La emotiva historia de Karina Gao: transitó con angustia el Covid-19 durante su embarazo y hoy lo cuenta feliz
Es influencer de las redes y figura de la TV gracias a sus recetas para niños y su carisma. En 2021, mientras esperaba a su tercer hijo, estuvo doce días en coma tras contagiarse de coronavirus
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Karina Gao es una mujer-orquesta. Todo lo que hace la apasiona, y con lo aprendido del mandato oriental de sus padres, todo lo hace bien. Es una especie de guía terrenal para madres, padres y familias, tanto con su libro de recetas para niños pequeños, como con sus posteos y videos en las redes sociales, en donde, desde su casa y con su familia, se conecta personalmente con los miles y miles de seguidores que, para ella, “son amigos de verdad”. Ellos fueron quienes la sostuvieron y mimaron y los que rezaron durante la internación por la que transitó en 2021, mientras estaba embarazada de su tercer hijo.
Karina llegó a la Argentina a los 9 años, desde el sur de China. Sus padres trabajaban para una metalúrgica estatal y decidieron venir a nuestro país a probar suerte.
Mientras sus padres trabajaban, Karina comenzó a ir a la escuela sin entender nada del idioma. Un tiempo más tarde, su mamá se hizo cargo de un local pequeño, en donde también vivían, y allí Karina empezó a cocinar parada sobre un cajón de leche para llegar a la improvisada mesada. Dormía en un pasillo, donde armaba la camita, corriendo los bultos de mercadería que al día siguiente volvían a entrar en el local.
Su familia, fiel a la exigencia oriental, no paraba de trabajar, mientras ella estudiaba cada vez más, lo que la llevó a entrar en el Colegio Nacional de Buenos Aires, a estudiar Economía empresarial y a viajar a Francia para realizar un máster en el tema. Y luego, volver a la Argentina para recibirse de chef.
Luego de 27 años de vivir en nuestro país, la reconocida influencer de cocina, ha logrado integrar en su vida, no sólo lo mejor de ambas culturas, sino que sumó inspiración europea: su esposo, Dominque, es francés. Con él tiene dos hijos de 6 años, y hace un mes nació el tercero, luego de haber estado doce días en coma, tras ser hospitalizada por Covid-19 y haberse infectado con un virus intrahospitalario. Esto generó una cadena de deseos de recuperación y buena energía en todos sus seguidores, tanto los de las redes como los de Flor de equipo, el programa de televisión conducido por Florencia Peña, del cual forma parte.
“El humor me enseñó a sobrellevar los sobresaltos que me dio la vida”, reflexiona Karina, mientras sigue organizando su casa, su empresa y sus actividades con una energía incomparable.
Es la creadora del proyecto Mon Petit Glouton, una página especializada en alimentación familiar, que cuenta con distintas áreas entre libros, recetarios, catering, productos para cocina y redes sociales donde mantiene un contacto permanente y acompaña diariamente a más de 500.000 seguidores. Además, es la cocinera del programa televisivo Flor de Equipo, y se asume como la reina del freezer, al promover la cocina planificada.
“Si el día me diera 48 horas, te las uso. Soy de las que me tienen que forzar para tomarme una pausa. Por eso, lo que me pasó fue muy irónico; con el embarazo estaba sin parar, iba al canal a la mañana, hacía las producciones de contenido para las redes por la tarde, estaba a full, y la vida en cierto sentido me obligó a poner pausa”, admite la locuaz chef y gastroinfluencer, de 36 años.
Tiene un espíritu indomable, le encanta lo que hace y no siente cansancio. “Ahora que trabajo más en equipo me doy cuenta de que tengo muchas pilas, soy muy Duracell, pero también tengo la suerte de hacer lo que me gusta y por eso no siento fatiga. Igual, descanso bien, en general duermo siete horas, no ahora con el bebé, porque está cambiando el sueño, y la cama, a veces, parece una trinchera”.
¿Por qué tu familia eligió Argentina?
