Llegó de Rusia con dos valijas y 2000 dólares y abrió un reducto de culto que ofrece 30 variedades de vodka
Dimitri Svetlichniy vino a la Argentina con su madre en 1998, y casi una década después abrieron juntos este pintoresco restaurante
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“Un día me acosté en la Unión Soviética y me desperté en Ucrania”, recuerda Dimitri Svetlichniy, dueño de El Molino Dorado, un restaurante de comida rusa único en su estilo en la ciudad de Buenos Aires. Llegó a la Argentina desde la ciudad de Járkov, en 1998, junto a su madre: escapaban de la crisis que resultó luego de la disolución del régimen soviético. Trajeron dos valijas y 2000 dólares. La crisis de 2001 los agarró con sus pocos ahorros en el banco. Y él hizo de todo: su primer trabajo fue en McDonald’s, se fue a Mar del Plata y vivió en la calle estibando cargas en el puerto, estudió enfermería y kinesiología y, en 2007 junto a su madre Irina, abrieron este pequeño restaurante donde apenas caben 21 personas que se transformó en un lugar de culto.
“La cocina soviética es la más diversa del mundo”, explica Dimitri. Hay más de 200 etnias y cada cual tiene sus aromas propios. “Mi labor fue adaptar esos sabores al paladar argentino”, afirma. Su historia podría ser el guión de una serie. Al arribar al país, sabían 50 palabras en español. Separados, su padre quedó en Ucrania. Irina era economista y especialista en ingeniería ferroviaria —falleció en 2015— y cuando se presentó para trabajar en Ferrocarriles Argentinos, el director de aquel momento le dijo: “Sabe demasiado para lo que necesitamos nosotros”, recuerda Dimitri.
Ambos estudiaron castellano en la UBA para así poder abrirse paso en las calles de Buenos Aires. Su madre se ganó la vida como empleada doméstica y textil. Después de su experiencia de vivir en el puerto marplatense, él regresó a la ciudad y trabajó de traductor en un laboratorio farmacéutico, mientras cursaba kinesiología y fisiatría. “Para nosotros fue un shock, de vivir en un departamento a estar en una pieza con cocina y baño compartidos”, recuerda Dimitri. El paso de Ucrania a Buenos Aires, significó resistencia y superación.
Una desgracia familiar le cambió la vida. “Mi abuelo murió, y con la venta de su casa en Ucrania se nos abrió la posibilidad de abrir algo”, afirma. Las opciones eran pocas, el presupuesto no daba para mucho: un kiosco o una parrilla. Ganó la segunda. “Mamá estudió en la Escuela de Doña Petrona”, cuenta Dimitri. Fue un buen movimiento de piezas. Las recetas familiares que abrazan la identidad de los pueblos hablan el mismo idioma.
Encontraron un local pequeño en una esquina de Almagro, en Quito y Treinta y Tres Orientales. Pusieron una parrilla. “Jamás me vi cocinero, pero me hacía cargo de asar la carne y mamá, de a poco, fue ofreciendo platos rusos”, recuerda Dimitri. La magia nació. Era 2008. “Y así empezaron a pedir menos vacío y más blinis —afirma—. El paladar argentino tiene muy buen gusto”.
La señal era clara: cerraron un mes, reacondicionaron el local y reabrieron para ofrecer solo comida rusa. El plan resultó. “Me gusta decir que es un restaurante eslavo de comida soviética”, dice Dimitri.
“No veo a mi hija y esposa desde antes de la cuarentena”, cuenta. Su esposa, Ekaterina, también rusa, debió ir a fines de 2019 a Novosibirsk, en su Siberia natal, para someterse a un tratamiento médico. Se fue con Anastasia, su hija de diez años. En medio, sucedió la pandemia. Ahora se comunican con video llamadas por WhatsApp. “Es muy duro no verlas”, confiesa. La situación económica argentina retrasa la unión familiar. En noviembre pasado él tuvo Covid. “Estuve a punto de morirme”, cuenta. En la soledad de su hogar, se recuperó. “Hablé con Dios, fue un antes y después de mi vida”, manifiesta. La reapertura de su restaurante le dio ánimos.
