Secretos ocultos: qué sería del terror sin mansiones y casas embrujadas
"La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo e intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido". Con esa célebre afirmación citada en el estudio del español Carlos Losilla sobre el cine de terror (El cine de terror. Una introducción, Paidós, 1993) comienza el libro de H. P. Lovecraft dedicado a la literatura de horror. Lo desconocido, en tanto reverso de lo cotidiano, expresa justamente lo inexpresable, aquello que emerge desde las profundidades del inconsciente, que regresa desde los tiempos atávicos, que asoma entre la placentera realidad del presente para recordar todo lo que se ha negado. Atentado físico a la normalidad y desafío espiritual al equilibrio, lo desconocido ha cobrado diversas formas en el arte, desde zombis, vampiros, monstruos, psicópatas, fantasmas, hasta objetos y lugares, extrañados siempre por una presencia innombrable y amenazante.
La casa ha sido un territorio clave del cine de terror , cuya apariencia de refugio y protección se ha visto siempre astillada por lo indeseable. Todo aquello que la mente humana negaba por impensable, desde la muerte, la culpa, hasta los deseos impropios, el cine ha sabido materializarlo en las oscuras paredes de mansiones victorianas, en los áticos polvorientos de los modernos departamentos, en los subsuelos hediondos de edificios populosos, en las habitaciones secretas de las casitas más pintorescas. Señorial o minimalista, fastuosa o austera, la casa ha sido siempre un personaje más del universo del terror, una especie de llave secreta para esa subversión del orden y la tranquilidad que implica lo oculto, lo que nunca debió salir a la luz.
Una de las primeras películas de casa embrujada salida de la factoría de Hollywood fue El gato y el canario (1927), dirigida por el alemán Paul Leni, quien había aprendido todo sobre sombras y terrores en el cine alemán de entreguerras. Eco de la mansión inquietante que edificó F. W. Murnau para su Nosferatu (1922), con sarcófagos y telarañas, la casa del excéntrico millonario de El gato y el canario se convierte en el escenario ideal para la lectura de un postergado testamento. Llena de largos pasadizos y fantasmales cortinados, la mansión alberga las ambiciones y mezquindades de todos los deudos, las mismas que se asoman en las grietas de las paredes en forma de espeluznantes garras. Sacudida por los rayos y centellas de una inefable tormenta, aquella casa modeló los hogares de todos los monstruos de la Universal, desde el creado por el Doctor Frankenstein en su laboratorio a la del vampiro al que Bela Lugosi le dio garbo y estilo. También inspiró El caserón de las sombras (1932) de James Whale, expresión fronteriza de ese cruce luego frecuente entre el miedo y la risa nerviosa, y El gato negro (1934), dirigida por Edgar G. Ulmer y protagonizada por Karloff y Lugosi como anfitriones de un macabro teatro de esposas embalsamadas.
Que la casa atesorara culpas y secretos detrás de su fachada familiar y acogedora fue un premisa clave del cine de los 40, impregnado de la fascinación por el psicoanálisis, los fantasmas bélicos y los miedos irracionales ante un mundo que se había convertido en expresión del horror. Sus cálidos ambientes, refugio íntimo ante un exterior convertido en campo de batalla, escondían en sus rincones aquellas vivencias reprimidas, creencias ancestrales o culpas inconfesables que eran reanimadas con el encierro. En La escalera caracol (1946) de Robert Siodmak, el sótano de la casa del respetable Profesor Warren se convierte en un infierno de muerte a partir del acecho de un misterioso psicópata. Descenso y desdoblamiento son las claves de una representación que imagina el juego entre la apariencia y lo oculto, entre lo elevado y lo subterráneo como las dos caras de una misma moneda. Los psicópatas no dejan de ser expresiones alteradas de esa normalidad que exige el realismo, una fuerza primitiva que no encuentra expresión sobrenatural sino que subvierte las limitaciones sociales y conscientes a través de su reflejo en un espejo en el que ya nada parece ser lo que era.
La casa volvió a ocupar un lugar clave en el imaginario del horror con el éxito de Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock. Esa silueta amenazante en su lejana arquitectura, que se dibujaba tras el motel Bates, resultaba una premonición espeluznante de los sucesos de la ducha, refugio de la tiranía espectral de la Madre, expresión del dominio de las pasiones inconscientes que ya no pueden ser controladas. Algo de eso explotaron las contemporáneas La caída de la casa Usher (1960) de Roger Corman sobre el cuento de Edagar Allan Poe, Los inocentes (1961), excelente adaptación de la nouvelle de Henry James, Otra vuelta de tuerca, que elige la ambigüedad para la expresión de los deseos y temores de la institutriz que interpreta Deborah Kerr, y La casa embrujada (1963), el regreso de Robert Wise al terror donde había dado sus primeros pasos bajo la égida del gran productor Val Lewton (bajo su mando dirigió la secuela de La marca de la pantera y El ladrón de cuerpos con Boris Karloff).