Somos del sur de China, mi papá trabajaba en logística, en una empresa metalúrgica estatal, y mi mamá, en la hotelería de esa empresa. Les iba bien y teníamos una casa que nos había dado el Estado. Pero como él es muy emprendedor, quería tener algo propio y buscar nuevos horizontes, que allá en esa época no se podía. En esa época [principios de la década del 90], Argentina hizo una campaña para promover la inmigración, y como no había Google ni internet veíamos unos documentales que mostraban el tango, Iguazú, lo llamaban “la París de Latinoamérica”, y mi papá quedó encantado. Yo tenía nueve años.
Vinieron sin nada. Apenas tenían un contacto, y enseguida los integraron a la colectividad. Su padre entró en una cuadrilla de albañiles para locales de chinos, hasta que comenzó a trabajar de repositor en un supermercado de un taiwanés, colectividad que emigró mucho antes que la china. “Mi mamá era camarera y después consiguió manejar la regalería de una señora. Los primeros meses vivimos en una habitación alquilada; y luego fuimos a vivir al local de regalos en Almagro. Dormíamos detrás del local, yo en el pasillo, con dos sillitas me armaba una cama. De día era un depósito y de noche corría toda la mercadería al local y dormía ahí. En el fondo del pasillo, había un anafe con el que cocinábamos. Mi mamá me puso un cajón de leche dado vuelta, y me paraba arriba para cocinar para los tres. Ahí arranqué haciendo la sopa con pollo o fideos y papas salteadas, que era lo que más comíamos. A los dos años nos mudamos a Barracas, porque mi papá había comprado el fondo de comercio de un supermercado”.
Apenás llegó, Karina comenzó a ir a la escuela pública, y como sus padres trabajaban, iba y venía sola, algo que la maestra tuvo que comprender. “A la maestra casi le agarra un ataque cuando vio que nadie me venía a buscar; tuvo que venir mi papá a firmar una autorización para retirarme sola porque ellos trabajaban y no podían. Ahora pienso: a los 9 años caminando sola en la calle era medio complicado, pero era otra época, y era diferente”.
Asistías a la primaria y ayudabas en la casa. ¿Cómo te estabas integrando a la cultura local?
De chica, los niños eran muy crueles, recibí mucho bullying y mucha discriminación en la escuela; por eso yo me alejaba y me encerraba. El país me encantaba, pero no me podía acostumbrar a la gente, porque salía a la calle y me decían chinchulancha, me decían de todo, todos los días. No podía salir porque era tremendo. Hacía cuatro años que estábamos, pero aún no hablaba bien, y mi mamá me mandó a hacer el curso de ingreso al Nacional de Buenos Aires, porque estaba obsesionada con el colegio. Hice lo que pude para entrar y lo logré. Fue el primer gran desafío de mi vida. No entendía nada. Tenía una estrategia para entrar: debía sacar todos los puntos completos del examen de Matemáticas, que no me costaba; en literatura, la parte de análisis sintáctico que se podía estudiar me iba bien, pero la parte de comprensión no podía. Historia y Geografía eran muy complicadas, porque tenía que estudiar los últimos 200 años de historia nacional e internacional, entonces lo que hacía era memorizar. Me aprendí de memoria todo el libro, buscaba en el diccionario palabra por palabra, porque no entendía casi nada.
¿Trabajabas mientras estudiabas?
Mi familia estaba ya un poco mejor. Entré al secundario y me dediqué a estudiar, si tambaleaba en español, imaginate que tenía francés, latín y griego, por eso recién empecé a trabajar a los 18 años enseñando chino básico [risas]. Era profesora de chino para argentinos. Justo había venido el presidente de China por primera vez, y mucha gente que quería estudiar el idioma. Fue una etapa muy enriquecedora, porque cuando enseñás, aprendes, y por otro lado, eso me ayudó a reintegrarme a la sociedad argentina. Mis alumnos tenían cierto nivel y empecé a conocerlos, entonces vi que Argentina no era sólo lo que conocía, sino que me relacioné con mucha gente buenísima, profesionales, con mucho para aprender. Eso me cambió la visión e hizo que cuando estudié en Francia, no me quedara allá sino que quisiera volver. Pero por suerte la vida da revancha y la sociedad avanzó. Hoy salgo y nadie me grita nada, soy una más. Al revés: me dicen mi chinita, afectuosamente.
