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La cabeza de Messi y Messi en la cabeza
El capitán de la selección argentina transita en calma las horas previas a la última gran batalla de su extraordinaria carrera
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“¿Tú quieres saber de Leo? Tomemos un café por aquí. Pero no te contaré nada de él, ¿eh?”. Una sonrisa tan contagiosa como la gracia que acompañan las palabras desaparecen cuando la puerta del ascensor se abre y el hombre, corpulento y de andar firme, se pierde en el pasillo de un hotel lujoso, repleto de reminiscencias de la Rusia imperial. Es noviembre de 2017, la temperatura en la noche de Moscú -del lado de afuera- es menor a cero grados. El casual encuentro con LA NACION se repetirá otras veces durante esos días, pero nada cambiará: ni la sonrisa, ni la amabilidad ni la negativa de Pepe Costa. Tampoco su acento marcadamente español: a oídos poco entrenados para detectar modismos, este hombre parece nacido en Madrid y no en Barcelona. ¿Qué hace allí? Lo de siempre: estar donde esté su jefe, Lionel Messi. Cuidarle la espalda. Hacerle la vida más fácil. Espantar a los paracaidistas.
En aquellos días, la selección argentina acababa de clasificarse con angustia al Mundial que se jugaría al año siguiente precisamente en Rusia. Y estaba allí para protagonizar dos partidos: el primero, contra la selección local, serviría para inaugurar el estadio Luzhniki, escenario principal de la Copa del Mundo. Messi era el imán, como siempre. Y despertaba reacciones asombrosas, incluso entre sus compañeros: “¡Me dio la mano!”, llegó a decir Cristian Pavón en el salón de desayunos del hotel, cuando el capitán se acercó a saludar al nuevo integrante del plantel. Por allí se movía también Costa, vestido como uno más de la delegación, en un cambio súbito: cuando estaban en Barcelona llevaba la ropa oficial del club culé, en su rol de encargado de la “Oficina de Atención al Jugador”. Los demás futbolistas del Barça bromeaban con que el nombre del área estaba incompleto, que en realidad debía llamarse “Oficina de Atención al Jugador Messi”.
Costa cumple a la perfección una función nada sencilla: contener el aluvión que siempre circunda a una estrella mundial de este calibre. Tan bien lo hace que Messi se lo llevó cuando se mudó a París. Se lo puede ver en las imágenes de TV cuando el glamoroso equipo parisino llega a un estadio, por ejemplo. La relación trascendió el celo profesional: incluso en vacaciones, cuando la familia Messi se distiende en Ibiza, por ejemplo, el catalán está allí, en su calculado segundo o tercer plano. Por eso, a nadie llamó la atención cuando Messi llegó a Abu Dhabi, en la primera escala de este Mundial: detrás suyo estaba “Pepe”, como lo llaman en el staff de la selección.
El hombre, como pocos, ingresa en ese mundo privado que el futbolista sabe cuidar desde que empezó a escalar en la montaña de la popularidad. Y desde que está en el Everest -lleva casi 15 años allí, un peso imposible de llevar para cualquiera de a pie como quien escribe este artículo-, esa tarea cobra más valor: ¿cuántas veces por día responderá llamados de periodistas, empresarios, gobernantes? Y podríamos seguir con la enumeración. En estas horas tan especiales, con su ladero siempre cerca, Messi prepara la batalla final de su carrera sin salir de la Universidad de Qatar, allí donde la selección moldea el sueño de un país entero. Él mismo subió a Instagram una foto del día posterior al triunfo ante Croacia, cuando el tema dominante era justamente su extraordinaria demostración, amo y señor de la victoria. En la imagen, que él tituló justamente “Familia”, posan con él en la intimidad del predio todos los que viajaron a Doha para estar cerca suyo. Son 18 personas que también estarán el domingo en Lusail, el estadio que vio lo peor de Argentina en el Mundial -la derrota ante Arabia Saudita- y lo mejor -la goleada de las semifinales-.
