Para que la Argentina produzca la mejor carne del mundo no hizo falta ningún plan ganadero elaborado por el Estado. No lo necesitó John Miller, el ganadero escocés que trajo a la Argentina en 1823 a Tarquino, el toro de la raza Shorthorn con el que comenzó la mejora genética del ganado criollo. Tampoco Carlos Guerrero, que en 1879, introdujo de tierras británicas al toro Virtuoso y a las vaquillonas Aunt Lee y Cinderella de la raza Aberdeen-Angus. Y menos aún lo reclamó el ingeniero Charles Tellier cuando en el barco Le Frigorifique, en 1876, que cruzó el océano Atlántico, entre Francia y la Argentina, comprobó que su invento para enfriar la carne era confiable.
Ninguno de esos hitos de la larga historia de la ganadería y de la carne en el país surgió de un papel escrito por un funcionario del Estado. Fueron la iniciativa privada y las perspectivas de progreso las que impulsaron a aquellos emprendedores, entre muchos otros, a pensar que lo que soñaban era posible de concretar.
Ahora, el Gobierno cree que por simple voluntad de los funcionarios el país pasará de producir unos tres millones de toneladas de carne anuales a cinco millones de toneladas. Y que esto se logrará mientras, al mismo tiempo, acuerda con unas pocas empresas quién, cuánto y a qué precio se exportará.
En los más de 130.000 establecimientos ganaderos que existen en el país, según el último Censo Nacional Agropecuario, los productores saben desde el 17 de mayo pasado, cuando el Gobierno anunció la prohibición de exportar carne, que no tendrán libertad para vender lo que producen. Y ya hay evidencias sobre lo que ocurre cuando se toman este tipo de medidas: a partir de 2009, en dos años, la Argentina perdió diez millones de cabezas. En poco tiempo, ante la caída de la oferta de ganado, se triplicó el precio de la carne. Los consumidores también perdieron.
Otra curiosidad de este plan ganadero que propone el Gobierno mientras le aplica un cepo a las exportaciones es que la meta de llegar a cinco millones de toneladas fue propuesta por el propio Consejo Agroindustrial Argentino, donde hay más de 60 cámaras de la actividad. Pero en ese programa para aumentar el ingreso de divisas de US$65.000 millones a US$100.000 y generar 700.000 puestos de trabajo se dice que esto se logrará si se da estabilidad fiscal y financiera por un lapso de diez años, sin generar trabas al comercio exterior y ocupándose del mercado interno. Una contradicción más.
Así como en el siglo XIX quienes marcaron hitos en la historia ganadera argentina no necesitaron de un plan del Estado para crecer, los emprendedores del siglo XXI que hoy desarrollan códigos QR para que un consumidor pueda conocer la historia del animal de donde viene el bife que está comiendo o crean token digitales para invertir en ganadería lo mínimo que piden es que no les pongan un pie encima. Lo mismo que los criadores de la cuenca del Salado, que ya están dudando si les conviene cambiar el alambrado del campo o invertir en mejores pasturas porque, finalmente, el Gobierno les pondrá una traba para vender. En definitiva, el mejor plan es que no haya un plan.
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