De casualidad. El cocinero belga que revolucionó el mundo del pan y se remontó al pasado para hacerlo de otra forma
Eligió hacer un pan como casi nadie lo hacía tres décadas atrás de masa madre. Alain Coumont fundador de la cadena Le Pain Quotidien propone una alimentación más sencilla
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Alain Coumont se inclina sobre la mesa repleta de tartines y sonríe con un leve dejo de sarcasmo. Intenta disimular, pero se nota que no está nada impresionado con el resultado del concurso culinario que desafió a los asistentes de su primer evento de prensa en Buenos Aires desde 2019. No alcanzó con llenar la clásica mesa comunal de Le Pain Quotidien con ingredientes nobles de su cocina: un bolsón de verduras orgánicas (zanahoria, limón, rabanito, pepino, tomate, kale); varios puñados de hierbas frescas y aromáticas; bowls de semillas (sésamo, girasol, quinoa); preparaciones de hummus, babaganoush y guacamole. El veredicto no se pronuncia en voz alta, pero resulta evidente: ningún invitado ha logrado diseñar su propio tartine con suficiente audacia ni creatividad.
Sin embargo, Coumont logrará –en menos de 60 segundos– darles nueva vida a los platos. “En Francia, el tartine es básicamente una comida sencilla y rápida. Tartiner significa untar, y por eso un tartine siempre consta de una base de pan y, arriba, ¡lo que sea que tengamos en la heladera! Pero hay un par de trucos que ayudan a realzar cualquier plato. Entre ellos, lo que llamo el acabado: una hojita de menta, por ejemplo, siempre suma sabor y aroma. Por supuesto, la presentación es clave. Jugar con colores y texturas, animarse a agregar unas semillas por acá y allá…”. A medida que habla, sus manos hacen magia. Como todo buen cocinero, basta verlo haciendo girar el molinillo de pimienta –como si se tratara de un músico experto afinando un delicado violín– para caer en el hechizo de su oficio.
Podría decirse que Alain Coumont fundó y expandió Le Pain Quotidien en base a ese tipo de comida rápida y sencilla, pero el secreto de su éxito ha sido mucho más que un mero truco. Todo empezó en Bélgica en 1990, cuando, cansado de no conseguir pan de calidad para su primer restaurante propio, Le Café du Dôme, se animó a abrir una panadería. Tenía 29 años y poco presupuesto, así que esa mesa comunal que se volvió un sello característico de su marca, que permite que 14 personas se sienten juntas aunque no se conozcan entre sí, en realidad fue la única que encontró en ese momento a un precio que pudiera pagar en el mercado de pulgas de Bruselas.
Pero su idea verdaderamente revolucionaria fue que eligió hacer un pan como casi nadie lo hacía tres décadas atrás: de masa madre, usando ingredientes tan básicos como la harina molida a la piedra, el agua y la sal. “No fantaseaba con ser la mejor panadería del planeta ni volverme rico. Quería crear un buen producto, que las personas disfrutaran, y hacerlo responsablemente, usando ingredientes saludables y de primera calidad. Siempre le puse mucho amor y orgullo a lo que hacía, aun cuando fuese algo tan simple como un pedazo de pan. De cierto modo, el pan es muy aburrido, porque implica repetir siempre los mismos pasos. Pero, en este nuevo milenio lleno de tecnología y avances constantes, nosotros nos remontamos al pasado, a otra forma de hacer las cosas. Yo llamo a eso retroinnovación”.
Hay una sensación de tiempo detenido en cada uno de los locales de Le Pain Quotidien (que hoy son 206, distribuidos en 15 países: Bélgica, Francia, España, Holanda, Suiza, Reino Unido, Estados Unidos, México, Argentina, Colombia, Brasil, Turquía, Japón, Hong Kong y Emiratos Árabes Unidos). Aunque Coumont solo es dueño directo de algunos de ellos (los de Bélgica, Holanda, Francia y Reino Unido) y los demás funcionan como franquicias, todos siguen un estricto y detallado manual de estilo que el propio fundador supervisa obsesivamente. El diseño y la decoración de los espacios, en donde prevalecen la madera, los colores tierra y las paredes de ladrillo, asemejan una casa de campo en la campiña francesa; la vajilla es de cerámica, y su tradicional cuenco sin asa para servir el café se inspira en la taza de chocolate caliente que le preparaba su abuela.
