El barman, el bartender y el cantinero: tres referentes de la coctelería revelan detalles de su oficio
Del brillo old school a la modernidad rockera, Aldo Echarri, Oscar Chabrés y Sebastián García son confidentes de ilustres y desconocidos y narran sus historias
- 19 minutos de lectura'
Juntos, suman casi un siglo de coctelería argentina. Tres generaciones, tres denominaciones, la misma pasión por un arte inmarcesible. Detrás de las barras más prestigiosas, fueron –son– testigos de distintas épocas del país y confidentes de desconocidos e ilustres. Músicos, deportistas, políticos y hasta miembros de la realeza les contaron sus secretos. Ahora, les toca a ellos. Una mañana, una tarde y una noche con el barman, el bartender y el cantinero.
El guardián del brillo
Aldo Echarri es un hombre de exigencias. La entrevista debe ser en su barrio. Por la mañana. Un lunes, hasta las 12. “Y te voy a pedir, por favor, que en la nota mi profesión se mencione como ‘barman’. Es muy importante que en el artículo pongan lo que yo dije”. Malas experiencias, tuvo. Entonces, aquí habla un barman. No se le vaya a ocurrir al lector pensar en esa otra denominación de género neutro que termina en ‘er’, ni en ninguna otra. Porque Aldo Echarri es un guardián del brillo de todo lo old school. “Me encanta la vieja escuela. Soy un dinosaurio en extinción”.
Sentado a la mesa, con un cortado que apacigua el frío gris de la mañana, Echarri, un maestro de maestros que llegó a la barra “sin saber qué era un whisky”, se yergue en su asiento y se dispone a recapitular. A volver a 1966, cuando viajó de Morón a la Capital para su primer día de trabajo, a los 18 años, como ayudante en La Biela. “Tuve la suerte de empezar en Recoleta. Ahí vivía gente de alto nivel cultural. No hablo del dinero, sino de clientes muy rigurosos con los cócteles que tomaban. El 85 por ciento de ellos bebía clásicos; el resto, dulces, con almíbares, que en ese momento se llamaban ‘tragos largos’”.
Aldo relata con puro orgullo –y algún rastro de ese tono franco de su Salliqueló natal que guarda al hablar– su trayectoria de 56 años en la coctelería argentina. Siempre al frente de barras porteñas distinguidas: en sus primeros años, La Biela y Clark’s [comandado por el Gato Dumas y Miki González Moreno]; después, The New Brighton, hasta su cierre por la pandemia, en 2020. Es un deleite escucharlo hablar de cócteles con minuciosidad y verlo manipular con prestancia la vajilla de loza blanca que tiene frente a sí, o demostrar a brazo seguro, como si vertiera, como nada es a ojo, sino “todo es pulso” en su oficio. “Diez mililitros –sirve al aire–, 40 mililitros, 60… Yo nunca mido [las cantidades de bebidas]; tengo pulso. Así se aprendía antes”.
-En 1966 no había escuelas de coctelería. ¿Cómo fue tu formación?
-Cada bar de categoría era una escuela. Empezabas como ayudante y te preparaban. Después, ibas a la Asociación Mutual de Barmen Argentina (AMBA), te tomaban un examen riguroso, y si aprobabas, te daban el carné profesional [938, es el suyo]. En todos los lugares de primer nivel había un ayudante, un segundo barman, y el primero, que era el jefe de barra. Los tragos los hacía él. El segundo los hacía si el jefe le pedía ayuda, en hora pico. En La Biela, eso pasaba los sábados a la noche. En los años 60, la gente del barrio iba al Colón y, cuando salía, antes de irse a dormir pasaba por el bar. Se quedaban en la vereda, vestidos de gala, comiendo un sándwich de pavita o de lomo. Esa Buenos Aires no existe más.
-¿Quiénes fueron tus maestros?
