En mayo de 1973, hace 50 años, un vuelo rutinario se convirtió en una travesía por todo el continente que terminó en Ezeiza
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Diez mil metros de altura, dos encapuchados, 84 pasajeros y un tiro. El avión HK-1274 de la Sociedad Aeronáutica de Medellín, mejor conocida como SAM, había salido de Bogotá pasada las 13 horas del 30 de mayo de 1973. Era un vuelo rutinario que tenía tres escalas: Cali, Pereira y Medellín. Luis Alfonso Reátegui abordó el avión en Cali. Estaba un poco nervioso, pero sobre todo, enfocado. Junto con tres compañeros viajarían a Medellín para participar en la competencia de ciclismo colombiano, RCN. Sin embargo, jamás pudieron llegar.
12 minutos después de que el avión despegó de Pereira, se escuchó un estruendo. Los ciclistas -como el resto de los pasajeros- quedaron desorientados. Podría haber sido un petardo o una explosión, pero no quedaba claro… segundos más tarde se dieron cuenta: en el pasillo había dos hombres encapuchados y armados.
Ambos estaban bien vestidos, tenían pantalones a rayas, relojes de pulso, buzos de seda y botas andinas. Uno era alto y su voz se imponía sobre la cabina de pasajeros, el otro era bajo y empezó a recorrer de un extremo a otro el avión. Habían subido a último momento, se sentaron en las últimas filas y esperaron el momento exacto para comenzar una operación que sería recordada por décadas.
“Nosotros estábamos en la parte de atrás. Los encapuchados tenían dos pistolas. Dispararon una vez e hicieron un agujero en el piso. Ahí nos dijeron ‘quietos’, que eso era un secuestro”, recordó Luis Alfonso en una entrevista con Radio Ambulante. La primera reacción fue de sorpresa. Creyeron, por un instante, que podía ser una broma o un engaño. Pero cuando uno de los dos secuestradores tomó a una azafata del pelo, no existió espacio para la duda.
Los pilotos no sabían qué pasaba en su avión. Habían escuchado el estruendo, pero nadie había abierto la puerta de la cabina. Allí dentro estaban el capitán Jorge Lucena, el copiloto Pedro García, el ingeniero en aviación, Tulio Lozano y su aprendiz, Germán Murillo.
Lucena prendió un cigarrillo y esperó lo inevitable. Poco después, la puerta se abrió. Antes de que la tripulación pudiera reaccionar, uno de los encapuchados entró y les apuntó con un arma. Más tarde llegó el segundo hombre, el más alto, el que en ese momento parecía el líder de la operación.
-Quédense tranquilos, nada les va a pasar. Tenemos unas bombas en el maletín: si alguien se atreve a hacer algo, volaremos el avión- dijo el hombre.
Una voz retadora se escuchó de entre los pasajeros: “Pues muéstrelas”. Para probar su amenaza, acercaron un maletín al capitán y pusieron su mano dentro. “Metí la mano, sentí unos objetos redondos, pero no puedo confirmar que fueran verdaderamente unas bombas”, aseguró Lucena luego, en trámite judicial.
-Esto es un secuestro, dijo el encapuchado más alto.
-Cuénteme qué quiere, contestó el capitán.
El secuestrador respondió con una sola palabra: “Aruba”, dijo.
-¿A Cuba?, repitió sorprendido Lucena.
-No, Aruba.
La confusión del piloto no era solo fonética: en aquella época el secuestro de aviones era una práctica frecuente, especialmente en Colombia. Según el periodista Massimo Di Ricco, entre el 67 y hasta el 73, más de 1700 colombianos y alrededor de 3500 ciudadanos de América Latina habían sufrido secuestros aéreos. En la mayoría de los casos, los perpetradores buscaban llegar a Cuba.
La revolución socialista en la isla había causado una sacudida en toda América Latina. Varios países cortaron definitivamente relaciones y muchos revolucionarios, como también bandidos y oportunistas de la región, buscaron refugio allí. Y un método que proliferó para llegar a Cuba fue el secuestro de aviones. Incluso, la prensa regional tenía un nombre para ellos: los aeropiratas.
“No me importa que usted no tenga combustible”
El destino del vuelo estaba trazado, pero el combustible y el aceite eran insuficientes. No había posibilidad alguna de llegar a Aruba en esas condiciones, así que volvieron a Medellín. El copiloto contó que en aquel momento, el secuestrador alto dio una instrucción: “Avise a la torre de control de Medellín que somos del Ejército de Liberación Nacional y que haremos volar el avión con unas bombas que tenemos en el maletín si el gobierno colombiano no libera los presos políticos del Socorro y no nos entrega 200 mil dólares en efectivo”.
Los dos sujetos se identificaron como guerrilleros. Supuestamente había 48 compañeros presos en aquella cárcel de la ciudad de Santander. El secuestro se presentaba como una forma de presión y esperaban que en Medellín les entregaran el botín.