En varios de los estrenos recientes la casa ha celebrado su ambigua condición de resguardo y encierro, su tenso equilibrio entre el caos de lo dionisíaco y las armoniosas formas de los socialmente aceptable. En La maldición de la casa Winchester una viuda consumida por la culpa por el origen inmoral de su fortuna construye una mansión como extraña forma de castigo. Asediada por los fantasmas de los muertos a manos de la escopeta Winchester, invento macabro de su marido que le dio su poder y su sino trágico, una espectral Helen Mirren deambula por los pasillos y escaleras de su terrorífica morada. Con la llegada del médico que intenta diagnosticar su locura y despojarla del control de la factoría bélica, dos órdenes se enfrentan: la razón positivista que quiere condensar la locura y explicarla, y el magma de creencias que emana del pasado, que habita en la viuda y cobra forma física en la casa. La casa es así expresión del pasado, de aquello que debió ser silenciado y que regresa con la fuerza monstruosa de lo reprimido.
Algo similar sucede en la extraordinaria El legado del diablo, en la que la muerte de la anciana matriarca de una familia dispara una serie de sucesos equívocos e inexplicables. Annie (Toni Colette), hija de esa madre misteriosa y omnipresente, marcada por una serie de tragedias familiares, sostiene su cordura a través de un minucioso trabajo de recreación: la construcción de casas en miniatura –entre ellas la réplica de aquella en la que habita- materializa su intento de controlar un universo que parece escaparse entre sus manos. El rigor de la puesta en escena de Ari Aster es casi draconiano, sujeto a composiciones asfixiantes en las que el espacio expresa ese asedio que se intuye en el ánimo de los personajes. Nuevamente el uso de los espacios recónditos, como el altillo o la casita de madera en el jardín, se convierten en expresión de aquello que ha sido desterrado y que regresa con su impulso transgresor de toda norma. El pulso subversivo del cine de terror, que escenifica una y otra vez la imposibilidad de silenciar las pasiones, de negar lo indecible, de domesticar lo salvaje, encuentra en las dimensiones arquitectónicas una gran expresión: fluidas corrientes entre ambientes principales y recodos marginales, alteraciones entre el arriba y el abajo, y permanentes tensiones entre lo visible y lo escondido, detrás de las paredes, en los sótanos, en los altillos, en los placares, debajo de las alfombras.
Secretos ocultos, la ópera prima del español Sergio G. Sánchez, guionista de El orfanato y Lo imposible, cuenta la historia de una familia recién llegada de Inglaterra al noreste de Estados Unidos, para comenzar una nueva vida. La mansión que los espera lleva el nombre de su madre: Marrowbone. Sus bellos recuerdos de infancia y el soleado entorno traen inicial paz y felicidad a la familia en fuga, al borde del mar, en el bosque lleno de flores y pájaros de colores. Sin embargo, el cambio de apellido y el nuevo hogar resultan vanos intentos de escapar de un pasado oscuro, marcado por una monstruosa figura paterna cuya sombra parece no extinguirse. Filmada en España y con un aire que recuerda a Los otros de Amenábar, Sánchez trabaja sobre el espacio a conciencia, utilizando los diferentes ambientes de la casa como expresión de los sentimientos encontrados que asedian a los hermanos. La chimenea, el techo y la habitación de la madre enferma son los rostros que la casa tiene para mostrar, donde anidan los secretos y las maldiciones.
La atracción que la casa ha despertado a lo largo de la historia de un género como el terror es su capacidad de expresar, en términos plásticos y espaciales, la lucha constante que atraviesa el espectador entre su empatía con quienes escapan de un exterior amenazante y peligroso para encontrar en ese refugio aparente protección y armonía, y las misteriosas fuerzas interiores que convierten ese hogar en una trampa de la que ya no se puede salir. Incluso cuando la casa implica un desafío a los miedos, la conciencia de un peligro, o el enfrentamiento con un enemigo, hay algo de contradictorio en ese camino de entrada, una seguridad que se evapora en el traspaso de la puerta, una tranquilidad que se altera definitivamente.
Vestida con cortinas y alfombras, decorada con cuadros y lámparas, maquillada con festivos empapelados o lúgubres colores, la casa siempre espera paciente, con su silueta erguida y sus ventanas iluminadas, el siguiente llamado a escena, la definitiva consagración como el personaje estrella de toda historia de terror.
Secretos ocultos se estrena este jueves en los cines.
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