Los debates sobre cuestiones centrales de la regulación del mercado de ganados y carnes, tales como la necesidad de superar el doble estándar sanitario, de la igualación de los tributos en la cadena comercial, del troceo, del aumento del peso de faena, tienen la edad de nuestra democracia e incluso la superan. Es más, se trata de cuestiones acerca de las cuales hay consensos entre prácticamente todos los actores de la cadena y de los funcionarios.
Sin embargo, estamos hace años empantanados ante una imposibilidad de implementar efectivamente cualquier política de largo plazo que resulte mínimamente exitosa. Esto hace que, hasta cuando estamos todos de acuerdo, las medidas se dictan, se publican en el Boletín Oficial y luego no se cumplen o – en el mejor de los casos, lo hacen parcialmente – respecto de algunos de los operadores según sean las inquietudes del funcionario de turno, pero, en el largo plazo, fracasan siempre.
Existe una grieta, mejor dicho, un abismo, que no está en los consensos sobre lo que hay que hacer, sino en las posibilidades reales de implementación de eso que todos sabemos y hasta estamos de acuerdo en que “hay que hacer”.
Y esto ocurre porque todas las decisiones que los funcionarios y la cadena comercial consensuan en arduas y complejas reuniones, terminan encallando en un marco regulatorio obsoleto, discrecional, falto de toda transparencia y ejemplo de ineficiencia, que genera las condiciones para la discrecionalidad y/o la corrupción.
La ahora Dirección Nacional de Control Comercial Agropecuario, ex - Subsecretaría, ex – Dirección Nacional, ex – organismo disuelto, ex – organismo autárquico, ex – oficina descentralizada y ex – Junta Nacional de Carnes, hoy día aplica normativas en base a las siempre reinterpretadas “funciones remanentes” de la Ley 21.740 del año 1978. Se trata de un conjunto de resoluciones y disposiciones que coexisten en un océano inabarcable de remisiones a otras normas que, en muchos casos, son tan antiguas que no pueden consultarse online ni en el Boletín Oficial, y por supuesto, no figuran en ninguna página oficial del organismo.
En cada gestión, cada traspaso y reedición de estructuras, se fueron reinterpretando facultades discrecionales por un lado y manteniendo estructuras burocráticas innecesarias por el otro.
En la idiosincrasia actual, heredada de la primera mitad del siglo XX, el empresario, el particular, es el enemigo. Y ese enemigo varía según quién ocupe los cargos, ya sean políticos o de los llamados técnicos, ausente toda capacitación en el mundo real y en el sector actual, carentes de toda comprensión sobre “el otro lado del mostrador”. El resultado de este estado de cosas es una política de fiscalización errática, basada en normativas inhallables, que se rige por criterios desconocidos y resulta en multas que nadie sabe de qué modo se calculan ni entre qué parámetros, ya que nada de esto ni se explica, ni se publica, lo que ni siquiera permite comparar objetivamente como se trata a los distintos operadores.
Dado que, por una parte, la inscripción en el RUCA es obligatoria para operar y, por la otra, literalmente por cualquier razón puede denegarse o suspenderse la inscripción sin límite de tiempo, hasta que el operador cumpla con la información que al funcionario de turno se le antoje pedirle, todos los operadores terminan rehenes permanentes de esta situación anómala. Algunas plantas reciben visitas de fiscalización con inquietante asiduidad y otras, nunca. Los requerimientos de información a algunos operadores pueden escalar al infinito y más allá, mientras que a otros se les piden cuatro papeles. Como nada de esto se hace público, los operadores quedan al absoluto capricho del funcionario de turno o de la inercia burocrática.
Ejemplos hay varios, en realidad, toda la operatoria administrativa está teñida por la misma discrecionalidad y falta de transparencia, pero puestos a elegir alguno, el más claro ejemplo de cómo no funciona este sistema es el “peso mínimo de faena”. La norma “madre” viene, por supuesto, de cuando existía la Junta y fue modificada al menos siete veces en los últimos 15 años.
Así, se empezó a exigir a los frigoríficos que depositen una caución por los animales de bajo peso (este último parámetro, además, fue modificado varias veces, pero lo que aquí interesa es el mecanismo) que faenan en sus establecimientos, independientemente de quién sea el remitente de la hacienda y el titular de la faena. La caución se deposita a cuenta de la multa que eventualmente podría imponerse. Por cada una de estas declaraciones juradas, algunas con muchos animales de bajo peso y otras con solo uno, se tramita un expediente que hará el largo camino de la burocracia hasta terminar en multa, en archivo, quién sabe.
Es hora de preguntarnos: ¿ha colaborado este mecanismo en el aumento de peso de faena? La respuesta es por la negativa, se están faenando más animales livianos que nunca. El desincentivo de aquellos tiempos no funcionó. Pero sigue vigente. Lo único que generó, hasta ahora, es aumentar los costos y cargas administrativas para los frigoríficos, perpetuar la burocracia y trasladar la caución a precio, perjudicando a los consumidores. Y vale la pena preguntarse ¿quién sabe cuánto dinero tendrá esa cuenta recaudadora del Banco de la Nación Argentina después de 15 años de incesantes depósitos?
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Por todas estas razones es que es necesario trabajar en una ley de contenidos mínimos que establezca un marco regulatorio acorde a los tiempos que corren, que fije parámetros transparentes, modernos y claros para tener una industria acorde con el resto del mundo, que garantice trazabilidad, calidad y seguridad de los alimentos y agilidad en la aplicación de las políticas necesarias desde el Estado.
Esta ley debería derogar la profusa e inhallable regulación actual, empezando por el sistema de cauciones, y detallar las conductas que han de considerarse infracciones con sus correlativas consecuencias, agravantes, atenuantes, penas máximas y mínimas, de modo tal de eliminar la discrecionalidad del funcionario de turno y permitir el control de la ciudadanía. También se debería derogar la obligación de registrarse, otro requisito absurdo que no tiene ningún fin práctico más allá de la propia burocracia que lo sostiene, y establecer parámetros de fiscalización que eliminen la discrecionalidad actual.
La fiscalización debería ser ya completamente electrónica y guiada por un Plan Integral que contemple objetivos y herramientas que le brinden racionalidad y transparencia al sistema y previsibilidad a los operadores. No tiene sentido seguir sosteniendo burocracias que solo sirven para alimentarse a sí mismas y no aportan al sector más que penurias y gastos innecesarios.
No habrá una cadena ganados y carnes moderna y robusta, ni políticas exitosas, mientras no pasemos de la situación de alto riesgo regulatorio que signó los últimos años a un marco regulatorio que defina el rol del Estado, defienda a la Industria y acompañe su crecimiento.
Para esto es necesario una ley que defienda la productividad de la cadena independientemente del funcionario de turno, que brinde estabilidad y establezca límites claros al accionar del Estado sobre los particulares. De lo contario, seguiremos como hasta ahora, inmersos en una profusión regulatoria que ya se ha mostrado no solo inútil, sino fundamental y profundamente dañina.
Este es el momento de que los aspirantes a la Presidencia de la Nación movilicen a la Comisión de Agricultura y desde el Congreso se convoque al sector ganados y carnes a consensuar una ley que se apruebe, junto con el paquete de leyes necesarias para cambiar a la Argentina con una importante mayoría parlamentaria que brinde sustento y legitimidad a las medidas que se deberán implementar a partir del 10 de diciembre.
El autor es presidente de la Cámara de la Industria y el Comercio de Carnes y Derivados de la República Argentina (Ciccra)
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