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Mujeres que pelean contra prohibiciones y prejuicios, y se reapropian de sus cuerpos
Una discusión sobre la idea masculina de la supremacía física
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El boxeo profesional masculino, autorizado legalmente en la Ciudad de Buenos Aires en 1924, cumplió en febrero pasado cien años. El femenino, por fin reglamentado en 2001, celebró 23 años en marzo. Los hombres deben la salida de la clandestinidad a Luis Ángel Firpo y su célebre pelea de 1923 contra Jack Dempsey. Las mujeres a Marcela “La Tigresa” Acuña y su combate de 2001 contra la pionera estadounidense Christy Martin. Hay otro aniversario menos conocido: el triunfo de Helvecia Cheppi (17 años, 70 kilos) ante Mayórico González. El “espectáculo altamente moral para la familia” (así decía el afiche) es la primera pelea mixta de registro local. Sucedió en Tandil, el 26 de marzo de 1925. Durante los casi ochenta años siguientes ninguna mujer pudo combatir legalmente en Argentina.
En rigor, nuestras primeras poblaciones indígenas ya celebraban combates mixtos. Payaguá, guaná y vilelas. “Algunas mujeres”, escribió el etnógrafo Raúl Martínez Crovetto, “eran tan hábiles que aporreaban a sus maridos sin que estos las pudieran alcanzar con ningún golpe”. En la Inglaterra de 1720 (mucho antes que las reglas de 1891 del marqués de Queensberry) también la teatral Elizabeth Wilkinson peleaba contra hombres a nudillo pelado. Y, en el México de 1920, Margarita Montes lucía 23 victorias contra hombres, “casi siempre por nocaut”. Pero también allí hubo luego prohibición. Duró casi un siglo en Inglaterra (de 1880 a 1996) y más de medio siglo en México (desde 1945 por decreto presidencial y hasta 1999). Estados Unidos celebró su primera pelea oficial femenina en 1876. La legalización llegó en 1993. Fue más o menos así en todos lados (¿sólo en el boxeo?).
Estoy leyendo “No tan distintas. Mujeres que boxean en Buenos Aires”, un libro flamante (aun no publicado) de la escritora argentina Marina Porcelli. Incluye entrevistas a “mujeres-boxeadoras” que debieron pasar “largo tiempo” hasta que se les dijera simplemente “boxeadoras”. Mujeres que sufrían hasta no hace mucho titulares y comentarios humillantes de periodistas hombres. Y que hoy, impensable dos décadas atrás, tienen gimnasios y clubes de barrio que les abren las puertas, algunas campeonas, y aun así con pagas mínimas, tal el grado de histórica desigualdad. No obstante, siguen subiéndose al ring. “El boxeo me permitió opinar”, dice una de ellas. Otra habla de un “umbral de dolor más alto” que los hombres. Una tercera cuenta que le preguntaron si no tenía miedo de que le rompieran su cara bonita.
Hace más de medio siglo, Dante Panzeri, periodista mítico, se negaba a publicar en el diario La Prensa crónicas de boxeo. Lo llamaba “homicidio legalizado”. Lo mismo hace aún hoy El País, de Madrid, acaso el principal diario de habla hispana. Días atrás, el diario admitió que inició una revisión de esa política (comenzada en 1978, tras la muerte de un boxeador) a partir de los éxitos de Ilia Topuria, un campeón de UFC que ya recibió nacionalidad española, atención del presidente Pedro Sánchez y ovación en el Bernabéu. Lo curioso es que la brutalidad de las artes marciales mixtas de la UFC reduce hoy al boxeo a casi un juego de niños. Allí está el libro flamante de Ronda Rousey (“Mi pelea, tu pelea”). Figura histórica de ese circo salvaje, Rousey cuenta que sufrió innumerables conmociones cerebrales ya cuando era judoca. Y que, como luchadora, para no agravar el trauma, buscó siempre acortar sus peleas. Ahora, cada vez que olvida las llaves, pierde el teléfono o no recuerda la canción de cuna para su hija, teme que sea el inicio de la demencia. Terminar como su admirado Muhammad Ali.
Porcelli rescata una recordada entrevista al fallecido campeón mundial Sergio Víctor Palma. “Lo que a vos te molesta”, le dice Palma al periodista Fernando Niembro, no es que los chicos se peguen boxeando, sino que lo hagan delante de tus ojos. Un boxeador no nace en boxilandia”. Espectáculo superexplotado por la TV, el boxeo es, sin embargo, un negocio mucho menor, por ejemplo, que el poderoso fútbol americano (líder en conmociones cerebrales). Las boxeadoras de las que habla Porcelli son mujeres que se “reapropian” de sus cuerpos y, arriesga la autora, discuten la idea masculina de “supremacía” física (que además ayuda a sostener la inequidad de las bolsas). Fisiólogos y biólogos documentan la ventaja de la testosterona. Mayor fuerza y velocidad masculina. Porcelli se pregunta “cómo se conciben los cuerpos de las mujeres que boxean”. Pide abrir la discusión.
Rescata entonces los resultados de aquellas viejas peleas mixtas. Y las prohibiciones siguientes. “Las categorías en el boxeo”, escribe Porcelli, “se dan por peso, no por género. Y 70 kilos, dice, “equivalen siempre a 70 kilos”. Como sea, su libro sobre mujeres que boxean es un acto de amor al boxeo. “Por qué boxeo, porque la vida es una pelea”, escribe A. J. Moehringer en “El campeón ha vuelto”. Y es una pelea colectiva. “No estoy de acuerdo con esa frase de Ringo Bonavena de que cuando subís al ring te sacan hasta el banquito”, le dice Karen “Burbuja” Carabajal a Porcelli. “Yo”, agrega la campeona, que también es psicóloga y madre, “nunca subo sola. Subo con todos. Preparador físico, familia, entrenador, sparrings. Todos los que me ayudaron, los que me acompañan. Ganamos todos o perdemos todos”.
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