Cocinar me salvó. Una noche terminé en la cárcel y, en ese momento, entendí que tenía que cambiar
Dave Soady nació en Washington y vivió “una época de drogas y alcohol”. Estudió y trabajó con grandes cocineros estadounidenses, viajó por América Latina y hoy, en Palermo tiene su restó
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Dave Soady es el chef estadounidense dueño de 13 Fronteras que, después de cinco años en la Ciudad de Buenos Aires, mantiene una propuesta que se rebela al típico formato de un restaurante fine dinning. Con una de las mejores propuestas de la ciudad, sigue siendo un outsider. Es tatuajes y rock and roll, con un refinamiento absoluto desde lo visual y lo sensorial.
Un mes antes de la pandemia se mudó de San Telmo a Palermo y tuvo que arremangarse. El restaurante palermitano es una barra para 20 personas y siempre está lleno. Los platos son esculturas, mezclan sabores de América Latina con productos locales y, entre los cortes que usa, nunca elige la carne de vaca. “Nací en Washington en una época de mucho punk, droga, alcohol y pura joda, y caí en ese hueco. Con mi familia no me llevaba, y tampoco era buen alumno. A los 14 años me mandaron a una especie de centro de recuperación, pero después seguía sin saber qué quería hacer. Pensé en estudiar Política, porque quería cambiar el mundo, pero no estudiaba. A los 18 me puse a cocinar, pero era en una especie de barco pirata, solo lo hacía para ganar plata y seguir de joda –confiesa–. Hasta que a los 29 años, una noche terminé en la cárcel y, en ese momento, entendí que había llegado la hora de cambiar. Ya no aguanté más y, de un día para otro, dejé todo lo malo y nunca quise volver”.
David cuenta que Washington “no solo es la Casa Blanca”, sino una ciudad donde la gente suele tener cierta soberbia y prejuicios. “Nunca me sentí cómodo en mi propio país. En cambio, la Argentina es genial porque todos hablan con todos, como cuando me cruzo con el chico que trabaja de noche limpiando la calle y nos quedamos horas charlando. O cuando la gente se pone a conversar en el colectivo. Allá, directamente, nadie toma el colectivo”.
- Luego de esa noche en la cárcel, ¿qué hiciste?
- Fue la gastronomía la que me cambió, porque era el lugar que encontraba para vivir sin dolor. Era un camino en donde la gente no era pretenciosa ni arrogante. Porque en la cocina todos somos iguales, un bachero a veces es más importante que el encargado, porque puede salvarte de un problema. Una noche de mucho movimiento el laburo del bachero es fundamental. En la cocina sentí unión, con mis compañeros y con la gente involucrada en ese restaurante muy chico donde empecé. Era una barra, como la de 13 Fronteras, donde hacían increíbles sándwiches y siempre iban cocineros del ambiente porque el dueño era un gran personaje. Charlaba con todos como el cantinero de una barra.
De allí pasó a un restaurante de cocina tailandesa, donde descubrió nuevos sabores, como el cilantro o los picantes. “A partir de ahí siempre busqué que un bocado te ofrezca acidez; otro bocado, un picor; otro, algo salado y otro, dulce. Y que eso te llegue al paladar en distintas direcciones. Eso busco con mi comida, jugar con los contrastes, así como pasa con el vino cuando vas descubriendo las distintas capas de complejidad”.
Terminó en la facultad de Gastronomía y trabajó con el chef que más lo influyó en su carrera, quien le enseñó que lo que no hay se puede elaborar, porque para eso son cocineros. Eso sucede hoy en su cocina, donde todo se produce, nada es imposible. “Nosotros hacemos de todo: la mayoría de nuestros quesos, nuestros jamones, nuestros misos y hasta las bebidas sin alcohol. Salvo aquello que siento que no puedo hacerlo mejor y lo compro, como el queso de cabra, porque por ahora cabras no tengo”.
En 2014, con su esposa ecuatoriana decidieron viajar por América Latina y se subieron a la Toyota Tacoma con sus dos perros shih tzu (uno de ellos falleció el año pasado, a los 16 años). Luego de 16.000 kilómetros llegaron a la Argentina. Primero, trabajó como chef y encargado de un campo en el medio de la nada, en el partido de Tapalqué. “Quién mejor para encargarse de un campo en la Argentina que un tipo de Washington DC”, recuerda entre risas.
Finalmente recaló en la ciudad y trabajó un tiempo en las cocinas de Aramburu y El Baqueano, hasta que abrió su propio restaurante en San Telmo.
