Los argentinos, ¿estamos viviendo en The Truman Show?
El mes pasado, fueron al cine casi 4,9 millones de personas. Fue un récord total. El mejor mayo de la historia. Si se toman los primeros cinco meses del año, el crecimiento en la venta de entradas fue del 57%. En el mismo período, más de 1.100.000 personas asistieron a los teatros de la ciudad de Buenos Aires. Es un crecimiento extraordinario del 94% frente al año pasado. El anuncio de los recitales de Taylor Swift provocó algo parecido a la histeria. Serán tres estadios de River con lleno total. Los tickets se agotaron en horas. De haber sido 10, como Coldplay en 2022, casi con seguridad habría ocurrido lo mismo. La pregunta es obvia: con una inflación interanual que llegó al 114% y un Banco Central al que le quedan pocas reservas y pierde más de 100 millones de dólares por día, los argentinos ¿están viviendo en una ilusión como lo hacía Jim Carrey en la célebre película The Truman Show? Otras preguntas: ¿qué ocurrirá cuando despierten?, ¿querrán hacerlo?
Más datos que refuerzan la relevancia de estos interrogantes. En 2022 las ventas en shopping centers crecieron 40%. En los primeros 4 meses de este año siguen subiendo: ahora 15%. En simultáneo podía verse en distintos videos en las redes sociales “un mar de gente” comprando en la calle Avellaneda los regalos del Día del Padre.
Las ventas en las grandes cadenas de supermercados subieron 8,4% entre enero y mayo. En 2022 el consumo de combustibles fue de 18.150.000 metros cúbicos, el más alto en los últimos 12 años. Los despachos en las estaciones de servicio fueron un 14% más que en 2021. Algo que resulta fácilmente comprobable al ver la cantidad de tránsito. El movimiento de pasajeros del transporte público creció 41% en el primer trimestre de 2023 vs. el mismo período de 2022. Ahora la “hora pico” es a toda hora.
De tan exóticos, hemos logrado captar la atención a nivel global. Nos volvimos un caso de estudio más allá de nuestras fronteras, una rareza que intriga. La pregunta inicial que se hacían en el mundo era: ¿cómo hacen para vivir con una inflación superior al 100% anual? Ahora esa inquietud ha mutado a algo todavía más inexplicable: ¿cómo se explica que con ese incremento de precios haya un boom de consumo?
El 19 de junio fue nada menos que The New York Times el que puso el tema en agenda. El título de la nota era “En la Argentina, la inflación supera el 100% (y los restaurantes están llenos”). El uso del paréntesis fue un muy buen recurso estilístico para señalar la paradoja y lo insólito. Los datos explican por qué uno de los medios más prestigiosos del mundo se ocupó del asunto. Las ventas en restaurantes subieron 40% en 2022 y todavía siguen creciendo este año: +8% en el primer trimestre. Por supuesto, no es un hecho que abarque a toda la población, pero subestimarlo diciendo que se trata solo de “la clase alta” o “el corredor Libertador” –desde Recoleta hasta Tigre, incluyendo Pilar– implica perder de vista que algo de fondo está ocurriendo ahí.
“Argentina, no lo entenderías”, posteó Lionel Messi el día de los 5 millones de personas festejando en las calles el triunfo en el Mundial. En la aparente linealidad de ese mensaje se esconde una concepción mucho más sutil.
Todo este fenómeno excede la economía: es de orden existencial. Estamos hablando aquí de idiosincrasia y de cultura, no solo de consumo. Se trata de algo profundo, y no de una mera banalidad coyuntural. Convendría no caer en el simplismo analítico adjudicando este patrón de comportamiento únicamente a que “los pesos queman”. Es uno de los motivos, pero está lejos de ser el único. Nuestras conductas actuales traen encriptados mensajes inquietantes para el futuro próximo.
Un mundo feliz
En 1932, el escritor británico Aldous Huxley publicó la que sería su novela más famosa: Un mundo feliz. Era una aparente utopía donde gracias a los avances de la tecnología y la ciencia “todos eran felices”. El problema que planteaba la novela de Huxley es que, en realidad, la utopía no era tal, sino todo lo contrario: una distopía. Para ser felices en ese mundo donde no había guerras ni pobreza y todos tenían buen humor, los seres humanos debían dejar de ser tales. Su identidad y su individualidad se diluían para lograr una homogeneidad organizada desde el nacimiento en castas preestablecidas.
Así, la vida colectiva se acercaba a la perfección sin fricción porque cada uno se conformaba con el rol que le había sido asignado. Es decir que muchos “bajaban forzosamente la vara” de sus ambiciones. Para que ello fuera posible, desaparecían instituciones centrales como la familia, el arte, la literatura, la ciencia, la religión o la filosofía. Y el dolor o la melancolía se resolvían tomando un ansiolítico que inmediatamente devolvía la felicidad.
En una especie de homenaje a la profecía del novelista británico, pero no ya en la literatura, sino en la descripción fáctica de la vida contemporánea, el filósofo surcoreano Byun Chul Han plantea que hoy vivimos en una “sociedad paliativa”. La define como “una sociedad del me gusta donde todo se alisa y se pule hasta que resulte agradable” como la superficie de los smartphones. Las personas devienen así en “víctimas de un delirio por la complacencia donde nada debe doler porque el dolor se interpreta como un síntoma de debilidad”.
