Hoy cumple 10 años de Instagram: todo es Storie
Un perrito. El plano cenital de un tierno perro callejero mirando a cámara. Detrás, un pie femenino dentro de una ojota. Y la luz natural de una agradable tarde de verano en el puerto de San Francisco. Sin filtro. Así es, según recuerda Kevin Systrom, el primer posteo que él mismo hizo en la historia de la red social que cofundó en septiembre de 2010: Instagram. Kevin tenía 27 años. Y, aunque hay algún debate nerd sobre otra imagen anterior –anodina, la de un muelle del mismo puerto–, esa escena tiene un lugar guardado en la historia de la cultura reciente.
Bienvenidos a la Edad Media. Al menos, a la época en que nuestra vida privada está mediatizada como nunca antes. Una era dominada por virus que atacan y se trasmiten a velocidad mortal, como pestes. Una etapa, ésta, en la que una creencia y sus rituales, la fe en las ventajas y comodidades de la comunicación digital, se volvieron casi omnipresentes en nuestras decisiones cotidianas; y en la que un clero de algoritmos nos organiza. Parte de nuestra identidad, nuestra reputación, nuestra confianza, incluso nuestro honor (antes considerados derechos personalísimos, inalienables) se juegan en comunidades de redes supranacionales, continentes no geográficos, con culturas y reglas propias, términos y condiciones a los que adherimos de manera inconsciente, territorios de benditos likes…
Ese Nuevo Mundo ya no es tan nuevo, pero recién nos estamos acostumbrando a vivir en él: el uso de Internet tal como lo conocemos, a través de la World Wide Web, acaba de cumplir sus primeros 30 años; el sabelotodo buscador Google ya pasó los 21; Netflix tiene más de 20 como distribuidor de películas y series, pero recién en 2007 se volcó a ofrecer su servicio globalmente vía streaming; el primer iPhone, y con él la revolución de los teléfonos inteligentes y la conectividad en la palma de nuestras manos, nació hace 13; las redes sociales más populares, con Facebook como símbolo –creada en 2004 por Mark Zuckerberg, hoy dueño también de Instagram– están en la crisis de la adolescencia, apenas superan los 15. La hoy ubicua plataforma Zoom, símbolo de las videoconferencias familiares y laborales durante las cuarentenas, apenas tiene 8 y sus descargas eran ínfimas a comienzos de este mismo año. WhatsApp, la red de mensajería instantánea más popular entre nosotros, también cumplió hace meses una década desde que fue fundada por dos exempleados de Yahoo! (¿se acuerdan?), muy poco antes que se hiciera pública la foto del perrito.
Miles de millones, literalmente, de usuarios recurrimos a ellas de manera permanente a lo largo de un día para intercambiar y compartir archivos de todo tipo con destrezas que adquirimos velozmente. En instantes.
El primer juego de Instagram fue, justamente, ofrecernos un filtro del mundo; sin metáforas: utilizar recursos de edición fotográfica estandarizados y preseteados para otorgarle a ese instante, a esa imagen que vemos, una identidad alterada, mejorada, a veces vintage, otras brillante. Y en un abrir y cerrar de ojos se convirtió también en un filtro para la vida, en la red que se consagró rápidamente como el espacio para mostrar la mejor versión de nosotros mismos: aun antes de ser adquirida por Zuckerberg en 1000 millones de dólares, su popularidad venía atada a la vocación de cientos de millones de usuarios, sobre todo en los Estados Unidos, por ajustar sus registros fotográficos a esos filtros y empezar a mostrarse sonrientes, luminosos pero también cocineros, inspiradores, al aire libre, bien acompañados, inspirados por grandes o mínimos pensamientos, austeros o lujosos según la ocasión, aventureros, solidarios... Se ha desarrollado, de hecho, una estética dominante en Instagram, como refugio del bienestar. Es que pese a tratarse de una afirmación personal a través de imágenes, en la red aparecen cánones, comportamientos y recursos repetitivos.
