El pasado es la vanguardia: las nuevas ficciones de época toman la pantalla
Uno de los mejores chistes de la segunda temporada de Fleabag –disponible en Amazon Prime Video– es la ingeniosa respuesta de Phoebe Waller-Bridge a una inocente pregunta de Belinda (Kristin Scott Thomas), la inesperada ganadora de un premio empresarial en una ceremonia plagada de accidentes. "¿Cuál es tu película "de época" preferida?", le pregunta en una pausa entre martinis. Y aquí el idioma resulta clave, porque en inglés "película de época" es en realidad "period piece", lo que habilita el juego de palabras de Fleabag cuando responde: "Carrie". La imagen del clásico de Brian De Palma, con Sissy Spacek bañada en sangre, habilita la risa de Belinda al pensar en aquel "período" como clave del humor. Pero el ingenio de Waller-Bridge también dispara otros interrogantes respecto de las historias de época y sus posibilidades de ser atesoradas como películas preferidas, inolvidables. ¿Qué las hace perdurar? ¿Su rigor histórico? ¿Su poder de recreación de un tiempo pasado? ¿Su audacia?
En estos tiempos de cuarentena en los que la reflexión toma caminos insospechados, esas preguntas nos asaltan como dudas impostergables, sobre todo ante la evidencia de que el llamado film histórico se ha visto resignificado en los últimos tiempos. Es cierto que la vocación de "modernizar" los relatos históricos, las adaptaciones de escritores célebres como Shakespeare, Jane Austen o Henry James, o las biografías de reyes y otras celebridades del pasado, ha sido un ejercicio interesante para conquistar nuevos públicos –algo que demostraron Sensatez y sentimientos (1995) de Ang Lee o María Antonieta de Sofia Coppola (2006)–, pero ya entrado el nuevo milenio ha cobrado nuevos bríos. Quizás un punto de referencia sea La favorita (2018), la celebrada incursión del griego Yorgos Lanthimos en la historia inglesa sin ningún pudor ni reverencia. Ya no es solo un espíritu de comedia de salón sino una gesta iconoclasta que derriba el universo rígido de ese cine de vestidos y candelabros para convertirlo en una sátira alocada y bastante elocuente.
El impacto de La favorita (disponible en Flow) en el retrato de la corte de la Reina Ana en el siglo XVIII, con sus amantes y caprichos, con su maquillaje esperpéntico y sus miles de conejos pululando por el palacio real, encontró un eco inmediato en el mundo de las series. Allí, el espíritu solemne de la "period piece" ya había sido vulnerado con versiones novelescas de las familias reinantes como Los Borgia, Los Tudor y todas las sagas de apellidos ilustres convertidos en versiones eróticas de Dallas o Dinastía. Sin embargo, la enseñanza de la colaboración entre Lanthimos y su guionista Tony McNamara consistió en diseñar una ficción nacida de la Historia, capaz de asumir sus libertades como atrevimientos y nunca como falencias. Sin amoldarse a las concesiones y los excesos del melodrama televisivo, el modelo de La favorita permitió ensayar en las series la concepción de personajes históricos más allá de la letra de los documentos, inspirados, eso sí, en las sugerencias de sus espíritus. Si la Ana que compone allí Olivia Colman fue ninguneada por la historia inglesa –siempre más fascinada por sus reinas triunfantes como Isabel o Victoria– fue su personalidad ambigua y esquiva, con sus favoritas tensando sus decisiones públicas y su salud como factor decisivo en sus giros de gobierno, la que nutrió la mirada de Lanthimos, tornándola humana y dispuesta a una gracia que el mismo espectador debe ir descubriendo.
