Este sábado se cumple una década de un día marcado a fuego en el fútbol argentino
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El día más oscuro. La jornada más triste de la historia. El final de un camino tortuoso que River no corrigió durante tres temporadas. Diez años después, la perspectiva que ofrece el tiempo resalta que el desenlace fue un resultado inevitable. Las lágrimas y el abatimiento, producto de los despropósitos y el descontrol de los dirigentes. La angustia y el desconcierto, la consecuencia de una crisis futbolística que se devoró las oportunidades que le presentó el recorrido.
El miedo impidió entregar respuestas y ante el escenario desconocido, la peor reacción: el escándalo, la violencia, la furia, la intimidación, el apriete... El descenso, después de perder la serie de la Promoción con Belgrano, de Córdoba, marcó al club, al fútbol argentino y hasta al Gobierno. El estallido, con epicentro en Núñez, tuvo réplicas en todo el planeta. El gigante, el club con más títulos nacionales, se derrumbó el 26 de junio de 2011; el Monumental hizo de caja de resonancia. “Si tropezás grande, te levantás gigante”, el slogan de la reciente campaña al cumplirse nueve años del regreso a la elite, conjuga las penurias del pasado y la gloria que se construyó tras hundirse en el pozo.
Imposible imaginarlo, pero el peligro comenzó con la vuelta olímpica en el torneo Clausura 2008. El Monumental que vibró con conquistas inolvidables -esa fría tarde de junio se cumplían 25 años de la obtención de la segunda Copa Libertadores- se tiñó de sufrimiento y frustración. El empate 1-1 significó la condena para las recetas impresentables, el despilfarro, las operaciones oscuras y el desgobierno.
Planteles sin jerarquía y técnicos que no fijaron una identidad y aceptaron imposiciones. Mercados de pases desatendidos, desperdiciados, cuando el material era insuficiente para escapar del riesgo. Épocas de jugadores que fueron ídolos antes de jugar y que más tarde decepcionaron en la cancha, de emblemas que aportaron desorden y dilemas internos con sus actos fuera del campo de juego. De barrabravas que impusieron terror en el club y en las tribunas.
Una película de terror, una pesadilla, que se gestó durante el segundo mandato del presidente José María Aguilar y terminó de escribirse con Daniel Passarella. De los números en rojo y una coyuntura futbolística preocupante que entregó el primero a los disparates del Káiser, que no ejecutó ninguno de los mecanismos financieros que publicitó en su campaña electoral. Y cuando la crisis deportiva empujaba a tomar decisiones firmes, enseñó soberbia y nula cintura política: el pedido de renuncia al entonces titular de la AFA, Julio Grondona, tras la derrota en el superclásico, una acción temeraria, un perjuicio institucional provocado por la intemperancia de un conductor personalista.
De ayer a hoy, muchos actores protagonizaron su propia historia: el ex presidente Aguilar no pisó más el club y Passarella, que se sostuvo en el cargo hasta el final del mandato ahora es un innombrable en River. Matías Almeyda, el capitán de aquella serie y que no jugó el desquite por acumulación de tarjetas amarillas, se quitó la camiseta y se calzó el buzo de entrenador y dirigió el regreso a primera. Juan José López, el último de los seis técnicos que compusieron las campañas del descenso, apenas tuvo fugaces pasos por San Martín (Tucumán) y Juventud Antoniana (Salta). Juan Pablo Carrizo recién retornó en 2018 al Monumental, pero con la camiseta de Cerro Porteño para jugar la Copa Libertadores. Mariano Pavone, que hizo inferiores en Boca, pero es fanático de River, ahora a los 39 años juega en Quilmes. Erik Lamela y Roberto Pereyra fueron transferidos a Europa, donde una década después brillan en Tottenham y Udinese.
Promesas
“Conmigo se acabó la joda”, anunció Passarella al asumir en diciembre de 2009, después de ganar las elecciones por una diferencia de seis votos sobre Rodolfo D’onofrio. Aguilar, años antes, había expresado “conmigo se acabaron los traviesos”. Ninguno de los dos cumplió. Las similitudes del mensaje se replicaron en algunos nombres que aparecieron en las dos listas, porque varios dirigentes que acompañaron la gestión de Aguilar se repitieron en el ciclo del Káiser.
“En dos años queremos al gigante despierto”, alentó quien fue un referente como jugador y director técnico, el mismo que le anunció a su círculo íntimo que pronto llegaría el turno de ser presidente. Esos dos años, sin embargo, fue el tiempo que tardó River en descender bajo su liderazgo.