-En La Biela tuve dos: José Suárez, que se fue en el 72, cuando abrió el Sheraton. Muy prolijo en el bar. El otro fue Raúl Argentino Ger, que para el orden era un desastre –se ríe–, pero era clásico y tenía creatividad. Fuimos una excelente dupla. Yo traté de sacar lo mejor de cada uno. Antes había un escalafón; se respetaba la experiencia de tus mayores. Así escalé. En el 77 pasé a ser primer barman, a mis 29 años. En el 78 me llamaron de Clark’s.
-Otro emblema de prestigio…
-Allí había funcionado la tienda Brighton [en Sarmiento al 600], y para el restaurante habían conservado su caja registradora original, las arañas inglesas, los mostradores de cedro. ¿Qué hace que una casa sea prestigiosa? La atención y la gente que concurre. Y ahí iban expresidentes del mundo, grandes personalidades. Los reyes de España en su primera visita al país, en 1978, fueron; también embajadores. Ahora es común que inviten a artistas a algún lugar, para sacarles fotos y hacer propaganda. Eso ahí no se hacía. El dueño [se refiere a González Moreno] tenía una frase que lo decía todo: “Clark’s no necesita publicidad. Clark’s es Clark’s”. No iba tanta gente de la farándula, sino personas influyentes.
-¿A quiénes de esos ‘influyentes’ serviste?
-A Henry Kissinger. Tomaba Negroni. También, dos veces por semana, iba Amalita Lacroze de Fortabat. A ella la atendía el maître, no los mozos. La señora almorzaba con Dom Pérignon, o con un Margarita, servido en copa fina y siempre con corona de sal. Para ingresar en el salón comedor, había que pasar por la barra. Entonces, cuando ella llegaba y me preguntaba –afecta levemente la voz–: ‘Barman, ¿tiene tequila Cuervo?’, yo ya sabía con qué iba a comer ese día [risas].
-Detrás de esas grandes barras, ¿fuiste también un gran confidente?
Antes, el cliente le confesaba al barman lo que no le contaba, quizá, ni a un amigo. He escuchado dramas con hijos, infidelidades, peleas por grandes fortunas… ¿Por qué? Porque era una descarga con alguien que escuchaba y nunca daba una opinión particular. Hay un código: el buen barman ve, pero es ciego; habla, pero es mudo; escucha, pero es sordo. Se terminó la conversación y todo queda en el olvido.
-¿Las mujeres también te han confesado intimidades?
-Sí, pero más los hombres. No sé si por una cuestión de género o porque las mujeres, por lo general, venían a tomar algo con amigas, entonces se sentaban en una mesa. Siempre digo, el cliente de mesa es una cosa, y el de barra es otra.
-El cliente de barra, sabe…
-Sí. La barra es como un club, y hay que tener soltura y cintura. Ser cordial en el trato, pero no estar encima porque, a veces, la gente necesita estar en paz con sus pensamientos y su copa.
-¿El argentino tiene buen paladar para beber?
-Si tengo que generalizar, diría que al argentino le gustan las cosas buenas.
-¿Alguna vez quisiste tener tu propio bar?
-Claro. Pero la economía de 2001 me dijo que no. Yo quería asumir el desafío de algo propio. Ahora estoy en un lugar que no es mío, pero donde también tengo un desafío [Unaghi Sushi Bar, de Villa Urquiza], porque convoca a mucha gente joven. Y contrariamente a lo que se cree, los cócteles clásicos, como Margarita, Bloody Mary, Dry Martini, siguen saliendo muchísimo.
-¿Qué te gusta de la coctelería actual?
-Hay mucha gente talentosa: [Sebastián] García, o Fede Cuco [que lo llama profe, como gesto de admiración]. Algunas cosas nuevas me agradan. Lo que detesto es el artificio; los malabares, la gran decoración… Eso es una atrocidad. En un trago no se pone cualquier cosa; un cóctel no es una jarra loca.
-No hablaste de tu infancia en Salliqueló…
Bueno, porque fue como la de todo el mundo; linda… [silencio]. Mi madre falleció cuando yo tenía poco menos de 6 años. Después de eso, me mudé a Morón. Son recuerdos que no tienen nada que ver con la coctelería –elude, emocionado–. Ahora tengo 74, estoy casado hace 52, tengo tres hijos y tres nietos. Y esta profesión a la que amo tanto, que me da vida.