El primero de los ejemplos de esta influencia es Gentleman Jack, la adaptación de Sally Wainwright de los diarios de Anne Lister (cuya primera temporada está disponible en HBO Go; la segunda llegaría recién en 2021), aquellos relatos escritos en código por la célebre terrateniente de Halifax convertida en una "lesbiana moderna". Esa noción de modernidad viene a cuento de su autoconsciencia y arrojo en un tiempo, como los comienzos del siglo XIX, en los que la sexualidad femenina estaba destinada al matrimonio o al silencio. Aquí, Wainwright consigue una estrategia convincente para hacer de esos testimonios en primera persona un material atractivo no solo para modelar una gran historia de amor, sino también para arribar a un agudo retrato de los tiempos posteriores a la Revolución Industrial inglesa. Anne Lister, interpretada de manera magistral por Suranne Jones, no es solo una mujer decidida a perseguir sus conquistas y defender su patrimonio, sino una excelsa narradora de su vida y de su época, con un humor atípico por la complicidad que establece con el espectador y la libertad que eso le otorga al verosímil de época.
En este sentido, también el año pasado otra serie se decidió a romper los moldes de las historias de época a partir de una nueva versión de la figura de Emily Dickinson. Mucho más austera y menos verborrágica que Lister, de la gran poetisa norteamericana han quedado sus poesías póstumas, las viñetas de su entorno familiar y los misterios de su reclusión. Sobre ese territorio proclive a las exploraciones y ensoñaciones, la creadora Alena Smith imagina Dickinson(disponible en Apple TV) serie con una adolescente atípica como protagonista, más deudora de las inquietudes de los nuevos centennials que de la juventud de la Amherst del siglo XIX, pero capaz de hacer justicia al inquieto espíritu creativo que definió a la obra de la escritora. Si la Gentleman Jack de HBO se nutre de una constante complicidad con el espectador actual, quiebre de la cuarta pared mediante, Dickinson –que también tiene confirmada una segunda temporada–hace lo suyo al recurrir una y otra vez a aquellos versos creados en confinamiento que muestran a una mujer rebelde y apasionada frente a los mandatos de su época. Su llamado de atención no es la mirada a cámara, llena de subtextos e insinuaciones –como la que nos dispara una andrógina Suranne Jones desde la pantalla– sino que esa ebullición de amores y frustraciones adolescentes del personaje de Hailee Stansfield, la "amistad romántica" con su cuñada y su vocación por desatender la obediencia debida a su madre, están contenidas en el tono del relato, en ese juego con una comedia de salón que se libera de sus propios límites.
Las piezas de época suelen estar medidas por varas externas, es decir por aquello que excede los universos de ficción que desarrollan. Por ello el desafío a las verdades de los libros de historia, el agregado de nuevos detalles, el desarrollo de cualquier posible especulación, es vista por los curadores del rigor histórico como un atentado. Sin embargo, estas nuevas series no necesitan esas coartadas. La infinidad de diarios íntimos que escribió Anne Lister a lo largo de su vida exudan detalles asombrosos pero al mismo tiempo define un carácter, modela una voz propia en un tiempo en el que las mujeres que solían tenerla no se atrevían a expresarla. Y pese a las posibles especulaciones sobre si todo lo que allí se consigna es real, sobre cuánto de ese relato es fruto de hipérboles o directamente de la fabulación, en realidad nunca importa. Porque Gentleman Jackconsigue asumir la voz de su personaje, el tono de su irreverencia, convertir su mirada del mundo en una comedia con otras reglas.
Otra apuesta de HBO de fines del año pasado no llegó a tanto pero incursionó en el mismo camino de reflexión sobre los curiosos límites de las ficciones de época. Es el caso de Catherine The Great, miniserie sobre el reinado de Catalina La Grande, la emperatriz que pasó de un matrimonio aciago a una tiranía rocambolesca, al mismo tiempo que se erigía en una de las personalidades más atractivas de la historia rusa. Desarrollada en solo cuatro episodios, la historia comienza con una Helen Mirren contenida, obligada a interpretar a una Catalina en la gesta de su propio golpe de estado, demasiado atada a los discursos y las reflexiones explícitas, que recién a partir del segundo episodio comienza a soltar las amarras del realismo para jugar con su propia parodia. Uno de los personajes claves, en este sentido, es el Grigori Potemkin de Jason Clarke, comandante de guerra de la avanzada de Catalina sobre sus enemigos, y amante ocurrente e irascible de sus tiempos de conquista. La idea de sortear cualquier atisbo de solemnidad propio de una pieza histórica, para explorar el costado anómalo del poder, encuentra en ese amor indómito su mejor hallazgo.
