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El enojo como combustible: Messi como Maradona
Este Messi es el mejor Messi de todos los tiempos: a su explosión le ha agregado visión; a sus goles les ha agregado asistencias; a sus apariciones fulgurantes las ha cambiado por un navegar constante, en partidos de aguas calmas o de mares bravíos.
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DOHA.- Da para pensar, jamás para afirmar, que la comodidad les resulta incómoda, que la adversidad se les vuelve más movilizante que la adhesión, que la crítica los fortalece.
La selección argentina llegó aquí con un respaldo global insólitamente unánime, inédito. Como si a partir de aquella noche del Maracaná se hubieran invertido los roles, de pronto ocupó el lugar que históricamente ha ocupado Brasil. Admirado, requerido, amado. El equipo de todos, pero ya no sólo de los propios: “Pues si no sale campeón España, quiero que salga campeón Messi, la Argentina de Messi”, abrió el fuego (amigo) el entonces streamer Luis Enrique, cuando todavía su equipo era uno de los candidatos y cuando todavía, por cierto, él era el director técnico. Fue ayer nomás, aunque parece haber pasado un año.
Y ni hablar de aquellos que no tenían representación aquí, como Italia. “Argentina siamo Noi”, tituló a toda página el Corriere sello Sport para anunciar una encuesta que daba cuenta de un altísimo porcentaje de “tifosi italiani” convertidos en hinchas argentinos. Y ni hablar, claro, de Lele Adani, el querible ex futbolista y ahora comentarista de la RAI, que después de aquel gol de Messi a México que fue puro desahogo puso en palabras tanto sentimientos como conocimiento de la argentinidad más pura. “Tutti in piedi per il miglior giocatore del mondo, ¡rispetto!, rispetto per il número uno, troppo spesso criticato. È lui che la tiene in vita. La mistica che entra in campo. Abbiamo nominato Diego 10 minuti fa. Con Diego dentro tutto è possibile. Ed ecco il pianto dell’Argentina e gli occhi spiritati del miglior giocatore del mondo”. No se necesita saber italiano -ese idioma que todos creemos hablar- para comprender el espíritu de lo dicho, que en el idioma original suena aún más poético. Exige respeto para Messi, el mejor del mundo, muy seguido criticado, y habla de que es el propio Messi quien mantiene con vida a la Argentina. Pero también que la mística entra a jugar, que diez minutos antes ellos mismos, en el relato y los comentarios, habían invocado a Maradona, para que llegara en socorro.
Fue, al fin y al cabo, una de las tantas maneras en las que el espíritu de Maradona se corporizó por aquí. Está en “Muchachos”, la canción himno que por aquí se canta en todos los idiomas y además de párrafos más certeros que las canciones himno de Brasil 2014 y de Rusia 2018 tiene un párrafo dedicado a su memoria, aquel que dice “al Diego / desde el cielo lo podemos ver/ con Don Diego y con la Tota / alentándolo a Lionel”. Está en el minuto 10 de cada partido de la Argentina, cuando desde las tribunas desde las tribunas del Lusail, por ejemplo, ya la casa del equipo, baja el “Olé / olé olé olé / Diegó, Diegó”. Está en banderas, a veces con la cara, la mayoría la imagen eterna del primer plano cantando el himno, y muchas simplemente con el número 10 que lo identifica a él, simplemente por diseño diferente al de Leo. Y ahora, más que nunca después del partido contra Países Bajos, el espíritu de Maradona está corporizado en el propio Messi.
Puede afirmarse sin temeridad que este Messi es el mejor Messi de todos los tiempos porque a su explosión le ha agregado visión, ya no sólo para resolver él sino para hacer que los otros resuelvan; porque a sus goles les ha agregado asistencias, ambas acciones a raudales; porque a sus apariciones fulgurantes, en medio de lagunas elegidas para reposar o para esconderse estratégicamente, las ha cambiado por un navegar constante, sea en partidos de aguas calmas o sea en partidos de mares bravíos.
Vaya uno a saber, tal vez haya sido eso lo que lo que más le molestó de las declaraciones de Van Gaal, del elogio a su acción con la pelota a la crítica por su inacción sin ella: que, más que irrespetuosa, haya sido inexacta. Vaya uno a saber si esa molestia se alimentó con el diálogo con Dibu Martinez -que de tan novelesco, de no ser cierto merece serlo; que de tan Goyco-Diego en Italia 90, aunque al revés, asusta- en el que el arquero le dice “Viste que Van Gaal está picanteando el partido, ¿no?” y Leo le responde: “Dejalo, le voy a hacer dos”.
Le hizo un gol, al fin, pero tuvo una participación tan decisiva que provoca, en la memoria, el mismo efecto que el gol de Argentina a Brasil en Italia 90, aquel con pase de Maradona de diestra del centro a la izquierda para la llegada de Caniggia y este con pase de Messi de zurda del centro a la derecha para la llegada de Molina. Para la historia fueron, son y serán goles coproducidos, tan recordados por la definición como por la gestación.
A esa altura, todavía, no había expresado su enojo, guardado en algún lugar como reserva de energía. Fue después de su gol de penal -ejecutado como Maradona contra Italia, en Nápoles- que se plantó frente al banco de suplentes rival, con las manos detrás de las orejas, convirtiéndose en un inconfundible Topo Gigio; qué casualidad, Van Gaal había dicho de él lo mismo que muchos años antes había dicho de un tal Riquelme. Y fue después de todo eso que el partido se convirtió en una batalla, con los neerlandeses jugando el mismo juego, y por momentos provocándolo.
El futbolista argentino medio -y, está visto, el superior también- parece necesitar en algún momento de la adversidad, de la carencia, de la rabia, del enojo para sacar todavía algo más de sí mismo. Maradona ha hecho un culto de esto, al punto que cuando no percibía alguna de esas sensaciones, simplemente se las inventaba. Llegó a México 86 en medio del descrédito generalizado, para él y para el equipo, y eso se usó como combustible; llegó a Italia 90 ya campeón y mejor del mundo, amado y amados por los propios, pero se volvió tortuoso el recorrido por ese país que dividía en regiones y en partes desiguales el amor y el odio hacia él, aunque al fin tuvo las siete escalas anheladas.
Esta selección argentina que se refundó en el Maracaná nació con el amor incuestionable de los propios y la el reconocimiento explícito de los ajenos, ambos respetuosos en el triunfo y en la derrota, expresión que tiene su imagen en el abrazo de Messi y Neymar al final de aquella historia. Con esa impronta llegó aquí y así dio los primeros cuatro pasos. Pero todo lo que pasó con Países Bajos fue la contracara de aquello que había sucedido con Brasil. Fue en el quinto paso que Argentina se encontró -o se reencontró- con algo que evidentemente está en los genes: la oportunidad de alimentarse con el enojo y con la crítica, la necesidad de jugar ya no con todos sino contra todos. Da para pensar, jamás para afirmar. Pero es tan argentino como el dulce de leche.
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