El plan era cargar combustible, recibir la demanda y despegar, pero no era tan sencillo ni tan rápido como los secuestradores esperaban. Eran las 14:30 y los dos encapuchados armados estaban nerviosos, estacionados en el aeropuerto Olayan Herrera esperando a que alguien llegara. Pensaban que los trabajadores aéreos podrían ser agentes encubiertos y cada tanto amenazaban con hacerse explotar. Al final llegaron unos empleados y conectaron la manguera al avión.
Fue una decisión difícil que vino directamente del gobernador de Medellín: a diferencia del gobierno nacional, le pareció que era sensato permitir la recarga. Pasaron 45 minutos allí, detenidos, después despegaron. No esperaron respuestas para sus demandas, ni siquiera a que el equipo de suministro cerrara la llave. “Me puso la pistola en la cabeza y me ordenó ‘Despegue, despegue. No me importa que usted no tenga combustible’”, explicó el capitán Lucena ante la televisión colombiana, días más tarde. Poco después de las 15:00 estaban de vuelta en el aire y con destino directo a Aruba.
Pasaron dos horas de vuelo antes de que el avión llegara a la isla caribeña. La gente estaba harta y tenía calor. Dentro de la cabina de pasajeros no había aire acondicionado. El baño empezaba a soltar olores nauseabundos, pero parecía que allí se acabaría todo. En esa pista de aterrizaje, los abogados de la SAM tendrían que llevar los 200 mil dólares y asegurar la liberación de sus compañeros del ELN. Sin embargo, la respuesta fue desalentadora.
“Cuando los secuestradores pidieron doscientos mil dólares, los abogados apenas ofrecieron veinte mil”, recordó el copiloto. La tensión se elevaba cada minuto. El gobierno de Aruba quería expulsar el avión a toda costa, pues interrumpía el resto de los vuelos, pero no habría respuesta. Horas después, a media noche, un comunicado del gobierno de Colombia deterioró aún más la situación: no pensaban negociar.
Sin estar satisfechos con la respuesta de los abogados ni con el gobierno, los secuestradores advirtieron que, de no cumplir con sus pedidos, estaban dispuestos a morir. A las cuatro de la mañana, el avión volvió a despegar, sin rumbo aparente. Ya en el aire, los pilotos recibieron el nuevo destino: debían dirigirse a Guayaquil. Después de regargar provisiones, salieron para Lima.
Eran más de cuatro horas de vuelo y no quedaba aceite para lubricar las turbinas. “Le manifesté al secuestrador que el avión ya estaba con bastante disminución de aceite y se nos podían fundir las turbinas”, explicó el capitán. Ahí empezaron a pensar en opciones más cercanas. Guayaquil era el destino preferido, pero quedaba demasiado lejos. Lo más sensato fue volver a Aruba, y recargar aceite ahí.
En ese momento, el ciclista Luis Alfonso Reátegui se paró de su asiento y se acercó al secuestrador. “Le digo: ‘Nosotros somos ciclistas, hay cuatro que vamos a correr el Clásico RCN’”, contó luego. El secuestrador más bajo reaccionó de la manera menos esperada. Examinó al ciclista y le dijo: “Yo le conozco. Espérese que más adelante le resolvemos el problema”.
Reátegui quedó pasmado. El secuestrador se fue un momento y después regresó. “Nos dijo que nos iba a soltar”, añadió. El avión estaba de nuevo en el aeropuerto de Aruba y, unos minutos más tarde, soltaron a los ciclistas y 30 personas más. También bajó una azafata a buscar sándwiches y agua para los rehenes. Los secuestradores estaban tensos. Esperaban a que llegara un vuelo desde Colombia que traería al presidente de la aerolínea y su preciado botín. Pero cuando aterrizó el avión, les comunicaron que no negociarían. Ahí, los secuestradores explotaron.
Le ordenaron al capitán despegar de nuevo, ahora hacia Centroamérica. Cuando el avión empezó a moverse, alguien abrió la puerta de emergencia de la parte de atrás de la nave y varias personas saltaron a tierra. Eran cinco metros de altura y algunos pasajeros sufrieron lesiones, aunque ninguna de consideración. Entre los rehenes que lograron escapar había unos empresarios que los secuestradores consideraban “muy valiosos”.
Los dos bandidos estaban asustados. Aún con todo el alboroto, despegaron. Volaron sobre Costa Rica, Panamá y El Salvador. Intentaron aterrizar en cada aeropuerto, pero nadie se los permitió. Habían pasado 32 horas desde el inicio del secuestro y el avión HK-1274 volvía por tercera vez a Aruba. Desde allí, los secuestradores enviaron un ultimátum: “Si a las 11 de la mañana del día siguiente no recibimos el dinero, habrá consecuencias”.