Fueron 64 jugadores para 114 partidos los que le dieron forma a las campañas que llevaron al club a disputar la Promoción. Seis directores técnicos –Diego Simeone, Gabriel Rodríguez, Néstor Gorosito, Leonardo Astrada, Ángel Cappa y Juan José López- y seis mercados de pases, la mayoría menospreciados. La primera señal llegó en el Apertura 2008, cuando terminó último en la tabla de posiciones, tras hilvanar la peor racha negativa de la historia, con 12 juegos sin victorias; caídas con San Martín (Tucumán) y Gimnasia (Jujuy), algo que jamás había sucedido. En la décima fecha ya estaba fuera de la discusión por revalidar la corona y le sumó el traspié con Boca. El armado del plantel, con las partidas de nombres de jerarquía como Alexis Sánchez, Sebastián Abreu y Juan Pablo Carrizo y el arribo de Santiago Salcedo, Facundo Quiroga, Robert Flores y Martín Galmarini, enseñaba también un desnivel entre lo que era y sería.
Renuncias
Renunció Simeone en Guadalajara, después de la eliminación con Chivas en los cuartos de final de la Copa Sudamericana, y Gabriel Rodríguez –coordinador general de las divisiones inferiores- tomó la posta por cuatro encuentros (un éxito y tres derrotas). Aguilar pensó en Pipo Gorosito, que como jugador se formó en el club, aunque nunca existió un idilio como el que generó con San Lorenzo. Diez meses duró el sueño, Pipo dio el paso al costado en el Nuevo Gasómetro: de 34 juegos ganó 10 y perdió 15, los números le dieron la espalda y el equipo nunca enseñó una identidad futbolística.
Con Astrada, Aguilar –todos los técnicos se marcharon antes de cumplir el contrato– pretendió enderezar el barco. Tampoco funcionó. Passarella heredó al Jefe como entrenador y lo despidió por teléfono, después del empate sin goles en Tucumán, con Atlético. El equipo marchaba 18vo en la tabla de posiciones, el promedio era un enemigo silencioso. El clamor popular y la comisión directiva avalaba el retorno de Ramón Díaz, el riojano ganador y con espalda para soportar cualquier tormenta –las que a esa altura eran repetidas en Núñez-, pero el Káiser sorprendió con Cappa.
“El contrato era por 38 partidos y recién van 13”, apuntó el entrenador, cuando Passarella decidió por romper el vínculo. La aventura total fue de 18 cotejos y el equipo –fue el mercado de pases donde los millonarios contrataron a Carrizo, Jonatan Maidana, Mariano Pavone, Adalberto Román, Walter Acevedo, Leandro Caruso, Carlos Arano y Josepmir Ballón-, ya había caído a puestos de Promoción.
Se multiplicaron los apellidos, todos de experiencia, en la nómina de sucesores. Desde Américo Gallego –compinche de Passarella– a Nery Pumpido, pasando por Eduardo Berizzo. El nombre de Ramón Díaz volvió a retumbar en Núñez y los soñadores imaginaron a Marcelo Bielsa. River se desbarrancaba en la cancha y la tesorería tampoco respondía. “La herencia más difícil de la historia; la Caja de Pandora; pensé que estábamos con gripe, pero estamos en coma cuatro”, definiciones de Passarella para representar el caos.
Gestiones políticas
El Káiser se reunió con Amado Boudou, ministro de Economía de Cristina Fernández, con Daniel Scioli –gobernador de la provincia de Buenos Aires, con el propósito de un acuerdo con el Banco Provincia para gestionar un fideicomiso– y un grupo de empresarios ligados a Omar Solassi, vicepresidente, aportó 10 millones de dólares.
Hasta la AFA salió al rescate con 12 millones de pesos, ya que a la responsabilidad de Aguilar se agregaba la impericia de la administración de Passarella. Desde el Gobierno reestructuraron las condiciones de los préstamos bancarios. “Se preparó para la campaña, no para gestionar ni para ser presidente”, admitían, por lo bajo, los que acompañaban a un presidente que igualmente se sentía omnipotente y testarudo.
La victoria 1-0 en el superclásico del torneo Apertura 2010, con gol de cabeza de Maidana, provocó el estreno de Juan José López. Dirigió como técnico interino hasta el final del certamen: los festejos ante Olimpo, Colón y Lanús y el empate frente a San Lorenzo generaron confianza y el Negro fue confirmado en el cargo por Passarella. En seis fechas, solo Estudiantes había doblegado al equipo, que encaraba el receso fuera de los puestos de descenso y Promoción. Pero esa seguridad que ofreció ese puñado de partidos resultó una tentación para desestimar el mercado de pases y apenas reforzarse con Fabián Bordagaray, delantero que era suplente en el Ciclón.