-¿Un trago para vos?
-El Old Fashioned. En el 76, en La Biela hice uno que me gusta mucho también, el Aldo’s Punch [ananá, bourbon y triple sec]. ¡Riquísimo! He creado 40 tragos en mi carrera. Y me adapté, porque hay que estar con la época. Sin embargo, nací con la coctelería clásica. Yo soy un clásico.
El señor de la coctelería
“Vamos a la vuelta, que acá hay mucho ruido”. Oscar Chabrés sube el cierre de su abrigo con un movimiento veloz de la mano hábil y apura la otra, la izquierda, para abrir la puerta de su propio bar –en reformas durante el día– con gentileza. Son las dos de la tarde y el sol pega casi a pleno sobre plaza San Martín, con esa luz invernal templada pero vibrante, presagio de primavera.
Chabrés dobla la esquina con paso elegante y, ahí nomás, empieza la cascada: “Hola, Osky”; “¿Cómo le va, maestro?”; “Oscarcito, querido”; “¿Qué hacés, viejo?”. Hasta los adoquines saludan a Oscar sobre Florida. “En Microcentro estoy desde el 86. Son muchos años ya, ¿qué va a hacer?”, dice, como si necesitara disculparse. “Listo; es acá”. El lugar elegido es uno de esos que bien pueden llamarse confitería, esos locales sin pretensiones, siempre repletos y, paradójicamente, siempre con una mesa a disposición. Entonces, todo vuelve al principio, pero al revés: adelanta la izquierda y abre la puerta, con la derecha baja el cierre relámpago de su campera y, de nuevo, un rosario de cortesías del “personal gastronómico”, como él mismo enuncia. “Genio, Osky. Andá arriba, que hay lugar”.
Chabrés tiene 59 años y hace 25 que “recaló” en la barra. Si esto fuese uno de esos sport bars aledaños a Wall Street, a este hombre sencillo, que empezó de abajo y hoy es un señor de la coctelería, cualquiera lo calificaría con el imponente título de self-made man, alguien que se hizo solo. Pero dentro de un boliche porteño, Chabrés es más bien un luchador, una persona de oficio entregada con esmero a su causa. “Yo soy bartender –se define sin titubeos–, a pesar de que pasé a los tragos mucho después de haber empezado en gastronomía”.
Antes de esto hubo otra realidad. La de la adolescencia en Berazategui, cuando veía a su padre tomar y se juraba a sí mismo no caer jamás en esa manía de manosear botellas. En esos tiempos fue caddie en el Ranelagh Golf Club, ayudante en el club barrial y cartero en la Isla Maciel, donde a los 16 ocupó a las apuradas el puesto que su abuelo había dejado vacante en el correo. Después se casó con Cristina, enseguida fue padre y consiguió una casita en Moreno, el barrio en el que siempre se quedó.
-¿Cómo llegás a la industria gastronómica?
-Arranqué en el [hotel] Plaza, como mozo eventual. Entré en gastronomía porque me corría el hambre; tenía tres chicos y no llegaba a fin de mes. Ayudaba los fines de semana, los feriados. Tenía 22 años y no sabía nada. Veía que la gente ahí comía con cinco cubiertos; en casa usábamos dos… Mi suegro, que hacía lo mismo, me llevó al Hotel Claridge. Al tiempo quedé efectivo, en el restaurante. Entonces hacía mi turno y me quedaba después de hora, mirando, aprendiendo. Cuando se jubilaba uno, ¿quién estaba listo? Yo. Así siempre fue mi vida. Quizá no sea mañana ni pasado, pensaba, pero voy a llegar.
-¿Y así llegó la barra?
-Antes fui sommelier. Uno de los dueños del hotel había estudiado en Estados Unidos. Nos dio ocho clases. Después, aprendí trabajando. Al tiempo me mandaron a la barra, como ayudante.
