El taller de cocina del Román Rosell forma cocineros mediante cursos que duran de tres a seis años; los preparan para lograr independencia al momento de hacerse la comida y también para desarrollar empresas de catering y viandas a domicilio
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El taller gastronómico del Instituto para ciegos Román Rosell, en Beccar, es único en su tipo en todo el país: propone que en una formación gratuita que puede durar desde tres a seis años los egresados aprendan a cocinar para ellos, cocinar para su familia y cocinar en un emprendimiento gastronómico.
Maximiliano Calvo es profesor del Rosell y coordina el curso de cocina. Fue él quien en los últimos 15 años le dio a este espacio de formación la jerarquía de una verdadera escuela de cocina para personas ciegas o con una discapacidad visual importante. “El primer objetivo es que sepan cocinar para ellos mismos, que puedan comer lo que les guste y no tengan que depender de lo que alguien más les prepare”, suelta Maximiliano, quien describe al espacio como uno libre de victimización: “Somos conscientes de la discapacidad, pero nunca desde la lástima, porque desde ese lugar no se puede enseñar ni aprender”.
Una vez que el espacio se estableció, junto con el director del Rosell, Martín Demonte, quien antes fue director técnico de Los Murciélagos, sumaron la infraestructura necesaria para que ese taller también pudiese servir para preparar a los estudiantes para liderar y trabajar en emprendimientos gastronómicos propios.
Los estudiantes ingresan con distintos objetivos personales y niveles de conocimiento. Por eso es que la formación puede demandar de tres a seis años. Actualmente, el taller tiene unos 130 alumnos y suma 80 egresados, la mayoría con emprendimientos de viandas a domicilio, pizzas y pastelería, entre otras variantes. Al frente de las clases están tres profesores, uno de ellos es Maxi, como le dicen sus allegados, que empezó a dar clases de cocina en 2008 y ahora además es el coordinador.
En Argentina hay alrededor de 900 mil personas con discapacidad visual, según el Estudio Nacional sobre el Perfil de las Personas con Discapacidad. Sobre esta población existe una gran cantidad de prejuicios. Por eso, cuando Maximiliano visitaba a una amiga en el Instituto, en aquel 2008, en el momento en que surgió la posibilidad de trabajar allí, no dudó. “Desde un principio quería hacer algo más, buscaba ser parte de un espacio que ayude a las personas con ceguera y permita romper muchos de los prejuicios que tiene la sociedad sobre esta comunidad”, recuerda con gran ilusión en la voz.
La necesidad de trabajar y de lograr independencia no sólo pasa por una aspiración en términos de superación personal, sino además, por una cuestión económica: actualmente, las personas con discapacidad reciben una Pensión no Contributiva por Invalidez de 78.362 pesos mensuales, según datos de la ANSES. Este ingreso llega a cubrir apenas el 70% de la canasta básica que, según el Indec, se necesita para que una persona no viva en la pobreza: 111.746 pesos.
Con 48 años, antes de llegar a este espacio, Maxi tuvo distintos roles en el instituto. Aprendió Braille y fue instructor, además trabajó en el área de orientación y movilidad del sector de rehabilitación, entre otras actividades. Sin embargo, la cocina lo cautiva desde que era chico. Los sabores y las masas lo entusiasman y retraen a su infancia, a su hogar.
El espacio donde se dan las clases es amplio, luminoso y cada elemento está ordenado de una manera específica e inalterable para que los alumnos puedan memorizar la ubicación de las herramientas de trabajo. Para las personas ciegas es necesario mantener el orden de los elementos para encontrarlas rápido a la hora de trabajar. Algunos elementos cuentan con etiquetas en braille o alguna marca distintiva al tacto. Es decir, mientras la sal gruesa y la sal fina se las puede diferenciar por el sonido al agitarlas, la pimienta blanca necesita un diferenciador extra, como los mencionados.
Tres mesas de mármol, de gran tamaño, son el punto de atención del lugar. Sobre esos puestos hay asaderas, pizzeras y varios utensilios, como medidores y jarras. En un extremo hay dos varillas de madera, de uno o dos centímetros de grosor, que les sirve para que, al estirar la masa, quede uniforme, ya que el palo de amasar rueda por encima de las varillas.
“Inventamos esto porque siempre apuntamos a lo profesional y que todo salga igual, incluso el grosor de lo que amasamos”, explica el profesor mientras señala las dos varas de madera. El amor por el trabajo se nota en cada uno de los profesionales y alumnos, desde aportar sus ideas hasta la restauración de un mueble que hace de despensa.
—¿Cómo se aborda la discapacidad en el ambiente de la cocina profesional?
—En mis talleres, no está permitido decir ‘no puedo’. Es un espacio libre de victimización porque son pares. Somos conscientes de la discapacidad, pero nunca desde la lástima, porque desde ese lugar no se puede enseñar. Nos encontramos con casos de personas que no podían poner el agua para el mate porque en su casa no se lo permitían.
El Rosell depende de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia, que está bajo la órbita del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Con el presupuesto asignado, el instituto se hace cargo de los insumos necesarios para desarrollar las clases. Y a veces los estudiantes que ya tienen emprendimientos pueden usar las instalaciones y maquinaria para elaborar pedidos. Por ejemplo, el aprovechamiento de los hornos con distinta cantidad de bandejas y moldes.