Nuestra vida –lejos de intentar responder a las preguntas arteras que proponen Facebook (¿en qué estás pensando?) o Twitter (¿qué está pasando?)–, la proyección de nuestra vida, o mejor dicho, el lado que elegimos publicitar de nuestra vida, se volvió una secuencia de imágenes. Y luego videos, o transmisiones en vivo… Y cuando otra red (Snapchat) parecía quedarse con los hábitos de los usuarios más jóvenes, Instagram replicó su herramienta fetiche y apostó a las Stories: pequeños fragmentos evanescentes de nuestro día a día que, solo excepcionalmente, merecen ser destacados. Pero… ¿no es eso la Historia? ¿Una narración antojadiza, caprichosa, selectiva, compuesta de imágenes que sirven para ilustrar sentimientos, sensaciones, a veces valores, que nos gustaría tener o al menos nos gusta exhibir? Hace días nomás, y ante la amenaza de los avances de la red de capitales chinos TikTok y sus videos cortos de humor o coreografías, Instagram lanzó sus Reels, que buscan imitar ese fenómeno global.
Marcas de lujo, pequeños emprendimientos, medios prestigiosos y restaurantes de barrio comportándose como personas… No debería pasar inadvertido que para actualizarnos sobre lo que sucede, la red nos ofrece seguir esos collages de fragmentos e instantes individuales. El tiempo es central ya desde el nombre de la red: micromomentos, piezas a los que la identidad de la cuenta que seguimos les aportan un sentido. El espacio, también: el scroll a ritmo y tracción digito-pulgar es interminable, como un papiro infinito en el que accedemos a vidas ajenas, husmeamos (¿chusmeamos?), comentamos...
Por su fecha de nacimiento, Instagram (como sus competidoras directas Snapchat o TikTok) nos acostumbró a la naturalidad de la mirada vertical, desafiando el eje horizontal al que nos habíamos habituado desde las pantallas del cine, la TV o YouTube. No es tan curioso: a diferencia de los paisajes, los retratos se pintaban en lienzos de esa proporción ya en aquella Edad Media, cuando reyes o banqueros se hacían pintar a pedido. Vanidosas selfies por encargo.
Si a Facebook le debemos el rescate de los "amigos", el pulgar en alto como señal de aprobación y la idea misma de viralidad tan controvertida que acompaña a las redes sociales, a Instagram podemos señalarla como el ámbito más fértil para la búsqueda desesperada de la endorfina de los likes, pero también de la construcción de la figura de los influencers, esas criaturas mediáticas que han desarrollado las más eficientes destrezas comunicacionales e incluso comerciales en estas comunidades. Un verdadero negocio en el que se combinan reputación y confianza con la capacidad de ser referentes en un ámbito determinado (los libros de los bookstagrammers, el café, el interiorismo o la perfecta cocción del asado) o de servir de estímulo a la compra de los más disparatados productos, las estafas piramidales o idílicos eventos musicales que no se realizan. Un documental de Netflix basado en la producción del nunca concretado Fyre Festival en una isla caribeña –para cuya promoción se contrató a modelos con millones de seguidores– es una prueba elocuente de los desbordes que ocurren extramuros.
Kevin Kelly sostiene en su libro Lo inevitable, y con variados argumentos, que vanidad mata privacidad, que nuestro comportamiento digital colectivo hasta aquí prueba que somos capaces de sacrificar intimidad –acaso un bien sobrevalorado por la literatura– a cambio de agradar y que somos capaces de dar una inesperada y valiosísima cantidad de datos a cambio de una difusa aprobación social. "Si algo enseñan las redes sociales sobre nosotros como especie, es que el impulso humano de compartir sobrepasa el impulso por la privacidad". En esta Edad Media, entonces, no cambiamos casa y comida por seguridad y trabajo, sino privacidad por lo que sea que esos diminutos corazoncitos signifiquen. Amor.
Pero, ¿qué fue primero?, ¿el huevo? La pregunta es retórica: hace años una cuenta de Instagram se propuso generar el máximo número de likes y desplazar a imágenes de celebrities ególatras de ese altar consagratorio. Lo lograron. Al cierre de esta edición, la inmaculada foto de un simple huevo –colorado, sobre fondo blanco– acumula más de 54 millones de likes.
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