¿Cómo llegaste a Francia?
Cuando terminé el secundario y quería estudiar Arquitectura o Derecho, pero mi mamá no me dejó, y viste que los viejos tienen mucho peso en la decisión, así que estudié Economía Empresarial en la Universidad Torcuato Di Tella, que me llevó a este abanico del mundo empresarial que me encanta. Gracias a eso, fui a hacer un máster a Francia, donde conocí a mi marido y la vida me mostró otro camino. Al final, hoy pienso: mi mamá tenía razón... jaja, que no se entere.
¿Cómo te imaginás tu respuesta si tus hijos te dicen que quieren ser artistas? ¿Vas a mandarlos a estudiar abogacía?
No tengo problema con ninguna elección, pero tienen que ser los mejores. No tolero la mediocridad. Si vas a ser cantante, tenés que ir al Colón. Si es lo que te gusta, tenés que ser el mejor, si no, hacé otra cosa. Creo que hoy, con mi trayectoria, quedó demostrado. Lo último que hubiera querido mi mamá es que fuera cocinera. No quería un trabajo y una vida cansadora como la de ellos. Preferiría que trabaje en una multinacional y cobre un sueldo a fin de mes y esté tranquila. Pero yo ya estoy acostumbrada a estar sin parar. No se dieron cuenta de que fui tan partícipe de sus emprendimientos y aventuras, que mi corazón es como el caballo salvaje.
Tu exigencia y ritmo parecieran inherentes a la cultura oriental. No hay vacaciones, no hay salidas fuera de lo laboral y nadie se lo plantea.
No existía la palabra vacaciones, las vacaciones eran para hacer la tarea. Cuando entré en el Colegio Nacional de Buenos Aires, como premio, volvimos a China con mamá y me tuve que llevar toda la tarea. No existe el jugar, divertirse. Hasta hoy, a mis papás les cuesta entender cómo gente tan joven como nosotros, Dominique y yo, necesitamos vacaciones. Y, en el polo opuesto, mi marido francés que dice: “Treinta y cinco horas semanales”. Acomodarme fue un poco tragicómico, pero llegamos a un equilibrio. Porque el chino exige y exige un montón, pero después llega a los 60, se jubila y se divierte. Hoy China está pasando por un proceso de cambio generacional, en donde se están acostumbrando un poco a viajar, a divertirse más. Al estilo chino, obvio. Porque hasta las vacaciones del chino son cansadoras, te mete 25 programas el mismo día, jaja. Después necesitás vacaciones de las vacaciones.
¿Y cómo viviste la integración con lo francés?
Con mi marido nos conocimos en el último año del máster que hice por una beca que me gané, y lo bueno del sistema educativo francés es que constantemente te empuja a conocerte, a saber quién sos y qué es lo que querés. Algo que no existe en la cultura china y tampoco está tan presente en la argentina. Acá te mandan a orientación vocacional, salió algo empresarial y allá fui. En China, hacés lo que dicen tus padres. En Francia, a los 18 años te vas de tu casa; desde chico te piden argumentar y contraargumentar tus elecciones, todo el tiempo buscando el yo, el individuo. Y eso es totalmente opuesto para una sociedad tan colectivista como la china. Por eso me sirvió tanto viajar, porque en Francia me encontré con mi propio yo, algo que nunca tuve porque siempre fui parte de un colectivo o un engranaje de la familia. Con Dominique fue, primero, un amor de verano, porque yo sabía que los chinos de la colectividad no aceptaban que saliera con alguien de afuera. Mientras estaba allá, familias de la colectividad iban a ver a mis padres para pedirles mi mano. Es muy tradicional, pero mi mamá en eso por suerte es bastante moderna y dijo: “El casamiento se lo arregla ella”. Con él [Dominique] éramos re amigos, pero la relación avanzó cuando me estaba volviendo. Así fue que el pibe –Franchu, le dice cariñosamente– dijo: “Me voy con vos”. Y yo me quedé dura. Entonces, tuve que blanquearlo en casa y lo ayudaron con la garantía para que se alquilara un departamento.
¿Volviste y comenzaste con la cocina?