Su Mundial le da crédito a un deseo colectivo: igual que sus compañeros, millones de anónimos quieren que levante la Copa. Que el quinto intento sea la vencida. Es notable lo que genera: que su maestra de primaria le escriba una carta pública, que “la abuela viral” le hable como a un nieto, que estrellas de otras selecciones no escondan el deseo de verlo campeón. Da fe este cronista de un caso que ilustra el asunto; hace unos días, una familiar de quien escribe, completamente alejada del fútbol, rompió el silencio que a veces gobierna los viajes por la ruta: “¿En qué estará pensando Messi?”, preguntó. La cabeza en Messi, una remera que diga.
¿Y en qué estará pensando Messi? Difícil responder esa pregunta arriba de ese auto, abajo, en Qatar o donde sea. En todo caso, él dio algunas pistas sobre sus sensaciones en las entrevistas que dio después de que bailara al joven croata de apellido Gvardiol sobre el césped, una de las jugadas más celebradas de la Copa. Volvió a decir que “seguramente” el del domingo será su último partido en un Mundial. Y volvió a darle sentido al verbo “disfrutar”, aquella autoproclama que hizo antes del debut y que se extravió tras el impacto de la derrota. Algo de eso se advirtió cuando se permitió participar de un streaming con su amigo Kun Agüero, antes del triunfo ante Países Bajos. Dejó que los demás llevaran adelante una charla caótica, con Papu Gómez como eje de las gastadas, mientras el sonreía y aportaba algún comentario: disfrutaba.
Ya no necesita decir que cambiaría todos sus Balones de Oro (7) por un título con la selección, porque lo tiene desde que Argentina ganó la Copa América el año pasado en el Maracaná. Pero seguro que borraría de un plumazo todos los ítems individuales que lidera en Qatar con tal de ser quien le tome el peso al trofeo en la noche del domingo. Es, hasta aquí, el mejor jugador del Mundial. Y por amplio margen. “Anda maradoneando”, comparó Jorge Valdano, con esa capacidad tan suya de decir tanto en dos palabras. Es el capitán de una ilusión que deja en ridículo a aquellos que escarban en las miserias y dicen que está mal que el fútbol tape lo importante, porque un partido “no le cambia la vida a nadie”. Este cronista se permite discrepar: un partido puede ser también el vector de una felicidad inconmensurable para millones de personas, aunque a la mañana siguiente el pan vuelva a aumentar de precio. Cualquiera que se aleje de su pequeño mundo sabe que esta semana -estas semanas- corre en el país una energía hermosa que solo aparece ante episodios colectivos así de infrecuentes y grandiosos, esos que juntan el deseo del rico y el pobre -perdón por el reduccionismo-. Entonces sí, por un rato, el fútbol les puede cambiar la vida a tantos.
Incluso a aquellos que, en la misma línea negadora, mezclan todo. Oído en un café porteño por este cronista (el periodista debe ser chusma, sabrán disculpar): un señor le contaba a otro que su sobrino, que vive en el exterior, está yendo a ver los partidos a los bares a hacer fuerza por los rivales de turno. Quiso que ganara México una noche, en otra se inclinó por Australia, también por Croacia. Cuando le descubren el acento se hace pasar por uruguayo, así no tiene que explicar la verdadera razón de sus elecciones: “Es antiperonista, dice que si Argentina sale campeón, se lo terminarán apropiando ellos”, le explicaba el señor a su atribulado compañero de mesa.
No sabemos si Messi les dedica un instante de sus pensamientos también a los que tienen la triste imposibilidad de ser felices o que desprecian la de los otros, como le pasa el sobrino del señor del café. En todo caso, lo que él hace es universalizar su genio: juega para todos, de Ushuaia a Bangladesh. Lo dice mejor Lele Adani, exfutbolista italiano, que se emociona en Doha hasta incluso lagrimear cuando comenta los partidos de Argentina en la RAI. “Son los ojos de un fuera de clase, los ojos de un chico que ama el fútbol... Lionel Messi, y que entrega amor a todo el mundo, a todo el mundo, incluso a los que no saben amar. ¡Abran el corazón y agradezcan que Messi está jugando ahora para todo el mundo!”, se emocionó una noche de estas. ¿Como la de este domingo? Ojalá, Lele. Ojalá.
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