De aprendiz a emprendedora independiente
Fabiana Torales comenzó a estudiar en este espacio en 2017 y egresó a fines de 2019, cuando todavía conservaba algo de su visión. “Gracias a lo que aprendí en el taller, durante la pandemia, empecé a usar el horno en casa. Hice pizzas, empanadas y baguettes para vender a los vecinos del barrio y en el mismo Rosell”, cuenta la alumna sobre su emprendimiento, que hoy ofrece un menú ampliado: sumó conservas y carnes con guarniciones, entre otros platos, que vende esencialmente a partir del “boca a boca”.
Fabiana tiene 53 años y vive en San Fernando. Tuvo que volver al taller de cocina del Instituto cuando perdió por completo la visión. “Al quedar ciega, cocinar requirió un proceso totalmente distinto. Por ejemplo, tengo que poner la mano cerca de la hornalla para saber si está prendida. Al principio fue muy angustiante, no quería quedarme como un cactus en mi casa”, cuenta.
Sin embargo, relata con gran emoción que “los profes” la recibieron y contuvieron en todo momento: “Volví a empezar y sigo en proceso de aprendizaje porque como profesional quiero actualizarme siempre”.
Fabiana pasó por diversas instancias a la hora de derribar prejuicios y estereotipos. Tuvo que correrse de un lugar de incertidumbre y, respecto a la mirada de los demás, debió enfrentar la discriminación implícita por desconocimiento: en cuanto concluyó la cursada y se sintió lista, se presentó en una rotisería, pero no le dieron oportunidad de demostrar su conocimiento por ser ciega.
Más tarde aprendió a abrazar el hecho de reencontrarse con la independencia que le dio su su emprendimiento. Antes dependía de su familia o bien de la pensión para solventar su economía. Con el tiempo, pudo comprarse los utensilios que necesitaba y sumó el conocimiento necesario para generar su proyecto personal. Ahora vive de lo que le gusta. Actualmente vive con una amiga y a veces usa el comedor para atender clientes de confianza, en algo parecido a un restaurante a puertas cerradas. “Mis especialidades son el asado, los canelones y el filet al horno”, dice.
“Me volví autónoma después de intentar buscar trabajo en el rubro gastronómico y que me miraran mal por ser ciega. No tuve intención de insistir de más porque fue un empujón para emprender por mi cuenta”, explica y sostiene que “al ciego se lo juzga más que a alguien que ve, por eso Maxi y los profes hacen hincapié en el ámbito de seguridad e higiene y lo refuerzan constantemente”.
El tiempo que le dedican a la limpieza y el orden es un claro ejemplo del profesionalismo al que apunta el programa de estudios. No solo se trata de que cada alumno o alumna cuente con su cofia antes de empezar a cocinar, como en cualquier escuela del rubro, sino que además hay un aprendizaje paralelo: “Cuando dejan de ver, necesitan acostumbrarse a tocar las cosas que lavan, varias veces y agudizar el tacto para sentir cualquier relieve distinto que pueda tener la vajilla, una señal de que necesita repasar esa superficie”, detalla Maxi.
Con cuatro hijos adultos y una marcada trayectoria culinaria, Fabiana encontró en la cocina un sustento económico para viajar, visitar a familiares en otras provincias e irse de vacaciones.
“Ahora nunca le falta nada a mis hijos”
Leandro Rivero (42) egresó del taller de cocina en 2008 y desde ese entonces, la gastronomía es su trabajo principal. Si bien, anteriormente tuvo otros empleos, la cocina le apasiona y sueña con poner una pizzería. Además, suele brindar charlas motivacionales por su historia de vida compleja. Con una adolescencia difícil, atravesada por consumos problemáticos, quedó ciego a los 18 años en un conflicto callejero.
Luego de transitar un proceso depresivo, a los 24 años ingresó al Rosell, aprendió Braille, terminó la secundaria en una escuela convencional y regresó para realizar otras actividades. En ese momento, entró al ámbito culinario y se entusiasmó de manera tal que concluyó el programa en cuatro años.
Leandro vive en Hurlingham con su mujer y tres hijos de 11 y 9 años (mellizos) y les enseña a cocinar. Entre optimismo y orgullo cuenta que aprendió a ser padre con la hija de su mujer, cuando la joven tenía 7 años. Después de 15 años, en retrospectiva, asume que su emprendimiento “es un logro importante por el respaldo económico que puedo tener como padre y esposo” y asegura que esto le “permite que nunca le falte nada a mis hijos, desde útiles, hasta ropa y comida”.
El emprendimiento familiar de los Rivero tuvo un crecimiento exponencial durante la pandemia. “El que no me encargaba comida, me encontraba en la calle y me compraba”, recuerda Leandro, que además trabajó como vendedor ambulante en distintos puntos del conurbano bonaerense. Su negocio incluye delicias de panadería artesanal. El abanico de opciones en su menú está disponible gracias a que nunca dejó de capacitarse y buscar nuevos ingredientes.
Leandro reconoce que en la cocina y otros ámbitos, “la práctica le permite ir mejorándose” y agrega que “el proceso de aprendizaje fue un despertar”: “Supe lo que quería para mi vida y que la discapacidad visual no me limitaba”.
Más información
- Para ponerse en contacto con el taller gastronómico del Instituto para ciegos Román Rosell, hay que llamar al 4743-2044 o escribir al correo electrónico romanrosell@senaf.gob.ar
- Si querés hacer algún pedido, podés comunicarse con Fabiana Torales a través de su Facebook. Para contactar a Leandro lo podés hacer por WhatsApp al 1121878234
¿Dónde denunciar?
- El Inadi recibe denuncias de todo tipo de discriminación y ofrece asesoramiento para hacerlo. La línea 168 brinda atención gratuita, contención y asesoramiento a personas que sufrieron una situación en la cual sus derechos fueron vulnerados.