R Cuando volví de Francia quería abrir un restaurante, y como soy muy nerd, si quiero algo tengo que hacerlo bien. Me anoté en el IAG para estudiar la carrera de cocinero, lo que hizo que mi mamá enloquezca más: volví con un francés a estudiar cocina. Toda la rebeldía que no tuve de joven [risas]. Mientras estudiaba, abrimos una ferretería mayorista. Si hubo un laburo que odié en mi vida, fue ese. Fue tremendo, no te digo que contaba clavos como en Un cuento chino, pero contaba destornilladores. Hasta que arrancamos con la importación de gorros y sombreros, que mi marido mantiene aún. Ahí comencé a trabajar de noche para hacer las negociaciones con la parte de importación con China, algo que me encanta, y luego conseguí un trabajo que se llama interculturalista, que es como un psicólogo de cultura entre dos mundos. Era súper interesante, y es algo que aún hago hoy en el día a día, interpretando las dos culturas, y amortiguando las diferencias orientales y occidentales. Era todo por Skype, porque tenía clientes en toda Latinoamérica. Ese trabajo me llevó al sector público, con la creación del primer colegio público chino en español, trabajando en la parte de coordinación cultural desde el Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos Aires. Un cargo que me ayudó profesionalmente, me dio mucha apertura, responsabilidad y un gran desarrollo en el tema de la confianza personal.
¿Cómo fue tu relación con la cocina profesional?
Además de recibirme de cocinera, siempre tuve un canal de cocina china porque me gusta difundir la cultura. Pero cuando estudié más la cocina francesa, me di cuenta de que tenía que buscar algo más cotidiano, porque lo chino era muy de nicho y estaba remando en dulce de leche. Aparte, sentía que era un poco estereotipado: “la típica china vendiendo comida china”. Así que salí un poco de mi zona de confort y busqué algo desafiante: “Cuántos pueden seguir a una china cocinando locro o medialunas. Como ya tenía a los gemelos, arranqué compartiendo en Facebook las recetas y papillas que preparaba para mis bebes. Esa página crecía muchísimo, y al toque llegué a los cinco mil seguidores, fue una locura. Entonces, una de mis seguidoras me escribió pidiendo que hiciera un libro con las recetas. Y así lancé mi primer libro, Mom Petit Glouton, que tenía 70 recetas gourmet para bebe y se agotó. Todo se fue viralizando hasta que llegué al libro que hicimos con Planeta, Bon Appétit, que reúne las mejores recetas de mi canal de Instagram @mompetitglouton.
Tenés distintas cuentas en redes sociales, producción de contenidos, libros, catering, venta de accesorios de cocina, clases, videos, posteos, cocina en vivo. Poder llevar adelante tantos emprendimientos dentro del mismo abanico, pareciera una tarea que requiere mucha administración.
Fui creciendo con la cuenta de Instagram y las recetas se volvieron más para la familia, para meriendas, y eso lo vinculé un poco con mi experiencia en administración. Porque al final, la casa y la cocina son como una empresa. Necesitás organizarte con logística y por eso enseño batchcooking, es decir, cocinar de a mucho. La idea es que siempre cocines una o dos porciones de más. Lo congelás y tenés comida para la semana. De la comida para bebes, la página fue mutando un poco para enseñar cómo organizarse en la cocina, cómo hacer guarniciones para toda la semana en menos de treinta minutos, cómo planificar la compra y cómo hacer que el freezer sea tu aliado.
¿Cómo trabajás el tema de los alimentos para los niños?
Yo siempre digo que soy cocinera, nunca quise meterme en el tema de nutrición, eso lo complemento con los que saben. El profesional es quien dice lo que hay que comer, y entonces yo te enseño a hacer esa comida un poco más rica. Siempre supe ubicarme, nunca fui de “te recomiendo comer tal cosa”, jamás. Nunca me metí en eso.
Cuando arrancaste a cocinar para los chicos, ¿qué es lo que funcionó más?