Sobre ese aire rústico y cálido que logra a pesar de ser una cadena de –como él mismo define– slow fast food, Coumont reflexiona: “Recuerdo que, cuando terminó la cuarentena y pudimos reabrir, la primera vez que volví a entrar a un local pensé: ‘Este es un lugar muy lindo’. No sé si fui afortunado o si yo forjé esa suerte, pero creo que pude crear algo real, sin estudios de marketing de por medio, simplemente pensando en lo que a la gente le podría gustar. Estamos abiertos a incorporar sabores e ingredientes de cada lugar, desde ya, y así lo hicimos con los chilaquiles en México (aunque, para reducir la grasa, no los freímos) o el Menemen para el desayuno en Turquía. Pero también creo que hay cosas que son universales. Me han dicho: ‘¿Vas a poner esa mesa comunal en Medio Oriente, donde tienen una cultura tan distinta?’, y te aseguro que esa mesa es un éxito allá también. Para mí, es un símbolo del placer de compartir, la plasmación tangible de la idea que tengo de convivialidad. Desde el día uno, trato de ofrecer una experiencia con la que las personas puedan identificarse y que las haga felices”.
Para el belga, esa felicidad solo es posible con algunas condiciones: “Que los productos sean locales, de cultivo biológico y de comercio justo”. Su defensa de la alimentación orgánica y su predilección por los platos vegetarianos/veganos fue in crescendo a medida que pasaron los años pero, en cualquier caso, fueron banderas que adoptó mucho antes de que se volvieran una moda. “Nunca permitimos que se fumara en el restaurante y ofrecimos nuestro primer plato totalmente vegetariano en 1992. En 2005, eliminamos las gaseosas del menú y, en 2011, introdujimos nuestro primer plato vegano. Todo cobra vida alrededor de algunos principios fundamentales: respeto por la estacionalidad de los alimentos, bienestar animal, colaboración estrecha con proveedores locales y lucha contra el desperdicio de comida”, rememora, en su paso por Buenos Aires, adonde solía venir todos los años a supervisar el negocio (la ciudad es la tercera en cantidad de locales a nivel mundial, solo por detrás de Nueva York y Bruselas), aunque esta vez le llevó más de dos años poder volver por el parate obligado que impuso la pandemia.
-Los últimos años no fueron fáciles para la industria gastronómica. ¿Cuál es tu balance?
-Somos afortunados porque sobrevivimos, tanto al Covid-19 en sí como a la crisis del negocio gastronómico que trajo aparejada. Pero en cada país tuvimos una situación distinta. Recuerdo que, muy al principio, todo cerraba en China y nosotros pensábamos: “Claro, esto solo es posible acá, con un gobierno autoritario”. Sin embargo, más pronto que tarde, las restricciones llegaron a todo el mundo. En Francia, por ejemplo, estuvimos seis meses cerrados y fue muy complejo. Ahora, estamos volviendo a la normalidad –y las ventas también, por suerte–. Pero, durante dos años, prácticamente no percibimos ganancias. Así y todo, admito que la pandemia me llenó de nuevas energías. Reavivó la llama de Le Pain Quotidien en mí, por decirlo de alguna manera. Creo que son justamente los momentos más difíciles los que te hacen volver a zambullirte de lleno para rescatar lo que amás.
-O sea que, en tu caso, se cumplió ese dicho japonés de que “toda crisis es una oportunidad”.