“El avión estaba vacío”
Después del tercer aterrizaje en Aruba, la tripulación del HK-1274 estaba exhausta. No podían seguir. La aerolínea pidió un recambio y ofreció 50.000 dólares para terminar con todo el lío. Los aeropiratas aceptaron el trato y consiguieron un nuevo equipo de cinco personas: un piloto, un copiloto, un ingeniero y tres azafatas. Todos ellos esperaron en la pista hasta que comenzaran a salir los rehenes.
El primero en abandonar la nave fue el copiloto Pedro García. Y el primero en entrar fue Hugo Molina, el nuevo capitán, que llevaba consigo un maletín con el dinero. Las últimas en subir fueron las dos azafatas. Al entrar se dieron cuenta de que el avión estaba completamente dado vuelta: sucio, desordenado y repleto de basura. Los rehenes que quedaban allí estaban desmejorados, pálidos y ojerosos. Recargados de combustible y aceite, los secuestradores ordenaron salir de la isla caribeña y dirigirse al sur del continente.
Pararon en Guayaquil y, otra vez, exigieron combustible, comida y diarios. Querían saber qué pensaba la prensa de ellos. Al parecer, aparecían en todas las tapas. Casi una hora después salieron hacia el norte de Chile, pero no pudieron aterrizar en ningún lado. Decidieron poner rumbo a Lima. En el avión todo estaba desdibujado: los dos secuestradores llevaban casi dos días sin dormir y con cada minuto que pasaba se tornaban más delirantes y más violentos.
En Lima, sorpresivamente, liberaron a 14 de los 23 pasajeros que aún conservaban. Los bandidos ya no pedían más dinero ni la liberación de presos políticos: solo querían combustible, agua y comida. No pasó mucho tiempo antes de que volvieran a salir. El siguiente destino fue la ciudad de Mendoza, República Argentina. Llegaron a El Plumerillo y sólo se detuvieron para abrir la puerta y bajar a 9 rehenes más. Es decir, que las únicas personas que quedaron cautivas fueron los miembros de la tripulación. Después, volvieron a despegar. Las últimas palabras del capitán fueron que se dirigirían a Buenos Aires, después se cortó la comunicación...
Según los rehenes liberados, había algo extraño en los dos secuestradores. Decían ser del ELN, pero su acento no era colombiano. No hubo consenso entre los testimonios, pero todo apuntaba a que podían ser argentinos.
La policía y la prensa organizó un cordón en Ezeiza. Esperaban que el avión secuestrado aterrizase durante la noche del primero de junio... pero nunca apareció. El desconcierto era total. De pronto, irrumpió en Resistencia, donde estuvo detenido sólo cinco minutos: cargó aceite y volvió a despegar. Más tarde tocó tierra en Asunción, pero no bajó nadie.
Finalmente, el 2 de junio, a las 3 de la mañana, el avión aterrizó en Ezeiza. La prensa, la policía y el Ejército esperó a que el avión se detuviera por completo. Acercaron la escalera y se abrió la puerta. Los primeros en salir de la nave fueron los cinco miembros de la tripulación. Detrás de ellos, nadie más. En un movimiento coordinado, el ejército y la policía entraron al avión para detener a los secuestradores. Sin embargo, no encontraron a nadie...
Todos los ojos giraron hacia el capitán y su equipo. La verdad recién salió a la luz durante los interrogatorios. Y dejó a todos atónitos. Los secuestradores habían abandonado el avión antes. Uno bajó en Resistencia y otro en Asunción. Los sorpresivos cambios de destino eran parte de un elaborado plan para despistar a la justicia.
Los aeropiratas le habían revelado su plan a la tripulación. Les dijeron que se llevarían cada uno a una azafata “por seguridad”. El capitán y el copiloto se opusieron rotundamente. Prometieron que, si no se llevaban a las mujeres, no dirían nada a las fuerzas federales hasta llegar a Ezeiza. Así lograron llegar a Buenos Aires todos juntos, mientras los bandidos desaparecían.
El gobierno colombiano pasó días buscando indicios de estos dos sujetos, pero no consiguió mucho. No obstante, en Paraguay, empezó a haber rumores. Decían que los bandidos eran en realidad dos exfutbolistas de la Selección Nacional: Francisco Solano López y Óscar Eusebio Borja. Cinco días después, la policía paraguaya había apresado al primero, que se encontraba en una casa arrendada cerca de donde vivía su familia. Al parecer, desde que había llegado había regalado dinero a su familia y a sus amigos.
En cuanto a Borja, el jefe de la operación, se sabe que fue el que se quedó en Resistencia. La policía lo buscó por mucho tiempo, pero nunca logró encontrar un rastro. En la investigación, se percataron que los secuestradores nunca dispararon balas reales al suelo, sino que fue un petardo. Por otro lado, las bombas jamás existieron. Todo fue parte de un acto. Este año se cumplieron 50 años del secuestro aéreo. El más largo de la historia en América Latina.
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