-El bar del Claridge era un templo de la coctelería; habían pasado Eugenio Gallo, Enzo Antonetti…
-Tuve la dicha de haber aprendido de Gallo, que había sido alumno de Antonetti, campeón mundial en los años 60. Siempre me pregunto: y si Oscar Chabrés hubiera estado en la cafetería de la esquina, ¿habría sido Oscar Chabrés? Pero bueno, estaba en el Claridge, con Gallo.
-¿Y te sentiste cómodo enseguida?
-Fue difícil. Ahí hay un tema de mi vida privada… –hace un silencio–. Mi papá era bebedor. Mal bebedor. Yo no quería eso para mí. Mis amigos se juntaban a tomar una cerveza y yo no iba. Cuando me pasaron a la barra, no sabía qué hacer. Un día me dicen: “El Pisco Sour se prepara así. Probalo”. Yo necesitaba mucho el empleo, entonces pensé: “Puedo probar, pero no tomar”. Hoy sí puedo salir y tomar unos tragos. Pero jamás me excedo. Y en el trabajo es religioso: no se toma.
-¿Tu padre pudo recuperarse?
-Mi padre llegó a tener cirrosis. Ahí dejó de beber; estuvo muy bien. Con los años, tuvo una recaída y no salió más. Se mató él. Mi historia familiar influyó mucho en mi carrera. Me dio disciplina. Fueron 20 años en ese hotel y después armé mi propio bar. El mundo del servicio me dio mucho; me hizo entender que todos los clientes son importantes. Cuando estás en una barra, nunca sabés quién está sentado enfrente.
-Algunas veces sí habrás sabido…
-Sí –sonríe–. ¡A Sandro le hacía los Martini! Venía siempre cuando actuaba en Capital.
-¿Cómo le gustaba el Martini a Sandro?
-¡Bien seco! Él era espectacular. También venía Roberto De Vicenzo. Gente del rugby y del tenis. Todos amables. Pero quien más me impactó fue el Dalai Lama; abstemio, por supuesto. En una de sus visitas, saludó a todo el personal del hotel. Nos dio la mano uno por uno.
-Hoy se combina el auge de la coctelería con la fama inmediata vía redes sociales. ¿Cómo ves vos el fenómeno, que sos de oficio?
-Lo importante no es hacerse famoso, sino mantenerse. Yo puedo ser un genio, crear una carta increíble. Ahora: un gin tonic es un gin tonic, y te lo podés tomar allá, acá y en cualquier lado. La diferencia está en lo humano. Admiro el empuje que pone la juventud; Inés de los Santos, Tato [Giovannoni], Sebastián [García]. Aprendo de muchos y me actualizan. Después, hay esnobs. Está todo bien. Mantenerse es muy difícil.
-La intelectualización del mundo gourmet, ¿no le quita algo de romanticismo al placer del buen beber?
-Totalmente. A veces, tanto detalle genera grandes lugares y grandes profesionales. A veces, cáscaras vacías. Y terminás volviendo al bar de la esquina, donde te dicen: “Buen día, ¿cómo estás?”. Ahí donde sos de la familia.
-El bartender no es un psicólogo, pero… ¿Te han confesado muchas cosas?
-Muchísimas. Lo malo es que no tengo memoria [risas]. En una barra siempre hay confidencias. Hay gente que tuvo un día desbocado o una desgracia, y precisa hablar.
-¿Qué fue lo más fuerte que te pasó en la barra?
-En 2005, volvía de vacaciones con mi familia y tuve un accidente. Perdí a mi mujer y a mi hijo varón, Maxi. Me tomé una licencia, hasta que pude volver. Al segundo día de trabajo, vino un cliente. Él no estaba enterado de lo que me había ocurrido. Se sentó y lo noté mal. “Osky, te tengo que contar algo. Falleció mi mujer. Estoy perdido”, me dijo. Yo lo escuché, lo alenté. “Dale para adelante, todo pasa”. Él se tomó dos tragos, me agradeció y se fue. Yo bajé al depósito a llorar. A veces un cliente te necesita. Y vos tenés que poner el pecho. Este trabajo se convierte en otra cosa.
