guatemala o Serrano caminaban guapos de cuchillo en faja y no personajes tibios, habitantes de ese universo llamado farándula cool. No había tiendas de diseño sino casas con terrenos arbolados y hasta pastizales que escondían forajidos. Se dice, tanto se dice acerca de él, que fue el notable Jorge Luis quien lo bautizó como Viejo, al regresar de su primer viaje familiar por Europa y encontrarse con que en esos arrabales aún se respiraba la atmósfera del Buenos Aires pretérito que lo había visto nacer y convertirse en adolescente. Hoy, Borges, el ilustre que cometiera el peor pecado que un hombre puede cometer, se asombraría ante las denominaciones de Soho, Queen, Sensible, Queer, y tantas otros. Pero, más allá de las designaciones sostenidas, en gran medida, por el negocio inmobiliario; en una ajetreada esquina de Scalabrini Ortíz y Paraguay, algo de aquel espíritu borgeano aún persiste. Hay mucho de ese Buenos Aires que se niega a pasar a cuarteles de invierno acaso porque allí emerge, precisamente, el constructo de identidad, de su identidad. El refugio se llama Varela Varelita, una trinchera desde donde se les hace frente con hidalguía a los escuderos de topadora en mano.
Tras las persianas coloradas, las vidrieras con las inscripciones de época, y las puertas vaiven de madera, el bar Varela Varelita parece enfrentarse al sinsentido de la vorágine de la gran urbe. A pocas cuadras de la casa natal del más trascendente de los autores nacionales, este refugio de café y vermouth le redobla la apuesta a la modernidad avasallante. ¿Para qué? Si tal como está, está bien. Cuando el pequeño hijo de Jorge Borges y Leonor Acevedo merodeaba la zona, durante las primeras décadas del siglo pasado, este solar era conocido como G.D.A., la sigla correspondiente a Grandes Despensas Argentinas. "Era un almacén con despacho de bebidas, muy típico de la época. Recién en los 50 aparecen los primeros registros sobre el bar", explica Javier Giménez, uno de los dueños de esta guarida de vecinos de a pie, bohemios e intelectuales. Habitués que colman el local embadurnado en sus paredes con posters de películas que los propios directores ofrendan para emperifollar las paredes. Muchos de esos cineastas, casi todos, no solo disfrutan de los cafés o tragos de Varela Varelita, sino que también utilizan sus mesas para escribir buena parte de sus guiones o como un acogedor salón de lectura. Por cierto, el ambiente es bien inspirador.
Cafetín de Buenos Aires
"Tratamos de conservar todo tal cual. A lo largo de los años, el local sólo sufrió pequeños cambios : antes existía el salón familiar y el piso era de baldosas negras y blancas tradicionales. Por razones de uso, ahora es de cerámica", dice Giménez, quien nació en la correntina Goya, deschabada en su acento, pero que, a fuerza de décadas de residencia en Buenos Aires, supo interpretar como nadie el ADN, la idiosincrasia, del bar y sus parroquianos que ya no se paran sobre el piso damero, pero siguen pidiendo, reclamando, los manjares de siempre.
Cómo olvidarte en esta queja, cafetín de Buenos Aires, si sos lo único en la vida que se pareció a mi vieja. En tu mezcla milagrosa, de sabihondos y suicidas, yo aprendí filosofía, dados, timba, y la poesía cruel de no pensar más en mí. Al Cafetín de Buenos Aires lo eternizaron Mariano Mores y Enrique Santos Discépolo. Parece escrito para Varela Varelita. "La gente viene a buscar distensión, a olvidarse de los problemas. Es muy distinto el cliente de la mañana con respecto al de la tarde. El de la mañana está más apurado, busca tomar algo e irse rápido. El de la tarde, en general, no tiene apuro. Muchos de nuestros habitués, convirtieron al bar en su segunda hogar: organizan reuniones de trabajo o se encuentran con amigos para comer, pero, luego, no tienen que lavar los platos como en casa. Solo deben ser buenos anfitriones". Javier Giménez tiene muy claro el perfil de su clientela. Esa que colma las mesas de un salón donde se amuchan las mesas otorgando una sensación de cercanía familiar entre todos los comensales.
Varela Varelita está abierto prácticamente las 24 horas del día. Cuando se lo hacemos notar a su propio dueño, se sorprende: "No, tanto no". Sin embargo, a pesar de su asombro ante la conclusión, lo cierto es que el local permanece abierto de lunes a sábados desde las seis de la mañana (noche cerrada en invierno) y sus persianas de metal, a tracción humana, no se bajan hasta que se va el último cliente, cerca de las dos de la madrugada; en fines de semana, pasadas las cuatro. A veces, más tarde también. Depende de las ganas del habitué por ir en busca de otra ronda de fernet. "Ahora también abrimos los segundos domingos de cada mes para ofrecer un show de tango", anuncia Giménez quien se enorgullece de la intelectualidad que merodea las mesas de madera: "Vienen muchos escritores y cineastas. Algunos a trabajar y otros a distenderse con cerveza o fernet". El dramaturgo Mariano Tenconi Blanco; la cineasta Celina Murga, "la primera que colgó un afiche de su película"; el director Luis Ortega; los actores Martín Piroyansky, Juan Palomino y Rita Pauls; la creadora del género del biodrama Vivi Tellas; y los escritores Ricardo Strafacce, César Aira, y Osvaldo Baigorria; son algunos de los "amigos de la casa". No son pocos los autores que dedican sus ediciones o le agradecen en sus páginas al bar que contempló sus madrugadas de inspiración ante la notebook o el papel arremetido con pluma en mano, a la vieja usanza. "Hace poco tuve que participar de una filmación y echar al personaje interpretado por Mirta Busnelli", se ufana el correntino. La bohemia porteña elige una y otra vez el bar.