El entusiasmo y la euforia tuvo su pico entre las jornadas nueve y diez del torneo Clausura 2011, cuando River se presentó como puntero. Pero de la ilusión de pelear por la corona se volvió a las cuentas y a la calculadora para tratar de entender cómo se escapaba de aquel enemigo silencioso que empezaba a atemorizar. Otra vez los fantasmas: del equipo que podía ser virtual puntero por los resultados de los rivales a mirar al resto, por los resultados propios.
Jugadores que eran pilares, atrapados por la presión y la tensión, cometieron costosos errores: Carrizo va al área rival a cabecear y de contraataque All Boys sella el 2-0 en el Monumental; una fecha más tarde, el arquero se equivoca con Boca, que celebra un 2-0 en la Bombonera. El intento de resolver cuestiones que sus compañeros no podían lo llevaron a quedar expuesto y el gol de Jonathan Ferrari (San Lorenzo) en el Monumental provocó un quiebre: los hinchas pasaron de la ovación a los insultos y Carrizo –aturdido por la realidad– rechazó en público el consuelo de una gloria del club como el Pato Fillol, entonces entrenador de arqueros y que lo conocía desde los días de las selecciones juveniles. Un desprecio que enardeció a la gente.
River se paseaba confundido en la cancha y los escándalos aportaban a un mayor deterioro. Un club con protagonistas alterados, porque en la Bombonera se labraron actas contravencionales contra Carrizo por agredir a una persona y a Almeyda, por incitación a la violencia. El capitán fue expulsado y camino al vestuario perdió los estribos: discutió con los policías, se besó el escudo de la camiseta e insultó a los hinchas de Boca. El superclásico desató la bravuconada de Passarella en la AFA por el desempeño de Patricio Loustau, mientras el club recibía un allanamiento al estadio por una golpiza a un miembro de la facción de la barra brava denominada la Banda del Oeste.
“Pensamos en un futuro mejor”, pronosticaba Jota Jota López, que apretaba los resortes, pero no tenía respuestas y el temor que lo abordaba se evidenciaba en la propuesta del equipo. “Puntito inteligente”, manifestó tras empatar sin goles con Olimpo, en Bahía Blanca. River había sido superado en el juego por el rival, uno de los que peleaba también por mantener la categoría.
Los millonarios dilapidaban oportunidades para tomar aire, las soluciones no asomaban y sufría cada vez más. La angustia lo acompañó hasta el final, porque si hubiera superado a Lanús en la 19na y última fecha hubiera provocado un triple desempate, con Olimpo y Tigre. Pero era pedir demasiado, River acumulaba siete juegos sin triunfos.
A esa altura, solo Passarella sostenía a su entrenador –varios dirigentes habían pedido su desplazamiento ante la ineficacia- y Jota Jota se autodefinía “soldado de Passarella”. El respaldo era una carta desgastada, a esa altura el enemigo de River era el propio River. La serie con Belgrano fue el salto al abismo. Extraviado en la cancha, donde el técnico apostó a juveniles como Erik Lamela, Rogelio Funes Mori, Ezequiel Cirigliano y Mauro Díaz; sin rumbo en la conducción, porque el Káiser –que con Lanús se retiró diez minutos antes del final por miedo a posibles incidentes en el hall del Monumental- no acompañó a la delegación a Córdoba.
La derrota 2-0 en el estadio de barrio Alberdi además estuvo teñida del descontrol, cuando un grupo de barrabravas invadió el campo para increpar a los jugadores. Las lágrimas desbordaban al Negro López. La vigilia del desquite fue en el Hindú Club, donde Passarella se concentró con el plantel a la espera de un milagro deportivo. “Matar o morir”, la amenaza en forma de bandera que colgaron en el predio de Don Torcuato, mientras un banderazo en repudio a la conducción del club terminaba en incidentes en Núñez. Con el deseo de bajar el altísimo nivel de tensión, el Gobierno habilitó –tras el violento episodio en Córdoba- el Monumental para los hinchas en el desquite.
Llegó el 26 de junio, donde Belgrano hizo historia. Se repuso a una madrugada agitada, donde la delegación debió ser evacuada del hotel por una amenaza de bomba, al tempranero gol de Pavone a los cinco minutos y a un penal en contra, que Olave le detuvo al artillero con el resultado 1-1. Se terminó de estrellar River, que le agregó violencia al desenlace: desde el apriete en el entretiempo al árbitro Sergio Pezzotta a los incidentes que desbordaron el Monumental y se replicaron por todo el barrio de Núñez. El descenso se había consumado y con él se escribía la página más oscura de la historia del club.
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