Si Gentleman Jack explora el deseo como piedra angular de la emancipación y Dickinson la rebeldía adolescente como combustible de la creatividad poética, Catherine The Great asume ese erotismo megalómano como fuerza decisiva detrás del expansionismo de un imperio. Si las nuevas series históricas llevan al límite sus especulaciones, explorando el vínculo entre la vocación de sus personajes y los hechos que se escribieron en sus biografías, eso encuentra un nuevo rumbo en las series de Paolo Sorrentino sobre el Papado y la irónica disección del poder vaticano. Desde su aparición en 2016, The Young Pope recogió el pulso con el que Sorrentino había ensayado la comedia negra en su ópera prima L’uomo in più (2001) y la artificialidad con la que había retratado a figuras claves de la política italiana como Giulio Andreotti en Il Divo (2008), ahora desde un lúdica inmersión en la política de la Iglesia Católica.
Sin estar ambientadas en el pasado,tanto The Young Pope (disponible en Fox Play) como la inminente The New Pope, con John Malkovich como contracara del "joven" papa de Jude Law, quitan ese halo de buenas formas con las que se suele abordar el retrato de símbolos, cuyo peso no está tanto en la persona que los encarna sino en la representación que declaman. Ahí, Sorrentino demuestra que no alcanza con un traspaso a la cotidianeidad, con una mirada sobre el hombre detrás del sillón que lo alberga, sino que su reconstrucción exige un guiño de humor y desparpajo.
Algo que Lanthimos y McNamara habían conseguido al mirar más allá de la figura de Ana y sus intrigas de alcoba, en esa corte de arribistas dispuestos a disputar el poder y la riqueza con cualquier arte disponible. La mirada oblicua sobre la aristocracia decadentista de la última corte de la dinastía Estuardo era al mismo tiempo que una divertida comedia de época sobre una reina voluble y sus ambiciosas consejeras, una deconstrucción minuciosa de las necesidades humanas más allá de las épocas y los vestuarios. Y en sintonía con la obra de Sorrentino, también una consciente exploración de aquello que no perece con el cambio de época sino que subsiste en las formas en las que el amor, el poder y sus tentaciones obran más allá del paso del tiempo.
Para seguir especulando sobre el rumbo de estas nuevas ficciones de época en el universo del streaming bastará esperar a mayo y al desembarco de Tony McNamara como creador de una nueva serie sobre la figura de Catalina la Grande. The Great, producida por Hulu y aquí anunciada como parte de la plataforma StarzPlay, cuenta los años de adolescencia de la joven Sofía (Elle Fanning) luego de abandonar su Prusia natal para casarse con el zar Pedro III y convertirse en la mítica Catalina. Interpretado por Nicholas Hoult –que en La favorita había ofrecido una imagen hilarante de Robert Harley, prestigioso estadista de la Cámara de los Comunes–, Pedro III se convierte en el partenaire ideal de una Catalina aún inocente y guiada por el desconcierto que le ofrece su nueva patria. McNamara imprime el mismo tono fronterizo con la parodia, sin nunca perder de vista su anclaje histórico, y con la decisión de preservar los tópicos del género como guía pero nunca como limitación.
A las preguntas sobre el crucial elemento que define la permanencia de una ficción de época, el humor como estrategia de modernización se ha convertido en una necesidad. Esa minuciosa reconstrucción de ambientes y modales de una época, que preocupó a grandes directores como Vincente Minnelli o Luchino Visconti, parece no ser hoy un mandato. Aquellos mundos delineados por documentos y testimonios históricos alcanzan el esplendor en la ficción cuando se combinan con una dosis justa de inventiva que no traicione la vocación de fidelidad. Modernizar un texto o un período no implica llevarlo a la actualidad, despojarlo de aquello que resulta su esencia, sino reinventarlo en sintonía con lo que el cine y la televisión nos ofrecen desde el vigor de sus imágenes. Los cuerpos, los lenguajes, las miradas sobre las historias del pasado no reniegan de su actualidad sino que la asumen como parte de la recreación, que hace latir aquellas vidas de siglos pasados con la fuerza de su vitalidad y permanencia en el hoy.
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