Era un local muy angosto que le hizo recordar a la barra sandwichera y le encantó entablar esa relación entre el cocinero y el cliente. Eso aún sucede en su reducto de Palermo, entre Dave, sus platos, la barra y el comensal. “Recuerdo el momento en que decidí el concepto y el nombre del restaurante. Estaba caminando por San Telmo y en la esquina de Perú y Humberto Primo dije: 13 Fronteras, las que crucé en el camino hacia la Argentina. Y como no tengo ni una gota de sangre latina no me iba a poner a hacer cocina mexicana, ni peruana; me fascina América Latina, su gente y sus paisajes, y por eso elegí representar un poco todo”.
La imagen que identifica a 13 Fronteras tiene tres estrellas rojas sobre dos cuchillos horizontales. “Quería imitar la bandera de Washington. Pero, cuando estaba pegando el vinilo en la vidriera, se paró un vecino y me dijo: ‘Me encanta tu logo, eso que estás poniendo es el número 13 azteca’. Eso que pasó fue realmente algo increíble”.
Otra de las apuestas de Dave es que en 13 Fronteras no se tira nada, todos los ingredientes se reutilizan. “En un plato donde usamos jugo de zanahoria, secamos la fibra, la molemos y la usamos para dar sabor a unos tacos. O tenemos una bebida con la cáscara de avena y la de banana, que sobra de otras preparaciones. Para mí es muy importante no tirar nada de comida porque hay mucha gente con hambre en todo el mundo. Pienso que es muy irresponsable que, teniendo la habilidad y el conocimiento para reutilizar el alimento, los cocineros tiren comida”.
- El estilo de tu cocina siguió cambiando. Hace 10 años buscabas representar la naturaleza en el plato, pero hoy vas en una dirección un poco más abstracta.
- Mi propuesta es intensa, y quiero mostrarle a la gente que siempre estoy en busca de la evolución. Cuando los clientes se van, quieren saber qué otra cosa tengo “para mañana” o para el próximo cambio de carta. Pero, aunque trabajo con productos de estación, la carta no es estacional, sino que el cambio de los platos surge cuando me hablan las voces de mi cabeza. Ya no es más un menú por pasos fijo, sino que la idea principal es que puedan probar los sabores que descubrí en mi recorrido a través de América Latina. No hay formatos de entradas o principales, pero recomendamos pedir entre cuatro y seis propuestas por persona, ya que es más un estilo tapeo. Igualmente, a mí me gustan las sorpresas, y por eso cada plato es como ese regalo que aún no abriste en Navidad; hasta que no lo probás, no sabés con qué te vas a encontrar.
Así es como las escultóricas creaciones de Dave siempre impactan con su técnica y sorprenden con sus sabores. “Tratamos venir cada tres meses porque sabemos que va a tener muchas cosas nuevas y no nos las queremos perder”, comenta uno de sus fieles clientes.
La música que suena en su restaurante y las proyecciones de los paisajes de su viaje sobre la pared son otros de los caprichos del chef. “Mi forma de ser gastronómicamente es algo bastante rebelde –asegura–. Soy como una oveja negra porque trato de hacer cosas distintas. Como por ejemplo, no trabajamos con carne vacuna y eso que estamos en la Argentina. Quiero mostrar que en este país hay mucho más que carne. Soy rebelde”.
Sus propuestas son tridimensionales, algo que se percibe con los cinco sentidos, de esta forma imaginó cada plato. “Los ingredientes que utilizo son un buen reflejo de cada lugar. Me recuerdan algun momento en particular de mi travesía –describe–. Entonces pienso en cómo representar en un bocado ese instante que viví. En México hubo una comida que me rompió la cabeza. Estaba desayunando en un mercado de San Miguel de Allende y había una señora con baldes de atole, una bebida precolombina. Está hecha a base de maíz y la toman en el desayuno para salir a trabajar y no sentir hambre. Le pedí uno y la señora me sirvió un cucharón de un líquido negro. Lo probé y fue increíble. Tenía como sabor a humo, a chocolate y a umami –desmenuza los sabores–. Quedé totalmente impactado. Luego, ella me explicó que era un atole con cáscara de cacao quemado, en una base de maíz y leche. Nunca me dio la receta escrita, pero esa descripción me quedó grabada en la cabeza. Y por eso hoy, servimos una salsa de atole sobre seso con unas semillas de calabaza, un ingrediente muy típico en México”, asegura.
Cada preparación que sale de su mente se inspira en la gente, en el paisaje o en un momento de su travesía, pero aclara que todo está hecho con ingredientes que solo pueden conseguirse acá, en la Argentina, país al que llegó a bordo de su camioneta.