Lo que promuevo es que a los chicos hay que darles de probar de todo. El chico, a partir del año, come lo mismo que el adulto, salvo en la cantidad de sal y azúcar. Los míos comen de todo, ancas de rana, mejillones a la provenzal, lo que yo como, ellos comen. El chico es sencillo para que coma, el problema es cuando se lo pone como un diferencial, porque ahí es cuando se vuelve difícil darles de comer. Son problemas que no tuvieron nuestros abuelos, ni padres que pasaron hambre. Esto de chicos que no quieren comer es de esta generación. Cuando te estás muriendo de hambre cualquier comida es rica. Además, lo que promuevo es que vuelvan a la cocina, porque hoy en día comprás una patita de pollo lista y es mucho más rápido. Pero trato de enseñar que no sea siempre eso. Obviamente, si un día no planifiqué, la patita de pollo es más rápido, pero la idea es enseñar.
¿Cuál es el concepto que transmitís con el libro y en las redes que te suma cada día más seguidores?
Aprender a planificar, de eso se trata el libro, de ser más eficaz a la hora de cocinar. Siempre tengo en la heladera otra cosa distinta a las patitas de pollo. Cuando no hay tiempo para preparar algo elaborado, siempre tengo un plan b en la heladera. Si el día de mañana, los chicos me dicen: “Mamá, hace mucho que no comemos patitas listas”, yo les compro, no hay ningún problema. No hay nada prohibido, pero cuando te organizás, comés mucho mejor. Yo enfatizo en que les enseño a comer y no que les doy de comer. Porque eso es mecánico, sistemático, aburrido si no les das opción. A ellos los educo. Incluso, eligen lo que comen, pero saben lo que están comiendo. Si hoy comen una papa frita, me dicen “esto no es muy sano, voy a comer poquito”, pero lo disfrutan. Entonces ahí yo ya cumplí con mi rol. Al día siguiente dicen: “Mamá, hoy voy a comer un poco de zanahoria porque ayer comí papas fritas”. Son nenes de seis años que ya se autorregulan. Eso es lo que quiero.
¿El planificar las comidas significa pensar un menú semanal?
Hay que tener en cuenta todo, desde organizarte en la compras hasta cocinar. A mis seguidores les digo que se concentren en cocinar un domingo a la tarde o un sábado a la noche. Que cuando estás haciendo una comida, hagas también otra cosa. Aprovechar la capacidad del horno, uso todos los pisos con zanahorias, calabazas, papas, que son cosas comunes que total, al tener el horno prendido podes hacer a la vez. O si estás haciendo una carne al horno que tarda dos horas, meté y hacé unos bizcochitos o un budin, que el sabor no se mezcla y ya tenés para merendar. Buscar la eficacia hasta en la energía.
¿Proponés herramientas específicas para planificar y guardar?
No, se usa lo que cada uno tiene en la casa. Porque una cosa es lo que cierto púbico puede adquirir tanto de mis propuestas de comida lista para calentar o de utensillos para cocinar; y otra, a lo que el público en general tiene acceso. Soy muy democrática a la hora de proponer las recetas y los tips.
¿Cómo llegás a la tele?
Primero me llamaron para participar en la primera edición del reality El gran premio de la cocina, llegué a la semifinal y quedé con muy buena onda. Tenía un personaje que a la gente le copaba y me dieron muchas oportunidades de mostrarme. Siempre me tuvieron presente, y cuando empezó Flor de equipo, me llamaron para el puesto de la cocinera. Buscaban alguien con mucho humor y yo siempre voy para ese lado. Lo hago también en mis historias de Instagram, aun cuando transitaba el Covid. Como me tenía que aislar, posteaba: “Chau, chicos, me voy de vacaciones de mami”. Ahora pienso eso, y lo que me hizo el virus y no lo puedo creer. Habrá dicho: “A vos, que me estuviste subestimando, te doy un revés”. Pero cuando me internaron el primer día, me hice la valija, me llevé la máscara facial y el spa de manos y pies. Todo lo subía por el lado del humor.
Tuviste una niñez y una adolescencia difícil y complicada, ¿cuándo te nació esa veta humorística?