-Algo así, sí. Pero más allá de mi experiencia personal, hubo algo más grande que me llamó la atención en Le Botaniste, mi otro restaurante, 100% plant-based, vegano, libre de gluten y, por supuesto, orgánico [N. de la R.: La marca, lanzada en 2015, cuenta con cuatro locales en Estados Unidos y tres en Bélgica]. Antes, como te imaginarás, nuestro público era gente joven e intelectuales; ahora –sobre todo, en Nueva York–, me encuentro con una clientela mucho más variada: en la fila del take-away, veo policías, bomberos y hasta obreros esperando su pedido. Y es que, con el Covid, muchas personas notaron que distintas enfermedades ligadas a la alimentación podían traer complicaciones y empezaron a observar qué es lo que meten en su cuerpo.
-¿Una sana toma de conciencia, entonces?
-Creo que muchos se dieron cuenta de que preocuparnos por nuestra nutrición y estar saludables es una cuestión de supervivencia. Se trata de esa famosa frase que reza que “la comida es medicina”, y yo voy un poco más lejos y digo: la buena comida es medicina preventiva. Porque, ¿qué pasa cuando nos enfermamos? La ciencia puede intentar curarnos, pero no trata la raíz del problema, que es que el 80% de las enfermedades que tenemos tienen que ver con nuestro estilo de vida: comemos de más (por lo general, ingiriendo alimentos procesados y llenos de químicos), tomamos demasiado alcohol, fumamos, no hacemos ejercicio, vivimos estresados, respiramos aire contaminado. Y nos olvidamos que nuestra salud está en nuestras manos.
-Esto también podría aplicarse a la crisis climática, que está ligada a la forma en que se produce lo que comemos, ¿no?
-En el fondo, se trata de la educación que tenemos sobre estos temas. Desde ya, el estándar de vida global ha mejorado en todo el mundo, millones de personas pasan a ser de clase media cada año y cada vez más chicos y chicas van a la escuela. Incluso para manejar un tren, ¡ahora hay que saber usar una computadora! Pero, si a una persona en situación de calle le preguntás por el medio ambiente, seguramente no le va a importar ni un poco, porque tiene otras urgencias mucho más apremiantes. De todas formas, hay una mayor conciencia generalizada. Sin embargo, existe una paradoja muy grande: cuanto más dinero tenemos, más energía consumimos y más CO2 emitimos, cada vez que viajamos en avión o usamos nuestro auto o prendemos uno de nuestros múltiples electrodomésticos modernos. Nos hemos convertido en una sociedad global de superconsumidores.
-Así las cosas, ¿cómo ves el futuro de la alimentación?
-Al principio, el movimiento orgánico era muy de nicho, pero estoy convencido de que se está empezando a convertir en un estándar en algunas partes del mundo. Hoy, en el sur de Francia, diría que dos de cada tres jóvenes que fundan un viñedo eligen que su bodega esté certificada como orgánica. Es decir que, en breve, el 50% de la producción vitivinícola del país será orgánica. Así comienza el cambio profundo. Por supuesto, sigue habiendo mucho greenwashing de parte de las empresas y, si pensamos en el movimiento orgánico a nivel global, el verdadero impacto tendrá más que ver con que los gobiernos prohíban usar químicos como el glifosato en los suelos. En Europa, esta reglamentación está cada día más cerca de lograrse y, en Japón, directamente ya no quieren cultivos genéticamente modificados; por ende, en Estados Unidos, los agricultores que han erradicado esos químicos obtienen un precio premium por su producción porque pueden exportarla, justamente, a Japón. Al final del día, vivimos en una democracia y es el consumidor quien decide. Podemos decir: “No, no quiero comprar esto. No quiero apoyar esta marca”.
-¿Y qué hace falta para que tomemos de una vez por todas esa posición, ese poder?
-Bueno, para empezar, nosotros mismos debemos dejar de usar químicos en nuestros propios jardines. Cuando estoy en casa, todos los días, una de las primeras cosas que hago es salir a la huerta y arrancar unos 20 o 25 yuyos que crecen de la noche a la mañana entre las plantas. Me permito modificar levemente una frase de Voltaire: tenemos que cultivar la vida en nuestro jardín. Cuando remuevo la tierra y la veo llena de lombrices, tengo la sensación de participar de forma concreta y activa en esta sostenibilidad, cuya conquista supone el mayor desafío actual de nuestra sociedad.