El mundo de la política tampoco está ausente. El ex Vicepresidente de la Nación, Carlos Chacho Álvarez, sigue siendo un habitué matutino. Acaso quien popularizó a comienzos de este siglo lo reconfortante de arrancar el día aquí. "Cuando estaba en el gobierno solía venir con otros políticos como Dante Caputo. También estuvo Daniel Filmus, justo un día en el que no andaba el aire acondicionado".
Misterios de café
Varela Varelita encierra varios secretos que lo convierten en único. Recónditos atractivos que son un verdadero imán para sus clientes. La atención campechana y ese "sentirse como en casa" que tanto enorgullece a sus dueños es una de las claves. Y lo que se ofrece, sin dudas, es el otro anzuelo del cafetín. Acá el cortado no se sirve así nomás. En su espuma, una mini y auténtica obra de arte, decora cada taza. El famoso café con dibujo es todo un sello distintivo del lugar: "Como vienen muchos dibujantes, fueron ellos quienes le empezaron a buscar formas a la espuma. Nos entreteníamos descifrando qué figuras se formaban por azar. Cuando descubrí el fondant que utilizan los reposteros, me inspiré para darle un detalle especial al café. Lo que hago es colorear la espuma de leche y dibujar sobre el café. A la gente le cae muy bien. Nos piden que le sirvamos el cortado así".
Para los que buscan emociones más intensas, los tragos son un fuerte de la casa: "Otro secreto es la buena medida en los tragos: nuestro fernet con coca es fernet con coca, y no coca con fernet. En cualquier boliche, el whisky se sirve con una medida que es un sorbo. Acá se sirve sin medida".
Los lomos y las milanesas son clásicos de la escueta, pero apetitosa carta de manjares caseros. En Varela Varelita no hay papas fritas ni pastas. Tampoco parrilla. Los habitués saben qué pedir. Las porciones de cada plato son realmente suculentas. "Una noche, dos señoras querían cenar un plato elaborado; como nosotros le ofrecimos sándwiches, decidieron no comer acá. Se tomaron dos tragos, se fueron a otro lado, y regresaron a la medianoche para tomar café". Los comportamientos públicos pueden generar un libro de anécdotas. "Durante mucho tiempo venía una mujer que gritaba: ´Busco al señor Smith. Por Cristo, yo nunca tuve un orgasmo´. Decía eso, y se iba. Otro personaje increíble era un hombre al que habíamos bautizado como Saeta Rubia, en honor al jugador Alfredo di Stéfano. Tiene el récord de tomarse 14 cervezas de tres cuarto a lo largo de todo un día. Nosotros, y los clientes, lo cronometrábamos. Se tomaba cada cerveza en no más de un minuto y tres segundos. Y una vez llegó a hacerlo en 59 segundos. Una noche fue a cenar al restaurante de enfrente con su mujer. Cada tanto se cruzaba y se tomaba una cerveza acá. Un mozo vio que, con la esposa, tomaba gaseosa light", rememora aún asombrado Giménez.
Cuando trabajar es una pasión
"Yo comencé de lavacopas y aprendí todos los roles. Conozco lo que hay que hacer atrás y delante de la barra. Los gallegos me enseñaron el oficio", dice algo emocionado Javier Giménez, quien comparte el manejo del bar con dos socios. Los "gallegos" eran los dueños originales del negocio. "Trabajo acá desde hace 26 años. Empecé como único empleado de cinco gallegos, bueno, en realidad uno de ellos no era gallego, pero quería serlo. En el ´92 o ´93 pasé a ser uno de los dueños porque la mujer de uno de ellos me vendió su parte". El nombre del lugar, que ya es toda una marca registrada de la raigambre porteña, no tiene que ver, como algunos creen, con un tributo a una orquesta de jazz que se presentaba en la década del ´40, sino con una suerte de homenaje que uno de los antiguos dueños del bar, de apellido Varela, le hizo a su hijo. "Aún hoy, pasa caminando Varela, que tiene alrededor de 96 años. Y su hijo, Varelita, cada tanto viene a visitarnos y a tomar café".
En pleno siglo XXl, Javier Giménez logró transmitir la pasión a su hijo Gustavo de 27 años, que atiende también el bar. Para ellos, levantar las cortinas lejos está de ser una obligación cotidiana: "Para los gallegos era un trabajo. A las once cerraban sí o sí. Cuando yo era empleado, tomo el turno de la noche. Sobre el cierre, si alguien pedía un tostado, los gallegos decían que habían apagado la tostadora, así el cliente no se quedaba. Pero una tostadora no requiere de calentado previo, funciona como una hornalla. Así que yo la encendía y vendía el tostado. El gallego se enojaba porque tenía que quedarse más tiempo. Entonces me decía: ´tomá la llave, hace el tostado, yo me voy´. Así se fue extendiendo el horario de atención. Reconozco que malacostumbré a los clientes con el horario. Ahora saben que siempre estamos abierto".
Mañanas vertiginosas, tardes de trabajo pausado, y madrugadas de amigos entrañables sin apuro. Así es el pulso cotidiano de Varela Varelita, el cafetín de Buenos Aires sembrado por mesas que nunca preguntan, cómo confirma el tango.
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires. La juzgo tan eterna como el agua y el aire, dijo Jorge Luis Borges seguramente añorando ese Palermo que veía desdibujarse. Un Palermo que recupera su alma, su marca en el orillo, con esquinas como la de Scalabrini Ortiz y Paraguay. Allí, donde el café se sirve dibujado y las noches parecen no tener fin.
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