Por haber atravesado múltiples vicisitudes, en un esquema que llaman “la ciclocrisis”, los argentinos se fueron transformando en una versión extrema de esa sociedad paliativa de la que habla Han a nivel global. Eluden el dolor todo lo que pueden porque saben que ya llegará una nueva instancia donde no podrán evitarlo. La fisonomía de una sociedad arquetípicamente de clase media trae la bendición del impulso ascendente y meritocrático que conduce al progreso, con la complejidad de deseos mayoritarios y transversales que exceden lo que el país es capaz de producir. O al menos lo que fue capaz de generar en los últimos 50 años. Lo que trae inevitablemente frustración y decepción. Sentimientos que se han vuelto crónicos. Lo que los argentinos entienden como “vivir bien” es una concepción que en sociedades de igual desarrollo queda reservado para las clases más altas y algo a lo que ni siquiera se accede masivamente en países que duplican o triplican el PBI per cápita que tenemos. Eso está escrito en nuestros genes de “país rico”.
Cuando le agregamos las consecuencias del trauma 2020-2021 sintetizado en el mantra “ahora quiero vivir y no me importa nada”, lo sazonamos con la inflación desmadrada, le agregamos algunos de los dólares que están guardados en el “canuto” que siempre hay que tener para poder sobrevivir a la próxima crisis y lo ponemos en el horno de la ansiedad actual porque los que saben dicen que “en cualquier momento explota todo” (y la historia demuestra que muchas veces han acertado), podemos explicar un poco mejor lo inexplicable. Vayamos a ver a Luis Miguel mientras podamos.
Desde el punto de vista económico, hay que agregar algunos otros factores al análisis. Un nivel de desempleo bajo –6,9%– y un nivel de actividad alto (gente que quiere trabajar): 48,3%.
Por más insoportable que sea la inflación, no es lo mismo con trabajo que sin trabajo. Además, la propensión al ahorro está en valores mínimos. No hay instrumentos, ni incentivos, ni posibilidades, ni deseo. Los bienes de largo plazo que fomentan el ahorro y se venden en dólares (viviendas, autos, viajes al exterior) han quedado demasiado lejos para la gran mayoría de la población. Tengamos en cuenta que el ingreso de una familia de clase media es hoy de 1080 dólares (medido en el blue). En 2017 era casi el doble: 1984 dólares. Por último, en un país que tiene más de 40% de informalidad, la única posibilidad de correr de cerca a la suba de precios es transformar los pesos en alguna otra cosa rápido.
Guión perfecto, mera ilusión
Como bien se dio cuenta el bueno de Truman, la vida “feliz” que estaba viviendo, en ese mundo perfecto donde todos le sonreían, era una mera ilusión. Estaba tan perfectamente guionada que no podía ser verdad. Y no lo era.
Hoy las multinacionales reportan ganancias a sus casas matrices a un dólar oficial que no pueden comprar ni mucho menos girar. El precio de los combustibles sube la mitad que la inflación mensual. La luz, el gas, el colectivo y el tren tienen precios que no son los reales. Lo saben todos. Muchos alimentos, tampoco. A pesar de existir múltiples dólares, el mercado tuvo que inventar otro más (que obviamente no existe) para poder encontrar un punto intermedio entre la necesidad de vender y la de cubrirse frente a una esperada devaluación. Se trata del “dólar celeste”, a mitad de camino entre el blue y el oficial. Se puede pagar un corte de pelo en 3 cuotas sin interés, y una camisa en 12, pero para comprar un departamento, salvo que sea en pozo, hay que pagar cash. Si hay un consenso hoy en el país, es que ordenar todo el desorden y las distorsiones que tiene la economía actual no será nada fácil. La gente lo tiene claro.
The Truman Show termina con el personaje central intentando un escape en barco para salir de la vida ficticia y llegar a la realidad. Truman debe tener mucha convicción, templanza, precisión, sensatez y coraje, porque el sistema que lo controla crea tempestades ficticias intentando atemorizarlo. Lo hace y por eso, finalmente, logra encontrar una salida. Presionado al límite por el director, con el que se establece un diálogo ya desprovisto de máscaras, dice a la multitudinaria audiencia televisiva del show: “Y por si no nos vemos, ¡buenos días, buenas tardes, buenas noches! Abre la puerta oculta y sale. Truman prefirió atreverse a la aventura de la realidad, con todos sus sinsabores y también sus oportunidades, antes que seguir viviendo una “no vida” de ficticia y vacía felicidad.
¿Seguirán los argentinos su ejemplo cuando llegue el momento de tomar la decisión o preferirán continuar sonriendo y mirando para otro lado cuando las evidencias de la ficción se presenten ante sus ojos? ¿Tendrán la entereza suficiente para tolerar el dolor que inevitablemente implicará volver a la realidad? ¿Dependerá eso de la precisión quirúrgica con la se realice ese proceso? ¿Será una consecuencia de cómo se resuelva la histórica tensión entre deseos y posibilidades? ¿Tendrá que ver con el nivel de anestesia? ¿Será cuestión de cómo se logre explicar y visualizar la hipótesis de éxito?
Otros interrogantes que entrarán en escena cuando dejemos de preguntarnos cómo es posible que hoy la gente llene cines, teatros, recitales y restaurantes y comencemos a indagar de qué estará hecho el futuro.
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