Desde 2021, Pablo Aníbal Romero Cardozo es el “celador” y encargado de la conservación del gigante de concreto, uno de los atractivos turísticos más importantes de Brasil
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Antes de empezar la entrevista, Pablo Aníbal Romero Cardozo (46) pide encender la cámara de su teléfono: quiere mostrar el increíble lugar donde vive y trabaja. “Allá está el Pan de Azúcar y lo más importante detrás: mi papá del cielo. Acá somos él y yo”, dice mientras señala la estatua de Cristo Redentor, considerada una de las siete maravillas del mundo moderno.
En el estado de Río de Janeiro, en la cima del Cerro del Corcovado se encuentra el Cristo Redentor. También conocida como Cristo del Corcovado, la estatua art déco representa a Jesús de Nazaret con los brazos abiertos mirando a la Ciudad Maravillosa. La figura, una pieza de hormigón de más de 1000 toneladas, tiene una altura de 30 metros que se asienta sobre un pedestal de ocho metros, en suma, el equivalente a un edificio de 13 pisos. Cada brazo tiene una superficie de 88 metros cuadrados y su cabeza pesa 30 toneladas. Solo el pie mide 1,35 metros. Todos los días, locales y extranjeros llegan a los miradores para disfrutar del paisaje y registrar con cámaras y celulares la popular imagen. Entre los visitantes más famosos que subieron al predio se distinguen el Papa Juan Pablo II, el Dalai Lama, la Princesa Diana y el Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama.
Pablo Romero Cardozo, nacido y criado en el barrio de Monserrat, conoce las entrañas y todos los secretos del gigante de concreto. Tiene acceso a lugares que no están habilitados para el público. En sus redes sociales se lo puede ver caminando por los brazos del Cristo, al lado de las cintas metálicas que funcionan como pararrayos. O saliendo de su cabeza. Las imágenes son increíbles. Ahora, por teléfono, desde su lugar de trabajo, desanda su particular historia: “Desde que era chico, cuando veía la imagen del Cristo Redentor le decía a mi mamá que algún día iba a viajar a conocerlo, lo que nunca pensé es que iba a terminar viviendo acá”, dice Pablo complacido.
-¿Cuándo empezaste a trabajar en el Cristo Redentor?
-En el 2010 fui parte del equipo que hizo la restauración de la estatua. También participé de la restauración del Teatro Municipal y otros edificios emblemáticos de la ciudad. Once años más tarde, en 2021, me contrataron como celador: soy la persona que cuida el monumento. Al mismo tiempo, como restaurador, trabajo en la conservación y restauración del patrimonio. No gano mucho, Río es una ciudad muy cara, pero el paisaje del que disfruto es impagable (ríe).
-¿Dónde vivís?
-Vivo solo, en una casita chiquita que está en la base del Cristo. Hay gente que piensa que vivo adentro, pero están mal informados.
-¿Qué te llevó hasta Brasil?
-Llegué a Río en 2005, pero la historia empieza un año antes... Yo vivía en Buenos Aires y tocaba en una murga cuando los de ATE (Asociación Trabajadores del Estado) nos contrataron para ir a una manifestación, para hacer quilombo y participar de los piquetes. Estaban cortando calles para reclamar por el asesinato de Martín “El Oso” Cisneros... Ahí conocí a una brasileña que estaba vendiendo artesanías en el medio de la marcha. Yo le decía: “Salí de acá, mi amor, ¡están viniendo los caballos!”. Pero Luciana era muy naif, no sabía que era tan pesadas las manifestaciones en la Argentina... y tuvimos hijos.
-Entonces fue el amor...
-No, no me enamoré, tuve hijos con ella (ríe). Me hubiese encantado enamorarme, pienso que todavía estoy a tiempo. Ella decidió volver a su país y en 2005 yo viajé para conocer Guadalupe (17), mi hija. Estuvimos juntos un tiempo y tuvimos otro hijo, Ícaro (14), pero la relación no funcionó. De todas maneras, elegí quedarme acá, cerca de mis hijos.
De San Telmo a Escocia
Pablo Romero Cardozo nació en 1977, en el seno de una familia humilde. “Vivíamos con mi mamá y mis hermanos en la manzana franciscana de Monserrat, en Balcarce y Moreno, en un conventillo gigante que quedaba al lado de la Casa Rosada. A mi papá no lo conocí y mi madre vendía garrapiñadas, aún hoy lo sigue haciendo, en Liniers. Fui a la escuela, completé el primario y el secundario. En Buenos Aires fui vendedor ambulante y trabajé para la revista “Hecho en Buenos Aires”, el diario de la gente de la calle creado por Patricia Merkin. Con mucho orgullo fui el vendedor número 18″, cuenta.
-¿Cómo nació su interés por la restauración?
-En el 2000 fui beneficiado por un proyecto social de la Junta de Andalucía para jóvenes de bajos recursos. Ellos nos enseñaron las técnicas tradicionales de restauración. En la Escuela Taller del Casco Histórico, en Paseo Colón y Brasil, hoy no existe más porque fue demolida. Yo era una persona de muy bajos recursos, vendía flores en la calle, estaba muy distraído con pavadas y eso me permitió entrar en otro mundo, el de las bellas artes, aprendiendo a conservar obras y restaurar edificios de patrimonio histórico. Actualmente doy clases de restauración de bienes culturales. En Brasil tengo una escuelita-taller al lado de la Rocinha, la favela más grande de Brasil. De vez en cuando doy clases en México, en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla”, agrega.
Además de su pasión por la restauración, Pablo siente desde joven un fuerte compromiso social. “En Buenos Aires participé de muchos movimientos sociales. Antes de instalarme en Río, estuve en Escocia participando del mundial de la gente de la calle, Homeless World Cup, representando a la Argentina. Todos los años, en agosto, viajo a Buenos Aires para participar el Festival del Día del Niño en San Telmo. Soy el famoso payaso de San Telmo, es un personaje conocido en el under y entre la gente de los conventillos. La idea de estas actividades recreativas es que los pibes se distraigan la cabeza, que no caigan en la falopa. Siempre le pedía ayuda al monseñor Casaretto para conseguir chocolates para los chicos en ese día”, cuenta.
-¿Sos creyente?
-Muy creyente. Siempre tuve relación con la iglesia, de chico fui monaguillo de Bergoglio porque frecuentaba la Iglesia de San Ignacio de Loyola.
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