Villa Kreplaj: el circuito gastronómico que aggiornó “el legado de las abuelas” y le cambió el perfil a un barrio
Donde antes había solo un par de rotiserías judías hoy se replican propuestas de cocina de reminiscencia eurocentral e israelí que apuestan a la memoria emotiva pasada por el filtro de las escuelas gourmet
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“Tengo 42 años —dice Juan Pablo Gorbán, dueño y cocinero de El Chiri de Villa Kreplaj, en Velazco y Acevedo—, y llegué a conocer El Ciervo de Oro, la mítica rotisería de la cole, catering para bat y bar mitzvá sobre la calle Julián Alvarez [hoy cerrada definitivamente]”.
La nueva movida gastronómica judía de Villa Crespo ya no ancla en el catering para el pomposo festejo de los 12 y 13 años, sino que escarba en raíces que tenían un poco de tierra encima como una experiencia gourmet para el gran público. Hasta 2018, El Ciervo de Oro fue de las pioneras en la oferta de una poca pero irresistible variedad que iba del guefilte fish (pescado relleno) a los típicos canapés con anchoítas y salmón ahumado sobre rectangulitos de pan de miga. “Hoy está tomando fuerza una tradición que se había empezado a perder”, sigue Juan Pablo, alias “el Chiri”.
El restaurante El Chiri, la panadería El sabor de la niñez (hoy Manjares europeos); el bar y restaurant Moisha (dentro del Mercat Villa Crespo); el clásico La Crespo, sobre la calle Vera; los israelíes Midvar, todavía dentro del barrio; Cantina Eretz, en la frontera de Palermo; y El pastrón de Don Elías, sobre Warnes, conforman una zona temática: el nuevo barrio judío, que congrega oferta de un mismo signo dotando de identidad a un sector de pocas manzanas. Y por fin, dicen los dueños y cocineros, se expande la gastronomía judía a la población goy (como aquí se denomina a los no judíos).
Pastrón y kreplaj
Villa Kreplaj se le dijo históricamente a Villa Crespo como un guiño entre entendidos, pero fue recién con la reciente explosión de casas de comida y restaurantes judíos, que el nombre se hizo símbolo de “comida casera” y “legado intergeneracional” por oposición al exitista mote de Palermo Queens que le quiso implantar al barrio, sin éxito, el mercado inmobiliario.
La mesa está servida: el barrio le pone énfasis a la influencia de la cultura ashkenazi (de los judíos de Europa Central y oriental) que caracteriza mayoritariamente a la inmigración judeo-argentina. Acá se recrean los sabores de Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Lituania, anteriores al Nazismo, que conviven con el deli neoyorquino en las figuras del bagel de salmón ahumado, goy friendly, como lo define Cynthia Elueni, la artífice de Moisha.
Los que saben dicen que el pastrón debe pasar por plancha para adquirir el sabor tostado intenso. El borsch —la sopa de remolacha arquetípica— viene en Villa Kreplaj con la misma crema ácida milenaria (smétene). Los varenikes se aggiornan con títulos refundados alla funghi o al oporto, pero lo esencial se mantiene en el rescate de la memoria antigua, que solo algunas pocas cosas despiertan, y que hace un par de generaciones se debía ir a buscar al otro lado del océano.
“Ah, los varénikes con smétene —escribió la escritora Diana Wang, tras su cruce del Atlántico, en su aporte al libro Mi cocina judía, de Silvia Plager— eran los nuestros, los que nos hablaban de canciones de cuna con muchos ai-lu-lus, de sonidos familiares, de risas cómplices, de caricias cicatrizantes y de pesadillas que terminaban con un abrazo de mamá y su voz que decía ‘ya está, fue un sueño, dormite…’. Cerrando los ojos, volvió a nosotros el dulce sabor perdido y que tan fielmente llevábamos guardado en nuestra memoria”.
Nochecita de invierno
Las tardes de Villa Kreplaj siguen siendo de las doñas; y las tardecitas y las noches, de los visitantes foráneos —bohemios, artistas y jóvenes— que llegan a consumir comidas y productos. Tomás Kalika, dueño y cocinero de Mishiguene, de Palermo, fue la punta de lanza de una reconversión de la cocina judía que la puso en el radar del mapa de gourmet porteño. Villa Crespo, antes del boom, era el barrio del judío obrero y el comerciante, que la yugaban día a día. “Yo vivía en el edificio sobre las galerías Galecor (sobre Corrientes) y a los del interior del perímetro, que va de Corrientes a la avenida Warnes y la avenida Juan B. Justo, nos hacían notar esa vergüenza de clase —como dice un cocinero entrevistado—, por ser judío y pobre, los de Once y los de Villa Crespo. Nos lo hacían notar en los grupitos de clubes como Hebraica o Hacoaj. ¿Quiénes? Los chicos judíos de Belgrano y Barrio Parque”.
Villa Kreplaj reacciona “contra una lógica careta” —coinciden los cocineros, que se dicen mejor representados por esa palabra que por “chef”— y así se impuso un nombre por sobre Palermo Queens, con el que a fines de los 2000 el mercado inmobiliario intentó catapultar a Villa Crespo. “A mí me ofusca que le digan Palermo Queens a la Crespo —dice Gorbán—. El mérito de la expansión es de Villa Kreplaj, no de Palermo”.