-¿Te has negado a servir uno más?
-Sí. He retirado llaves de autos y pedido taxis. Me han puteado. Al día siguiente, siempre un agradecimiento.
E-n 2008 abriste tu propio bar. ¿Qué cambió al independizarte?
-Todo. Al principio, no tenía vida. Un día leí algo que me despertó: “Si seguís siendo empleado en tu propio emprendimiento, estás en el horno”. Ahí armé un equipo; trabajo con mis hijas. Me han ofrecido viajar, ser embajador de marcas, pero amo la barra. No quiero colgar el moño.
El bartender inauguró su local actual, sobre Marcelo T. de Alvear, en 2018. La carta, que combina cócteles clásicos con creaciones de autor, tiene un trago que “sale mucho”. Mezcla ron añejo, vermut blanco, Cointreau y bitter Angostura. “Es rico; buen aroma”, cuenta. Se llama Crimax. Por Cristina y Maxi.
El cantinero distinto
Hay un ritual ineludible cuando es domingo y Sebastián García despierta en Londres. “Me levanto. Me baño. Me pongo mi mejor ropa. Salgo a la calle. Auriculares, y esto”, dice mientras toca play en su teléfono y por el sistema de sonido asoma una intro de guitarra insigne para cualquier amante de la música británica que haya crecido, como él, entre los 80 y los 90. Después, cierra los ojos, transportado a esas calles brumosas de Kensington y así, con los párpados cerrados como quien besa, murmura “Hermoso, hermoso, hermoso… ¡Salud!”.
Ahora también es domingo, pero por la noche, y “Suedehead”, de Morrissey, suena igual de hermosa en Recoleta. “Yo no tenía un peso, pero me venía solo a bailar a Capital, desde el oeste. Era 1999. Curtía The Cure, Depeche Mode, Duran Duran. Antes de eso había sido muy punkie; The Ramones. Después entré en la oscuridad, Marilyn Manson. Siempre me gustó lo distinto; por eso soy cantinero. Siempre voy a ser un cantinero”.
La historia de García tiene épica. Como la de quienes lo eligen (Messi, el Indio Solari, por citar a dos héroes en lo suyo). Parte de esa narrativa de superación empezó un 24 de diciembre de su preadolescencia, cuando su padre llegó del trabajo con la mirada vidriosa y diez pesos en el bolsillo –”un pan dulce y un turrón comprabas, con suerte”– y él atestiguó la escena con un adoquín de frustración en el pecho. Después siguió con un único par de zapatos “lustrados 200 veces” cada vez que salía a buscar empleo, y volvía en el Sarmiento convencido de que nada iba a cambiar su realidad. “Siendo tan chico, me sentía un fracasado. La vida te lleva a extremos, a veces el de sentirte un inútil. Un día entendí que, con los recursos que tenía, podía hacer algo de mí”.
Al cantinero del bello nombre –Sebastián Manuel, como su padre y su abuelo– y garbo a lo Guy Williams le gusta la idea del underdog, ese que tiene, en apariencia, pocas chances de ganar. Por eso eligió para la señorial entrada de Presidente, su bar, una imagen de Harry Johnson, el perseverante hombre de finales del siglo XIX cuyo gran prestigio en la coctelería creció a la sombra del más teatral Jerry Thomas.
-¿Cómo empezó todo esto?
-Estudiando gastronomía. Mi mamá me anotó en un instituto, a los 18 años. Ahí, una compañera me invitó a una clase de coctelería. Yo no tomaba alcohol, pero fui. Al final de la tarde, el profesor saludó “hasta la semana que viene”. “No tengo plata para pagarlo”, le dije. “No importa. Vos vení y vemos”. El mejor promedio de la clase se ganaba una pasantía en un bar. Fui yo. Así pagué el curso y arranqué. Después, seguí con otros maestros.
-¿Quiénes fueron?