¿Cómo resumir en un menú una cocina tan inabarcable como la soviética? “Fue simple: los platos que mamá me hacía cuando era niño son los que ofrezco”, cuenta Dimitri. Su madre ya no está con él, pero la cocina es un puente hacia ella. “Existe una gran conexión a través de mis platos, son sus recetas”, confiesa Dimitri.
Lenin y matrioshkas
El lugar es bello. Dimitri supo trasladar sus sentimientos y materializarlos. Las paredes son rojas, decoradas con publicidades soviéticas y algunas fotos familiares. Sombreros del ejército soviético. Gorros con estrellas. Una vitrina muestra una perfecta colección de matrioshkas. Hay banderines y objetos que remiten a clubes deportivos de su país. Un gran retrato de Lenin corona el mostrador, que es un pequeño y sentimental altar consagrado al otro gran protagonista de este universo personal: el vodka. Dimitri ofrece más de 30 variedades, pero él produce tres —caseras—, que son unos de los grandes atractivos del restaurante.
“El vodka abre el apetito y es digestivo”, advierte. No tiene problemas en ofrecer una completa explicación sobre los beneficios de beberlo. “Es pura matemática”, anticipa. Teoriza y compara esta bebida con el vino: “Ustedes toman vino cuando almuerzan o cenan; nosotros, vodka. Hay mucho prejuicio sobre esta bebida, no entiendo por qué”.
“El vodka tiene 40° de alcohol, el vino, 12° o 14°. Tres veces más graduación, un vaso de vino tiene 250 ml, el shot de vodka, 50 ml. El vaso de vino es cinco veces más grande. Una botella de vino son tres vasos (referido al nivel alcohólico). Tres copas de vino equivalen a cinco shots de vodka. Tres, a una botella de vino”, detalla. La explicación sirve para sugerir el consumo de su vodka casero. “La idea es que comas tomando vodka”, afirma. La experiencia sensorial y emotiva se completa con este maridaje.
¿Cómo se bebe? Dimitri es un fundamentalista acerca del correcto consumo de vodka. Sus variedades acompañan la entrada, el plato principal y el postre. Y una extra. “Una suave para abrir el apetito, una especiada con anís estrellado, semillas de cedro siberiano, clavos de olor y algo de canela, otra frutal con siete frutos del bosque, y una picante con miel, jengibre y pimienta roja. Se debe beber siempre a cinco grados bajo cero para que no te embriagues. Si la tomas a temperatura ambiente, te emborrachás”, aclara.
La manera de beber el vodka es respirando el aire, luego exhalándolo y ahí, tomarlo. “Tenés que beber el shot como si fuera agua”, advierte Dimitri. “No se tiene que confundir: el vodka está hecho de 100% cereal, 70% de centeno y 30% de trigo”, asegura. Reconoce que en Polonia se lo hace con papas y en Inglaterra, con uva. “El vodka ruso es de cereal, si no es vodka ruso”, sentencia.
La entrada más requerida es la sopa borsch (a base de remolacha, varias verduras champiñones y portobellos). Luego las opciones son vareniki de papas con cebollitas tostadas, hierbas y panceta; los pelmeni, una pasta tradicional rusa rellena con una mezcla de carnes, salsa y “crema rusa” a base de yogurt natural y crema de leche; y los famosos blinis de salmón marinado y ahumado con ricota, eneldo y salsa liviana de manteca.
Tres platos se destacan: la suprema a la kiev y la ensalada olivier (acá conocida como ensalada rusa), hecha con su receta original (papas, zanahoria, arvejas, pepinos marinados, cebollitas, huevo, carne magra hervida, aceitunas, arvejas frescas, crema, queso crema, un toque de mayonesa, y hiervas aromáticas), y las salchichas con chucrut casero, de fermentación natural. Una delicia. “El chucrut es el nieto del kimchi”, manifiesta Dimitri.
“Es un viaje”, confiesa Raúl Zylberszstein, cliente desde hace diez años. “Es un rincón en Buenos Aires de lo que alguna vez fue la Unión Soviética”, afirma. Da un consejo: “Olvídense del vino, la comida de Dimitri va con vodka, es lo que va”, concluye.