En Midvar, Alejandro Leonel Kaplan, hijo de Silvia y Jorge, criado en Israel hasta los 8, hoy dice que trabaja con las locuras y las manías israelíes. No toda la comida judía tiene este toque israelí. En su local de Aguirre y Thames, cocina un falafel crujiente. Ajo, cilantro y la temperatura del aceite son los puntos clave. Un repollo encurtido y un pepinillo agridulce también colaboran. Pero es la pasta de sésamo la que marca la diferencia. Alejandro, con su propuesta de “la línea turca”, es un infiltrado en un territorio mayormente ashkenazi. “De chiquito le decía a mi viejo: ‘Viejo, yo quiero cocinar’. Me volvía loco al ir a una rotisería y al escuchar a los cuchillos golpear el matambre o el costillar. ‘Viejo, yo quiero trabajar de esto cuando sea grande”.
El fenómeno Jewcy (judío jugoso), que aggiornó la propuesta milenaria a la estética y las mercancías del presente, sin duda está detrás del rejuvenecimiento de los elementos tradicionales. Los jóvenes herederos de las recetas antiguas coinciden en algo: reivindican el costado artesanal, la receta de la abuela y el pequeño y mediano comercio de barrio frente a las cadenas industriales. Del otro lado, está el Palermo omnívoro que, como acusó el periódico comunitario Iton Gadol, en 2007, “persigue, con la categoría de Palermo Queens, solo un furor inmobiliario”. En su momento, se sinceró el bróker Horacio Berberian ante dicho medio: “Es un tema de marca. Vender siete manzanas alrededor de Gurruchaga y Aguirre llamándolas con un nombre apéndice de Palermo es comercialmente más atractivo que designarlas como Villa Crespo”. Nada dijo entonces sobre el aún inexistente Villa Kreplaj.
Decir “Villa Kreplaj” significa, en cambio, reivindicar esa masa parecida a la del raviol, rellena de papa o carne, símbolo de infancia y comida casera, sabor artesanal y saber heredado. Todo lo contrario al “no lugar” que ya no ancla en un nombre propio sino que recibe al rótulo repetido del barrio gentrificado. Cynthia Elueni, fundadora de Moisha, junto con Carla, su pareja, es una ex Hola Jacoba —otro restaurant, en Palermo— que se había propuesto “estar sí o sí en el Mercat Villa Crespo”. Y lo logró. Hoy hay siete locales similares de Moisha: siete franquicias. Una idea de Carla fue un boom: jalá —pan trenzado de uso ceremonial— aquí saborizado y con milanesa (le dicen: jalanesa). Lo sagrado y lo profano, y el espíritu de unión y mezcla —como pasa también con el chipá relleno de pastrón— resultan deliciosos símbolos.
Nueva generación
En Manjares europeos, sobre Lavalleja al 700, Walter Kapytkin presenta los delicatesen que poblaron el lugar durante 76 años, cuando el local todavía no había sido renombrado y se llamaba El sabor de la niñez. La especialidad es el pletzalej —pancito con cebolla salteada y semillas de amapola— tradicional, que se cocina en el piso del horno. Hay knishe de papa y bohio de berenjena; hay lajmayin —capa de masa con carne picada—; y nada le gana al espesor etéreo de la sambusa —la imbatible empanadita cónica rellena de queso—. La estrella es el arenque marinado, y el sándwich de pastrón, con pepinillos agridulces, a 600 pesos. Walter honra la memoria de Gregorio, su abuelo, procedente de Lituania, y asume que se está perdiendo la clientela histórica, pero el barrio sostiene a su panadería, con su demanda de vigilante y medialuna, que aquí también son carta marcada.
Los que quieran reconocer el antiguo sabor de las recetas más popularmente asociadas a la gastronomía judaica ancestral de Europa Central y del este, y de la frontera con Polonia de la añeja URSS, a través de repúblicas hoy autónomas como Lituania, Ucrania y Bielorrusia, que vaya a Villa Kreplaj a descubrir al knishe —especie de buñuelo de papa, queso o cebolla— que marcó las infancias de todos los chicos judeo-porteños.
Los que saben reconocen el valor de una pionera, la señora Juanita Posternak, que ejerció y promovió la gastronomía judía en un living privado que abrió al público sobre la Calle Arribeños 2148, y que mantuvo vibrante hasta su muerte, hace cuatro años. Junto a su histórica colaboradora, Ramona, reinó y enseñó a las nuevas camadas en pleno Barrio Chino en paridad con el chow fan. Allí se celebraban no pomposos bar o bat mitzvá sino íntimas reuniones y, entre el placer del borscht humeante, se hizo mito el poder escuchar o ver a algún familiar difunto —sigue el mito— “atraído por los aromas potentes”. Gran cocinera judía, Juanita sostenía que la masa de los knishes, y el strudel debía ser tan fina como para que pudiera leerse una carta de amor a través de ella. En honor a la memoria de Juanita —pionera desde su lugar, Mis Raíces—, Villa Kreplaj crece.