Angustia oral: ¿cómo influye el estado de ánimo en nuestra alimentación?
Los seres humanos nos dividimos en dos grandes grupos: los que en momentos de angustia devoran como si no hubiese un mañana, y aquellos a los que se les cierra completamente el apetito cuando están mal. ¿Pero, por qué sucede eso? ¿Estamos genéticamente predeterminados a pertenecer a un bando o al otro?
No es el hambre, son las emociones
Las emociones "nos toman" por completo e influyen de manera significativa en todo nuestro organismo. Y, por supuesto, la alimentación no se queda afuera.
Si nos invade la angustia por un tema puntual, suele haber una respuesta mayor de la adrenalina por encima del coritsol y además de cerrarse el apetito, hay una movilización de grasas desde el tejido adiposo. "Por eso, es común que las personas que pasan por períodos de angustia pierdan mucho peso", aclara la licenciada en nutrición, Analía Moreiro.
Esta "paralización" de las funciones digestivas no es algo que las personas podamos regular, sino que es mera consecuencia de nuestra fisiología. "Con el paso del tiempo, y si la angustia perdura, es posible que la persona aumente o disminuya su apetito, según cómo el cerebro de cada uno logre regularlo", explica Mariana Patrón Farías, licenciada en nutrición.
Por el contrario, si la angustia o el estrés son crónicos, se elevan mucho los valores de cortisol, lo que provoca hambre voraz y mayor acumulación de grasa en el tejido adiposo, donde están los principales receptores de esta hormona. La comida se convierte así es un "un bálsamo emocional" para calmar esa tristeza.
"El problema es que en estos casos, las personas tienden a calmar el hambre con alimentos adictivos con alto contenido de grasa y azúcar, como productos de panadería, chocolates, entre otros. Pero, hay que tener cuidado, ya que estos alimentos despiertan la necesidad de consumir cantidades progresivamente mayores para sentir el mismo placer", sostiene Moreiro.
¿Entonces, le echamos la culpa a la genética?
"No podemos hablar de una cuestión genética ni hereditaria que genere la tendencia a comer más o menos frente a estados de angustia, se trata más bien de buscar mecanismos de recompensa", afirma Moreiro.
Si estamos mal por algo y nos gusta comer, es probable que pensemos: "Estoy tan mal que me merezco algo rico", y salgamos a buscar algún bocado para sentirnos mejor (sin embargo, mientras lo ingerimos, nuestra mente no dejará de pensar en el problema).
En estos casos, el peligro es, como dice la experta, "que nadie calma la angustia con una mandarina, más bien con chocolates ¡aunque ambos son de sabor dulce!". Así es: atacamos los productos con alto contenido calórico y bajo aporte nutricional.
En la vereda de enfrente están a quienes se les cierra el apetito. La propia angustia les provoca un estado general de desgano que incluye también las ganas de comer.
Entonces, y si bien no se conocen las causas de por qué frente a la angustia algunos comen de más y otros de menos, las expertas coinciden en que en estos casos es necesario buscar la ayuda de un profesional de la salud.
- Refugiarse en la familia
- Ejercitar el cuerpo
- Practicar técnicas de meditación y Mindfulness
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