Mi marido siempre me decía que yo era re creativa, y yo juraba que era la menos creativa del mundo. “Una china creativa no existe”, decía. A nosotros no nos enseñaron a ser creativos, nos enseñaron para copiar a otros. Pero no en un sentido malo, acá suena feo, pero es porque es un sistema individualista. Allá, copiar es porque “te admiro, sos bueno, quiero seguir tu camino”. A mí me enseñaron a ser una más del engranaje, no me enseñaron a ser diferente y creativa. Es una veta que hasta yo desconozco, pero creo que la creatividad es como un ejercicio, mientras más hacés, más herramientas tenés para ser creativo. Pienso que la creatividad se adquiere y el humor tiene que ver con mi visión de la vida. Trato de satirizar un poco todo. Siempre digo que soy jeta con suerte, porque me pasan las mil y una. Pero si no hubiera sabido tomarlo con ese humor, no habría salido adelante. Es un poco un mecanismo de defensa que me sirvió para muchos momentos de la vida. Con el Covid podría haber estado en casa aislada y llorando, pero elegí decir “Netflix ilimitado, spa de manos”, son dos perspectivas de la vida y cómo cada uno quiere mirarla. Yo decidí conscientemente mirarlo del lado del humor, del lado optimista, con buena energía, “se va a pasar”.
El tiempo que les dedicás a tus seguidores es muchísimo, también.
Es parte del trabajo, para decirlo de una manera empresarial, es como atención al cliente, a la comunidad. Me da mucha cosa sólo clavar el visto, siempre un corazoncito le pongo. Es parte del respeto, porque esa persona se tomó su tiempo, que es tan preciado como el mío, para consumir mi contenido o para contarme algo o para opinar. Lo mínimo que tengo que hacer es leerlo, y si puedo, le respondo. En contra de lo que dicen, para mí internet es algo muy humano. Porque me acerca a gente con la que nunca hubiera podido tener contacto en mi vida.
Vos ya tenías esa gimnasia de estar en contacto con el otro lado del mundo a través de la comunicación virtual y a contrahorario.
Sí, por eso, la virtualidad no la siento como una barrera, sino como algo que me acerca. De hecho, con lo que me pasó, la cantidad de gente que pidió y rezó por mí fue impresionante. Es una gran prueba de que el mundo virtual no es frío, sino súper humano. Gente que no me conocía me decía: “Lloré cuando supe que estabas en coma”, como si fuera mi hermana o un amigo muy cercano.
¿Cómo superaste esa experiencia de la internación y el coma?
Yo entré por Covid, embarazada de Teo, y a los cinco días de internada por neumonía bilateral, me agarré un virus intrahospitalario que me llevo a una sepsis y una trombosis. Cuando encontraron el tratamiento y me dieron antibióticos no hacían efecto, porque se dieron cuenta de que tengo el riñón hiperfiltrante y me tenían que dar doble dosis para poder curarme. Por eso me indujeron el coma. No había opción; entraron a las 8 y me dijeron: “En quince minutos te intubamos”. Fue un balde de agua fría. Ahí recién me di cuenta de lo grave que estaba. Siempre pensé que al día siguiente salía corriendo de la clínica. Incluso, cuando me despertaron del coma, yo pensaba llamar a mi asistente para encontrarme la semana siguiente a trabajar. Lo ilusa que era; después me di cuenta de que no podía mover las piernas. Estuve en silla de ruedas como un mes y medio. La verdad es que estuve muy cerca de irme, me doy cuenta sobre todo ahora, que Teo tiene un mes. Son momentos muy fuertes que vivimos, porque a mi marido le llegaron a emitir el anuncio de estado crítico. Tuve la suerte de que ser joven me ayudó a estar bien.
Al pasar lo peor de la enfermedad, ¿qué es lo que sacaste en limpio?
Afianzás mucho más la familia y ponés de nuevo tus prioridades en orden. Antes anteponía trabajar, estaba siempre trabajando; hoy en día soy más capaz de hacer una pausa y dedicarme más a mis hijos, y que las cosas esperen un poco. La vida de pareja, tomarse el tiempo para un cafecito. Empezás a ver la vida de manera diferente. Y la fragilidad... Creo que a nuestra edad nunca pensamos mucho en la muerte, pero ahora que lo ves tan inminente y que te das cuenta de que en cualquier momento te va a llegar, dejás de quejarte por huevadas y ves las cosas con más perspectiva.