Pablo Muñoz, una figura de la época dorada de la coctelería argentina. Estuvo en el Alvear, el Claridge, el Sheraton. Él me dijo que, antes de enseñarme a ser bartender, me iba a enseñar a ser un caballero. Después, el Cubano Vega, que sabe mucho de coctelería americana, para complementar entre lo clásico y lo moderno.
-¿Y te sigue gustando la coctelería clásica?
-La amo. Es la mamá de todas. Después, evolucioné. Estoy en medio de todo, de la modernidad con la antigüedad. Ahora hay una generación más rockera, pero que en realidad nunca conoció el rock.
-Hablando de rock, le preparás martinis al Indio Solari…
-Sí, es su trago. Con el Indio tenemos una relación en la que… Nos hablamos cuando el universo lo dispone. Hoy intercambiamos mensajes [muestra en su teléfono. El músico le dice que ‘tiene lo que hay que tener, eso que no se puede estudiar’].
-Sos de una generación [tiene 37] que pudo educarse y también tenés tu buena experiencia…
-La instrucción es la formalidad; la calle te da oficio. Si no tenés eso, te falta algo. Soy cantinero porque implica un estilo. Tiene que ver con el bigote, el pañuelo, el perfume. Cuido cada detalle, no dejo nada librado al azar. Cuando trabajás en servicio, el otro está ante todo, siempre. Yo me considero un gran servidor, desde la falta.
-¿Desde la falta?
-Sí, desde todo lo que me faltó a mí. Puedo aportar a la gastronomía argentina mi historia, la mirada sensible, ese costado de locura y oscuridad. En eso me considero distinto. Mi vida es mi currículum.
-Volvés a mencionar la oscuridad…
-Cuando era chico me pintaba las uñas de negro, me vestía de oscuro, escuchaba música muy dark. Quería estudiar psicología, no sé, por los golpes de la vida… Un día, mi mamá me mandó a ver cómo estaba mi abuelo. Yo era adolescente. Abrí la puerta del galpón y lo encontré… [relata el suicidio de su abuelo Manuel]. Cuando vivís algo extremo siendo chico, después casi nada te puede afectar demasiado...
Es tan tarde que este domingo ahora es lunes. Ya no queda nadie, en ningún lado. García sigue detrás de la barra.
-¿Cuál es el trago preferido de tu autoría?
-Amore Milano. Lleva whisky escocés, Campari, pomelo rosado, limón, almíbar y Angostura, con un garnish de menta y piel de pomelo rosado. Cuando lo creé, hablaban de un cóctel “de minitas”. Qué estupidez; no hay género en los tragos. Hoy muchos colegas lo señalan como un nuevo clásico argentino, y está en bares de otros países. Eso me llena de orgullo.
-Viajás por el mundo, tenés tu bar, vas a abrir otros [en Parque Leloir, en San Isidro, en Miami]. ¿Vuelve algo de ese chico que pasó una Navidad con diez pesos y recorría Recoleta con zapatos gastados?
-Sí. Por eso, cuando abrimos este bar [en 2017] a mis socios les pedí tres cosas: quiero que el nombre sea en español, que tenga servicio y que esté en Recoleta. Si uno da, recibe. La vida es así para mí. Mi tía siempre me decía que las energías van y vienen por las manos y los pies. Por eso yo no uso nada, ni anillos, ni reloj. Y pienso en eso cuando le preparo un trago a alguien; el trago es un conector.
En Buenos Aires tiene otro ritual: el de la gratitud. Hay una imagen de Cristo que mira cada día, en su viaje de Ramos Mejía –donde vive con su mujer, Lorena, y su hijo, Gael– a la capital, que lo conecta con el dar y el recibir. “Miro al cielo; soy creyente, soy muy agradecido”. Y hay algo en sus manos, que se desplazan deshaciendo el aire con gracia, como bailarinas; debe ser la energía. En un bar desierto, la noche es como un rito de pasaje. De fondo, Duran Duran aconseja guardar las plegarias hasta la mañana siguiente.