Gloria Grahame, Annette Bening y el mito de la estrella maldita de Hollywood
Al ver una y otra vez, y otra vez, el momento en el cual Gloria Grahame gana el Oscar como mejor actriz de reparto por Cautivos del mal, de Vincente Minnelli (The Bad and the Beautiful, 1952), uno está en un todo de acuerdo con el título local de este estreno; es verdad, entonces: las estrellas de cine nunca mueren. Uno lo cree también cuando ve a Grahame en esa película de Minnelli sobre el propio mundo del cine, o cuando la ve con Bogart dirigida por Nicholas Ray en In a Lonely Place y, sobre todo, dirigida por Fritz Lang en La bestia humana o en esa obra maestra absoluta del noir llamada Los sobornados (The Big Heat). Las estrellas de cine nunca mueren, y tampoco muere esa primera mitad de los años cincuenta en el Hollywood clásico de Grahame ni tampoco su momento del Oscar, pero ya volveremos a ese premio.
Ahora bien, la película que se estrena este jueves en la cartelera argentina como Las estrellas de cine nunca mueren lleva como título original Film Stars Don’t Die in Liverpool, es decir, "Las estrellas de cine no mueren en Liverpool", y esa indicación de lugar se relaciona con algunos de los núcleos del relato. Esa estancia en Inglaterra tenía que ver con trabajo teatral a fines de los setenta en una carrera que luego de mediados de los cincuenta no había escalado más en el cine. Y con un amor, el último de Gloria Grahame, con Peter Turner, casi tres décadas menor que ella. Turner es el autor del libro en el que se basa la película, melodrama contemporáneo -y británico- sobre una actriz-estrella (actriz no perecedera, estrella demasiado fugaz) del Hollywood clásico.
Hay algo de desajuste entre esa presencia que no todos reconocen, entre la que fuera mujer de Nicholas Ray y ahora la novia de un joven de familia que habla más cockney que nadie en el cine reciente. Ese desajuste siempre nos lleva al molde máximo, a la base, a la película mítica sobre la estrella como mito y los cambios (y del cine dentro del cine). Nos lleva a Sunset Blvd. (aquí llamada El ocaso de una vida) de Billy Wilder y a otra Gloria: Swanson. Swanson -actriz estrella del mudo- es Norma Desmond, y tiene el siguiente diálogo con Joe Gillis (William Holden). Él le dice: "Usted es Norma Desmond. Estaba en el cine mudo. Usted supo ser grande.". Y ella responde: "Yo SOY grande. Son las películas las que se volvieron pequeñas." El desajuste entre el pasado y el presente, entre lo que supimos ser y aspiramos a ser y entre lo que somos ahora. El caso de las estrellas que pertenecieron a otro momento del cine y que no se adaptaron a una industria que fue cambiando (para mejor, peor, para ser más grande o más chica) es una gran fuente de películas sobre ocasos de carreras y/o de vidas. Ese otro cine, distinto al de Cautivos del mal y Los sobornados, es el que ven Gloria y Peter en Las estrellas de cine nunca mueren: él se asusta y ella se muere de risa ante Alien, de Ridley Scott.
Gloria Grahame es interpretada por Annette Bening , que en pocas semanas cumplirá 60 años. Este es uno de esos papeles que, junto a casi cualquiera de los que hace Meryl Streep desde hace años una o dos veces por temporada, alguno de Helen Mirren y otros de Nicole Kidman, nos tientan con hacer de las excepciones una regla y decir que sí, que hay grandes roles en el cine para las actrices que ya pasaron los 50 años. Benning, cuya mejor y más perdurable actuación -el tiempo lo sigue demostrando- fue la de Pacto de justicia junto a –y dirigida por– Kevin Costner cuando ya tenía más de cuarenta años, se enfrenta al desafío de ser Grahame, una de esas actrices de simplicidad nula y con capas y capas para descubrir. Y se apoya para semejante dificultad en su coprotagonista Jamie Bell (Billy Elliot), y entre los dos y otros grandes nombres del reparto (Vanessa Redgrave, Julie Walters) soportan algo de la historia grande del cine vista desde perspectivas más reducidas.
La grandeza la podemos ver una vez más y otra más en ese Oscar entregado a Grahame por Cautivos del mal. Se la anuncia como ganadora, ella se para desde una fila muy lejana con respecto al escenario y empieza a caminar con una gracia descomunal. Sus piernas tienen una fuerza y una elegancia que no podrían combinarse si el mundo fuera solamente material, si no existieran las estrellas de cine, si no existiera la poesía al caminar (esa idea de Jean Cocteau de que la poesía está entre las cosas, como por ejemplo entre unas piernas y el aire). Pero existen las estrellas y existe la poesía, y las estrellas de cine sabían cómo moverse. Y Gloria camina, y se toma su vestido con una actitud de falsa y verdadera inocencia -porque actriz de verdad- y define un vector de movimiento sexy que no quiere detenerse nunca, y se mueve con sus brazos largos y torneados, con su espalda al descubierto, con una energía que se ve enfrentada a la pequeña pausa a la que la obligan cuando tardan un segundo en darle el Oscar. Se lo dan, lo toma entre sus manos y sin detenerse en el atril dice "Thank you very much" (muchas gracias) y sigue caminando. Y demuestra que es una presencia que estaba más allá de esa ceremonia y que tenía el poder y el magnetismo para ser una estrella de las que nunca mueren, porque el cine y sus rituales las conservan con vampírica vitalidad.
Gloria Grahame, una estrella que aún brilla
La actriz del Hollywood clásico -nacida en California, aunque con linaje real inglés- que interpreta Annette Bening en Las estrellas de cine nunca mueren ganó un sólo Oscar como mejor actriz de reparto y estuvo nominada una sola vez más, también como secundaria. Tuvo un momento de gloria en su carrera cinematográfica que duró poco más que un lustro. Brilló mucho en el cine negro y con directores como Vincente Minnelli y Fritz Lang. Y una de sus primeras apariciones la pantalla grande fue en ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra. También brilló con Nicholas Ray, que se convirtió en su marido un día después de que ella terminara su divorcio con el actor Stanley Clements.
El divorcio con el director de Rebelde sin causa no tardaría en llegar, y Grahame se casaría otra vez -con el guionista Cy Howard- y otra vez vendría el divorcio. El cuarto marido de Grahame sería el hijo de Nicholas Ray, Anthony Ray, que en algún momento fue su hijastro. El momento en que Nicholas Ray en 1950 encontró a su mujer con su hijo de 13 años en la cama se sigue contando como uno de los más grandes escándalos de Hollywood.
Si la carrera de Grahame nunca resurgió como consecuencia de su casamiento en México con Anthony, en 1960, o por alguna operación estética en los labios años antes es materia de especulación. Pero estos detalles sobre su vida nos recuerdan -una vez más- esa base de escándalo que acompañó a Hollywood desde su nacimiento. Y Grahame en Los sobornados de Lang nos recuerda que el cine y sus estrellas son para siempre.
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